El libro de Pablo Morosi, publicado recientemente por Marea, reconstruye en el primer capítulo cómo fue la noche en que desapareció Miguel, cuando fue detenido ilegalmente en la comisaría 9na de La Plata, el 17 de agosto de 1993.
Secuestro, torturas, muerte y desaparición
La noche ya había cubierto de penumbras el portón lateral de la comisaría 9ª de La Plata cuando los dos autos frenaron abruptamente. Eran un Peugeot 504 blanco y una estridente cupé Chevy azul; el tipo de vehículos que usaban los agentes del Servicio de Calle en trabajos no del todo ortodoxos, en los que era preciso no ser identificados como policías.
Siguieron corridas y órdenes gritadas que sobresaltaron la sórdida vida en las celdas de la seccional, en esa hora muerta previa a la ranchada. Guiado por la curiosidad, uno de los presos –en la 9ª de aquel entonces, los detenidos menos peligrosos tenían permiso para andar por los pasillos del fondo al menos hasta las 22 horas– se asomó a una diminuta ventana que daba al patio interno y vio cómo metían a los empujones a un pibe rapado, cubierto con un camperón, con sus brazos esposados por la espalda.
Según los registros de la comisaría, aquella noche había quince detenidos –entre presos, aprehendidos y contraventores– distribuidos en doce calabozos. También había algunos menores, aunque no figuran en el libro de entradas de la dependencia. Si bien el ingreso se produce al anochecer, los peritajes realizados sobre el libro de guardias de la seccional determinaron que Miguel Bru fue anotado en el cuaderno de novedades a las 3.05 del 18 de agosto de 1993. Sin embargo, luego, su nombre fue suprimido y se colocó el de otro detenido en su lugar para borrar dicha constancia.
Bru tenía veintitrés años y vivía con un grupo de amigos en una casa tomada en el barrio El Mondongo, cerca del Bosque platense, y cantaba en una banda de rock bautizada Chempes 69. No tenía antecedentes policiales y, en principio, no había elementos para sostener su detención.
Eran casi las ocho de la noche cuando, cerca de la cocina, Hernán Horacio Lafranconi –uno de los presos con permiso para deambular– se topó con el chico que acababan de entrar. “Ya tenía moretones en la cara y estaba muy asustado”, declaró Lafranconi años más tarde ante la Justicia; también dijo que el muchacho recién llegado le comentó que “lo habían levantado por averiguación de antecedentes”.[1]
Enseguida llegó otro de los detenidos, Norberto Ávila, que le ofreció un té al chico y le preguntó:
–¿Por qué te metieron?
–No sé. Estoy esperando que me larguen estos boludos.
–¿Cómo te llamás? ¿Tenés a alguien para avisarle?
–Miguel Bru.
Bru; Ávila ya había escuchado ese apellido. Enseguida se acordó:
–Hay un Bru que trabaja en la 4ª de Berisso, lo conocí una temporada que estuve guardado ahí.
–Es mi papá.
–Ah, che, no seas forro, deciles que tu viejo es cana, que lo llamen, así te largan.
–No. Ya soy grande y me la tengo que bancar solo.
En su declaración, Alberto Mauro Martínez, otro de los detenidos, recordó que a eso de las diez de la noche escuchó unos gritos y vio cómo los policías del Servicio de Calle, el oficial inspector Walter Rubén Abrigo y el cabo primero Justo José López, entraban a Miguel a trompadas por el pasillo. Una patada de Abrigo lo zampó contra una reja y lo dejó desparramado en el piso. Martínez y otro de los presos, Luis Horacio “El Negro” Zuaso, conocían a Bru de antes. Le alcanzaron una toalla; parecía desvanecido.
Zuaso empezó a gritarles a los policías para que dejaran de flagelar al joven. “Ahí se avivaron de que estábamos mirando y nos cerraron los calabozos”, contó Jorge Ruarte, otro de los detenidos. “El Chavo” Ruarte era menor de edad y no había causa alguna por la que debiera estar aquella noche tras las rejas. Durante el juicio, el Chavo señaló a López, Abrigo, Víctor Ranalletta, Humberto “Pata” Beltrán y otros a los que no nombró pero dijo estar en condiciones de reconocer si el jurado se los acercaba hasta la sala de audiencias.
Bru fue conducido a la celda de contraventores. Poco después de las once de la noche encerraron allí a Carlos Alberto Acuña. Lo habían detenido cerca del centro platense cuando intentó asaltar a una persona que frustró el robo, lo redujo y llamó a la policía. “Tenía un camperón azul y estaba esposado”, recordó Acuña en su declaración judicial. Contó que solo habían pasado unos minutos cuando entró el cabo primero Justo José López, que “estaba muy exaltado” y empezó a darles trompadas y patadas a ambos. Súbitamente se detuvo, se dirigió hacia la puerta mascullando algo inentendible y antes de salir del lugar se volvió hacia Bru y le advirtió:
–Con vos no terminé.
