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Infojus Noticias

14-9-2013|11:16|Libros Nacionales
Siete años después

Anticipo: Los días sin López

Werner Pertot y Luciana Rosende reconstruyen los aspectos menos conocidos de la investigación judicial por la segunda desaparición de Julio López, ocurrida el 18 de septiembre de 2006, en el primer juicio contra Etchecolatz. Cómo actuaron la policía y los funcionarios judiciales, y cuáles son las pistas que siguen en pie.

Por: Werner Pertot y Luciana Rosende

Introducción

El Nunca Más no fue nunca más. Su puesta en entredicho se llama Jorge Julio López, desaparecido durante el primer juicio que se inició tras la nulidad de las leyes de impunidad. La democracia carga con otros cuerpos ausentes, es cierto. La violencia policial y la trata de personas son responsables de muchas de esas faltas. Pero sólo hay una ausencia provocada en el marco de los juicios a los represores de la última dictadura cívico-militar. Sólo hay un testigo de esos juicios que fue secuestrado. Sólo hay un Jorge Julio López.

Si pensamos el Nunca Más como el fin del terrorismo de Estado, entonces la consigna se cumple: el Estado no volvió a organizar un plan sistemático para exterminar a los disidentes políticos. No volvieron los campos de concentración. La democracia no fue nuevamente interrumpida por golpes de Estado y buena parte de la sociedad condena el genocidio. Pero si pensamos el Nunca Más como nunca más un desaparecido, la premisa se quiebra.

Los integrantes de las fuerzas de seguridad recurrieron en democracia a la desaparición forzada como una forma de encubrir delitos —como en los casos de Andrés Núñez, Miguel Bru o Luciano Arruga, entre muchos otros— y las redes de trata también secuestraron y desaparecieron mujeres, como en el caso emblemático de Marita Verón. Esto nos habla de prácticas de larga temporalidad que persistieron en estas ins-tituciones luego del terrorismo de Estado. La desaparición forzada había sido utilizada por estas mismas fuerzas previamente a la última dictadura. El caso paradigmático es el del obrero metalúrgico y dirigente de la Juventud Peronista Felipe Vallese, el 23 de agosto de 1962. Con el terrorismo de Estado, la desaparición de personas dejó de ser una de las modalidades represivas para convertirse en la forma de eliminación de lo disfuncional, lo conflictivo, lo disidente.

Violencia policial y trata de personas, entonces, son las dos líneas que se podrían seguir para entender las desapariciones en democracia. Sin embargo, el caso de López no puede ser puesto en serie con estas prácticas. La singularidad de la desaparición de López no es tan sólo que se trata de un sobreviviente de los campos de concentración de la dictadura al que volvieron a desaparecer. El caso es único, además, porque fue desaparecido como un intento de detener el proceso de juicios a los responsables del terrorismo de Estado que se inició tras la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final en 2003 y la declaración de inconstitucionalidad de esas normas en 2005.

El juicio a Miguel Osvaldo Etchecolatz fue el primero en ese proceso. La punta de lanza de los juicios a los represores que habían reclamado los organismos de derechos humanos y una parte de la sociedad durante más de veinte años. El objetivo de desaparecer a López parece claro hoy: detener los juicios o, por lo menos, entorpecerlos, demorarlos, minar su legitimidad, amedrentar a los otros testigos. Al secuestro de López le siguió una campaña de amenazas a jueces y fiscales, así como pedidos públicos de amnistía. Pero los juicios no se detuvieron: los represores continuaron siendo condenados en un proceso complejo, en el que no faltaron demoras y obstáculos dentro del Poder Judicial. Si buscaban detener este avance, los desaparecedores de López fracasaron. Sin embargo, nunca se los identificó en forma fehaciente y continúan sin ser encarcelados. O, si están detenidos, es por otras causas judiciales.

El sobreviviente y el testigo

No todas las sociedades producen campos de concentración. Ésta es una de las conclusiones a la que llega la sobreviviente Pilar Calveiro en su libro Poder y desaparición. La politóloga postula que los centros clandestinos de detención estuvieron imbricados con la sociedad: surgieron de ella y ella fue víctima del poder concentracionario. Calveiro analiza los mecanismos que se utilizaron para distanciarse de lo ocurrido: uno de ellos fue la teoría de los dos demonios, en la que dos monstruos que no tenían ninguna relación con la sociedad se enfrentaron. Otras reacciones sociales fueron los ya conocidos «por algo será» y «algo habrán hecho», que luego en los ochenta mutaron en el «yo no sabía nada». En todos los casos, la sociedad está puesta fuera del conflicto.

