Son los hijos de Hugo Fryszberg y Norberto Dubin y se criaron como primos: se veían muy seguido y se iban de vacaciones juntos. El día del atentado sólo sobrevivió Hugo. Los amigos dejaron de verse: el dolor era muy fuerte. El reclmo de Justicia los volvió a encontrar.
Luciano Javier Fryszberg y Jennifer Dubin se conocían antes de la mañana fatídica. Hugo Fryszberg y el "Gordo" Norberto Ariel Dubin, sus padres, trabajaban en la AMIA y se habían hecho muy amigos: tanto que las familias solían vacacionar juntas en viajes que podían durar más de un mes. El 18 de julio de 1994, como el resto de los días, se encontraron en el trabajo. Hugo cumplía funciones en el segundo piso y salió con vida. El “Gordo”, que lo hacía en el primero, no. Después de la voladura Hugo empezó a buscar justicia por su amigo, pero Luciano y Jennifer, los hijos de ambos, iniciaron la parábola inversa a las víctimas desconocidas que se hermanan luego de sobrevivir a la misma catástrofe. “Con los años, Jenny y yo seguimos caminos distintos. Pero creo que lo que nos separó fue también el dolor”, reflexiona Luciano.
Hace un tiempo, después de muchos años sin verse, se reencontraron en las redes sociales. "Por suerte nos pusimos en contacto otra vez”, dice Luciano. Y la acaricia cariñosamente. “Ella ya tiene una hija, no lo puedo creer”. Jennifer sonríe y con una mirada le agradece las muestras de afecto. Un rato antes, Luciano y otra hija debieron leer en el pequeño escenario improvisado los nombres de los 85 muertos de aquél día, al compás de la tradicional suelta de globos negros. "cuando miraba la lista que iba bajando y se acercaba al nombre del padre de ella, que fue como un tío para mí, la verdad es que pensaba ‘no tengo que ponerme a llorar, no llores’. Fue muy fuerte”.
Luciano tiene 24 años y es jefe de redacción en DiarioVeloz, que dirige Chiche Gelblung. Jennifer tiene 29 y una hija de cinco que a todos los juguetes los nombra como su abuelo y consuela a su madre diciéndole que está en el cielo cuando la ve llorar. Luciano y Jennifer son los herederos más jóvenes de una lucha con la que prácticamente nacieron.
-Ustedes eran muy chicos cuando explotó la bomba en la AMIA. ¿Cómo sobrellevan casi toda una vida buscando justicia?
-Luciano: Siento mucho dolor, pero a la vez estoy esperanzado, porque lo veo a mi viejo que lucha y que no baja los brazos. Yo tengo la suerte de que mi viejo sobrevivió, pero hoy tuve que leer el nombre de las 85 víctimas y cuando miraba la lista que iba bajando y se acercaba al nombre del padre de ella, que fue como un tío para mí, la verdad es que pensaba ‘no tengo que ponerme a llorar, no llores’. Y verla acá a ella, al lado mío, que a su padre le tocó morir, es feo. Porque la quiero mucho.
-Jennifer: Estamos acá, como cada aniversario, honrando la memoria de los muertos. Y de los que sobrevivieron. Porque el papá de Luciano también estuvo ese día y esa es una cosa que no te la olvidás más. Él fue una víctima. Mi viejo hubiera querido que yo estuviera aquí, asique me parece justo. Vamos a volver a estar cada año, hasta que se logre justicia con las víctimas de la AMIA.
-Son los herederos más jóvenes de esta lucha. Como tal vez el día de mañana su lugar lo tomen sus hijos. ¿Lo sienten como un orgullo o es una mochila?
-Jennifer: No lo vivo como una mochila, para mí es un orgullo estar hoy acá, y el resto de los aniversarios. Yo estuve mucho tiempo apartada, con mucho dolor, y me incorporé hace poquito a las reuniones de la organización. Ojalá que dentro de quince años, o el tiempo que sea, mi hija tenga que venir a un acto sólo a recordar a su abuelo, a evocar su memoria, que para reclamar siempre vamos a estar nosotros, sus padres.