López regresó con un manojo de llaves en su mano y los hizo salir a ambos. A los empellones los condujo hasta la oficina del Servicio de Calle, un gabinete pequeño con una ventana que daba hacia el pasillo de circulación y que a veces estaba cubierta por una persiana americana, tal vez para bloquear eventuales miradas indiscretas.
El testigo Miguel Ángel Rivolta, preso por homicidio, describió el lugar donde golpearon a Miguel como un reducto de unos seis metros cuadrados ubicado cerca del patio donde había transmisores y un radiograbador que durante las habituales sesiones de tortura ponían a todo volumen, para tapar los gritos. Rivolta, que denunció haber recibido amenazas de muerte por parte de López, conocía ese lugar como la “sala de comunicaciones”.
López le ordenó a Bru que se sentara en el piso y lo puso a Acuña mirando hacia la pared y volvió a golpearlo, esta vez por la espalda. Después, le empezó a dar patadas a Miguel, mientras otros policías miraban la escena. Hizo una pausa para pedirle a uno de sus compañeros que le llevara una bolsa de nylon.
A esa altura, en la oficina había entre cuatro y seis policías, algunos de civil y otros de uniforme. Además de López, estaba el oficial principal Walter Abrigo, responsable del Servicio de Calle de la 9ª que, ocasionalmente, se sumaba a la sesión de tortura.
Los efectivos lo pusieron en una silla; le colocaron la bolsa de nylon negro en la cabeza y lo golpearon ferozmente en el estómago. Bru desfallecía, su rostro deformado por la hinchazón a causa del azote pasó de rojo a morado, por la falta de aire provocada por el “submarino seco”.
–¡Me muero, me muero!
El último grito de Miguel atravesó las frases coléricas y superpuestas que soltaban los policías. Nadie llegó a descifrar lo que le decían durante los tormentos, pero, sobre todo López, le reprochaba algo con insistencia.
Acuña, que ya no quería ver, podía escuchar que los policías comentaban que el chico “se estaba haciendo el muerto”. El comentario pareció enceguecer a López, quien demoró con firmeza sus manos sobre la boca de la bolsa que rodeaba el cuello de Miguel. En ese momento, alguien trajo agua para intentar reanimar a Bru. En ese momento, Acuña escuchó al cabo primero que rezongaba:
–Dejalo que reviente este hijo de puta.
Siguió un silencio breve pero denso, cortado por el ruido de sillas y pasos apresurados. Entre insultos y maldiciones, los policías abrieron la puerta de la oficina del Servicio de Calle y arrastraron a Bru por el pasillo. Acuña sintió que ya nadie se ocuparía de lo que él hacía, giró su cabeza y alcanzó a ver las piernas inertes del joven atravesar la puerta.
Encaramado en una banqueta y a través del ventiluz de la celda, Ávila también pudo ver con certeza a López y a Abrigo y mencionó a otros tres que, aunque no consiguió identificarlos, los describió ante los jueces: “Uno flaco y alto de unos treinta años, otro morrudo de estatura mediana de unos veinticinco años y un tercero, también morrudo y grandote”.
Después de la bestial paliza, Miguel Bru no daba muestras de vida. Los uniformados se pusieron nerviosos y se desató una discusión. López y Abrigo, ayudados por otro agente, volvieron a arrastrar a Bru por los pasillos hasta un baño.
Ezequiel Sánchez Barreto era el preso más grande. Estaba acusado por estafas. Tenía el sueño pesado y ya se había acostumbrado a los ruidos de la comisaría; sin embargo, esa madrugada lo despertaron el alboroto y los gritos. Era medianoche, calculó. Se subió a una lata de 20 litros de pintura que había en su calabozo para llegar hasta la abertura ubicada sobre la portezuela de la celda. Con la ayuda de un espejo, vio que arrastraban a Miguel hasta una “regadera” y cómo luego se llevaron el cuerpo mustio y sin reflejos, envuelto en una frazada a cuadros. Le costó volver a dormirse.
Según la reconstrucción obtenida por la Justicia, en base a los testimonios de los detenidos aquella noche en las celdas de la 9ª, pasadas las tres de la mañana, el cuerpo exánime de Bru fue arrastrado hasta el Peugeot blanco conducido por Abrigo, que esperaba “con la trompa de frente al portón”. Pablo Alejandro Cepeda relató que cuatro o cinco hombres sacaron a Bru por el patio trasero de la seccional y lo metieron dentro del baúl del coche, que partió dejando tras de sí el estrépito de la acelerada y una espesa estela de humo blanco que se desvaneció en la negrura de la madrugada.
Un silencio compacto, opresivo, envolvió la seccional.
[1]La averiguación de identidad o antecedentes, denominada en la jerga judicial como “doble a”, es una vieja facultad policial para retener a una persona que no pueda ser identificada fehacientemente ya que no cuenta con su documento, según el artículo 9 de la Ley (N° 7917 y sus modificatorias) Orgánica de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Actualmente, la medida no puede extenderse por más de doce horas ni concretarse sin la notificación inmediata a la autoridad judicial de turno.
Este capítulo forma parte del libro "¿Dónde está Miguel? El caso Bru: Un desaparecido en democracia", del periodista Pablo Morosi, publicado por Marea en agosto de 2013.