Algunos de estos mecanismos sociales parecieron retornar con la desaparición de López: se especuló durante un tiempo considerable con que López se habría ido por su propia cuenta (faltó decir: «A Europa») y se intentó instalar la sospecha sobre el sobreviviente. La titular de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, lo cuestionó por una supuesta vinculación con policías, algo que fue desmentido y repudiado por otros organismos de derechos humanos.

Este halo de duda sobre el sobreviviente tampoco es algo nuevo. A partir de la liberación de los primeros detenidos-desaparecidos, lo ocurrido en los campos se pensó desde una lógica binaria de héroes y traidores. En esa construcción, el sobreviviente es sospechoso por el solo hecho de haber sobrevivido, mientras que los desaparecidos son convertidos en víctimas deshistorizadas, sin una militancia política. Esto también reapareció en torno a López: su familia, golpeada por segunda vez por una desaparición, tomó distancia de su pasado militante así como de su acercamiento a los organismos de derechos humanos, pese a que López en su testimonio se asumió como un integrante de una unidad básica de Montoneros.

Según detalla Calveiro, tanto la idea de la víctima inocente y apolítica como la lógica del héroe y el traidor son mecanismos para distanciar al cuerpo social del terrorismo de Estado: «Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores permite separarlo de lo social, escindirlo de allí y hacer del campo una realidad otra a la que no se pertenece, en la que se debaten dos demonios, militares y guerrilleros, ajenos a la sociedad y a su vida cotidiana». Es a partir de esta lógica binaria que se constituyeron las voces que tenían legitimidad social dentro de los organismos de derechos humanos. La antropóloga Ludmila da Silva Catela hizo un trabajo de campo en La Plata en los noventa y llegó a la conclusión de que «las víctimas que “tienen la palabra” y por ende la “legitimidad” para hablar y expresar lo que pasó no son los sobrevivientes de los campos de concentración sino los familiares de desaparecidos. Los sobrevivientes, en cambio, todavía son acusados socialmente. Son silenciados porque sólo ellos pueden contar la deshumani-zación de los centros clandestinos de detención. Todo pasa como si todavía nadie estuviera dispuesto a escucharlos», escribió Catela en No habrá flores en la tumba del pasado.

Ésta puede ser una de las razones por las que López no habló de su experiencia públicamente luego de su primera desaparición hasta que comenzaron los Juicios por la Verdad. Con la reapertura de las instancias judiciales, la situación cambió: el sobreviviente fue reconocido socialmente como testigo. López fue «uno de los centenares de testigos que, habiendo callado en los años ochenta, encontró un nuevo espacio para intentar contarnos aquello que había quedado traumáticamente anclado en la imposibilidad de escucha de la sociedad argentina», explica el sociólogo Daniel Feierstein. También contribuyó el hecho de que López proviniera de la clase trabajadora, el principal blanco del genocidio.

Este rol del sobreviviente como testigo se afianzó tras la anulación de las leyes de impunidad. Sin embargo —como analiza la investigadora Ana Longoni— la duda que se intentó instalar sobre López en el momento de su segunda desaparición marca «la persistencia del extendido, casi diría naturalizado, halo de sospecha sobre los sobrevivientes, por el cual un desaparecido que reaparece se transforma automáticamente en un traidor». Algunas de estas cuestiones quizás ayuden a explicar por qué la reacción social ante la desaparición de un sobreviviente de la dictadura no fue más intensa y por qué los medios masivos de comunicación prácticamente lo sacaron de su agenda al mes de ocurrido el secuestro.

Sin López no hay Nunca Más

Mientras se dedicaron al tema, los grandes columnistas de los diarios hegemónicos señalaron la gravedad del hecho. «La desaparición de López es mucho más que la frustración de Kirchner o de un gobierno. Es la de la democracia en su conjunto. Y por eso develar el caso es crucial. Para que no queden dudas de que el pasado no puede volver»,  escribió Ricardo Roa, editor general adjunto de Clarín. «El mensaje que conllevaría un eventual secuestro de López sería infinitamente más grave que cualquier otro hecho que haya sucedido durante los 22 años de democracia», consideró Joaquín Morales Solá, columnista de La Nación.