-Luciano: Creo que este lugar tiene que ser para ejercitar la memoria. Cuando se acercan estas fechas, como yo también soy periodista, soy la referencia obligada de varios medios para tener cualquier contacto. Y creo que en esas pequeñas cosas se ve que lo que estamos haciendo vale la pena.
-¿Sus padres cómo se conocieron?
-Luciano: Trabajando en la Amia. Pero eran muchísimo más que compañeros de trabajo. Eran amigos. Eran, como se dice habitualmente, culo y calzón. Nuestras familias veraneaban juntas. Con Jenny jugábamos desde chiquititos, éramos como primos, porque el “Gordo”, su papá, me daba todos los gustos, si yo pedía algo él enseguida iba y me lo compraba. No había forma de no querer a su papá, era un gordo buenísimo, que se la pasaba haciendo chistes con todo el mundo.
-Jennifer: A mi papá lo quería todo el mundo. Trabajaba en el área de sepelios, y se la pasaba haciendo chistes…
-¿Y vos, Luciano, que sólo tenías tres años, lo recordás a Norberto?
-Sí, lo recuerdo perfectamente. Ese tiempito que pasamos con ellos fue muy bueno conmigo. Si hubiera seguido viviendo, hubiera sido como mi tío elegido.
Los amigos
El 18 de julio de 1994, Hugo Fryszberg llegó a las nueve al edificio de la AMIA y tomo, como de costumbre, un café. Trabajaba en el área de personal, en el segundo piso, que iba a quedar casi en pie. A las 9:53, sintió un estruendo y por el instinto de supervivencia se llevó las manos a la cabeza y se tiró debajo de su escritorio. Después –lo que para él fue una eternidad pero pueden haber sido segundos-, sintió un segundo estrépito, mucho mayor que el primero. “Después me explicaron que esa explosión fue el derrumbe del edificio”, le cuenta Hugo a Infojus Noticias antes de empezar el acto. Entonces todo fue polvo, oscuridad, y un intenso olor a amoníaco. “Es el día de hoy que oler amoníaco para mí es oler a la muerte”. Esperaron unos segundos y después salieron por una puerta trasera, y se alejaron del lugar por las terrazas de las casas vecinas. Después empezó el calvario de buscar a sus amigos y compañeros entre los escombros. En 1996, a pesar de haber sobrevivido al atentado, Hugo fue despedido por la dirigencia de la AMIA-DAIA.
Norberto Dubin, con 31 años de edad, llegó a la calle Pasteur 633, y felicitó por teléfono a sus padres por otro aniversario de casados. Era el subdirector de la sección Sepelios de la AMIA, y una semana antes del día del ataque, le pidieron que se mudara transitoriamente del segundo piso –donde tenía un box cercano al de Hugo-, al primero por las refacciones del edificio. El “Gordo” no puso peros para bajar sus cosas al primer piso. Tenía 31 años, un crédito aprobado para construir su propia casa, y vivía para sus hijos Juan Manuel (13) y Jenny (8). Seis días después del atentado encontraron su cadáver entre los escombros. Después de conocer la tragedia, su madre tuvo un infarto y falleció a los siete meses.
El reencuentro
-¿Y qué pasó con sus familias después, todos estos años, se siguieron viendo?
-Luciano: Después del atentado ya nada volvió a ser igual. Cada uno se dedicó un poco a sus cosas, y dejamos de verlas. Hace algunos años nos reencontramos por las redes sociales, por suerte, y ahora vamos a todas estas actividades juntos. ¡Y hasta tiene una hija! Pero creo que fue también el dolor, lo que nos alejó.
-¿Y con qué expectativas esperan el juicio que se viene en agosto por el encubrimiento?
-Luciano: No deberíamos creer en la justicia, pero la esperanza es lo último que se pierde. Esperemos que alguno de estos tipos, los imputados, si tienen alguna ráfaga de lucidez y quieren volver a mirar a la cara a sus nietos, digan algo de lo que saben. Aunque lo que nos preocupa es que no hay ni una sóla prueba, ¿y cómo un tribunal va a condenar sin pruebas? Algún día tiene que llegar la justicia, no puede ser que nos quedemos sin justicia.
-Jennifer: Tengo la esperanza de que se sepa algo, aunque soy bastante escéptica.
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