Pese a estas frases rimbombantes, ya en noviembre de 2006, Sandra Russo advertía en Página/12 que la desaparición de López estaba siendo minimizada por los medios y por la sociedad. «Esta desaparición rompió el Nunca Más, que era la única y verdadera promesa que como pueblo parecíamos habernos hecho», escribió. «El caso López no es solamente el que deriva del expediente judicial que investiga esa desaparición. El caso López será, dentro de un tiempo, el recuerdo de la primera desaparición de la democracia, y el ejemplo de cómo a veces una sociedad vuelve a negar, a no ver, a no saber».

Los medios masivos de comunicación jugaron un papel en la reacción social o la falta de ella, sin ser el único factor. Algunos periodistas actuaron casi como voceros de las fuerzas policiales sin cuestionar los datos que reproducían: repitieron la versión de que era un anciano que se había perdido y ese relato tranquilizador permeó en un sector social. Otros comunicadores intentaron sostener el tema aun cuando sus editores les decían «ya no es noticia». El periódico Barcelonase ocupó de mantener vigente el recuerdo desde la ironía.

En las calles, las organizaciones de derechos humanos y los partidos de izquierda reforzaron el reclamo por López con marchas, con actos, con movidas artísticas. El epicentro de esas actividades estuvo en La Plata, donde las calles y las paredes están tatuadas con el rostro del albañil desaparecido y con el reclamo de justicia y castigo a los culpables.

Buena parte del debate público, no obstante, apuntó al tema de la protección de los testigos. Si bien en 2003 la ley 25.764 creó un Programa Nacional de Protección a Testigos, fue recién después de la desaparición de López que se avanzó en la implementación de diversos programas a nivel nacional y provincial. En plena polémica, el columnista de Página/12 Mario Wainfeld advirtió que los medios hegemónicos «privilegian culpar al Gobierno por la desprotección del testigo más que adentrarse en el pequeño detalle de quiénes y por qué pudieron haber cometido un delito feroz». El problema es bien complejo: ponerle custodia a miles de testigos de delitos de lesa humanidad —que, por su experiencia con las fuerzas de seguridad, suelen rechazarla— es prácticamente imposible. Una vía mucho más efectiva es investigar, identificar y desbaratar a los grupos que atenten contra los juicios. Por eso también, es central esclarecer el caso López y encontrar a sus autores, que bien pueden estar libres. Es allí donde debe ponerse el eje.

A partir de la polarización política entre kirchnerismo y antikirchnerismo, no sólo el debate público sobre la protección de testigos se centró en el Gobierno, sino que los propios organismos de derechos humanos que reclamaban por López se dividieron entre quienes responsabilizaban principalmente al Ejecutivo por la falta de avances en la investigación y quienes consideraban que el secuestro de López fue un ataque también a la política de Kirchner de avanzar con los juicios por los crímenes de lesa humanidad. Nótese que las dos cosas no son contradictorias: los que desaparecieron a López intentaban entorpecer esta política, pero el Estado —con sus tres poderes, no sólo el Ejecutivo— es el responsable en última instancia de la protección de los ciudadanos y el que debe impulsar la investigación y encontrar a los culpables.

Esclarecer la desaparición de López no es sólo resolver un oscuro crimen policial ocurrido en septiembre de 2006 y darle la posibilidad a la familia de saber el destino de Tito.

Claro que es esto. Pero no es sólo esto. Se juega otra cosa, a nivel colectivo. La desaparición de un sobreviviente de la dictadura es un hecho inédito, que no puede quedar como un simple caso policial inconcluso. Como sociedad, necesitamos saber quiénes fueron los autores. Los días sin López se siguen sucediendo. Su desaparición no es algo que pasó: es algo que continúa. Es un delito que se sigue cometiendo. Con López se llevaron todas las cosas que nunca supimos de él: cómo vivió su infancia en General Villegas, qué sintió el día que vio a Perón y Evita en Bariloche, por qué se acercó a la unidad básica de Los Hornos, lo que le contaban sus vecinos sobre la represión en la dictadura, las caras que vio y las voces que escuchó en los campos de concentración en los que estuvo secuestrado. Algunas de estas cosas son recuperables en una investigación periodística; otras, no. Eso que se perdió es lo que marca su ausencia, que no tiene reparación posible por la escritura.

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