Desde esa noche trágica, cuando alguien lo sacó de Cromañón y lo salvó, Facundo Nívolo no puede salir de su casa sin una cámara en el bolso. Para él, la fotografía se convirtió en "un canal para realizar el mayor aprendizaje que esa noche me dejó. Y es que la vida es frágil y única. No hay dos. Y que cada momento cuenta", dice.
Facundo Nívolo se despertó en una cama de hospital y no sabía si festejar o llorar. Acababa de sobrevivir al incendio de República Cromañón. Apenas unas horas atrás habían muerto 194 personas.
Uno de ellos era Fernando. “Crecimos juntos. Éramos amigos desde cuarto grado”, dice hoy, diez años después de aquel día en el que despertó en el Hospital Penna sin tener la menor idea de cómo había llegado hasta allí. Se desmayó dentro del boliche y alguien que lo sacó, lo salvó.
Estuvo diez días internado. Lo que más quería era a caminar las calles del barrio, tomar el tren que lo llevara hasta Munro. “Ni bien volví a pisar esas veredas, fue como volver a estar vivo”, dice mientras repasa las ocho fotos que eligió para construir un ensayo que lo define a él pero también a muchos otros pibes que sobrevivieron a ese –define- “purgatorio”.
Antes de Cromañón, Facundo era el fotógrafo familiar. Tenía 18 años y la cámara había empezado a reemplazar lentamente los dibujos de historieta.
Pero después de Cromañón la cámara ocupó otro lugar: “Me hundí en la fotografía. La tomé como casi todo. Había dejado de salir de joda para juntar plata para poder revelar los rollos. Me gusta ese ritual”.
Un año después del incendio hizo la foto de las zapatillas colgadas de los cables. También la foto del charco que refleja la luz de dos tubos fluorescentes. Ese charco le resultó muy conocido. “Es igual a lo que expectorábamos. Era como un petróleo negro que tenía ese color. No tenía gusto a nada pero era sorprendente el color. Era un negro metálico. Era lo que teníamos adentro, era lo que casi nos mata”, dice.
“La fotografía se convirtió en un canal para decir, para expresar cosas para las cuales en aquel entonces no tenía las palabras precisas. Por un lado elegí mirar en el afuera mis sensaciones, el shock inicial, el horror, la indignación, la tristeza, la desidia, el materialismo extremo, la vida devaluada. Es decir, las cosas que yo entendía que eran la República de Cromañón. Por otro lado elegí mirar a mis adentros, sufrir la ausencia, la pérdida de mi mejor amigo, y la necesidad urgente de escaparme del mundo a un lugar seguro”, repasa. Ese lugar seguro –parte de la terapia post traumática- es una playa. Allí retorna cada tanto.
Explica: “En ella, uno recapitulaba las peores escenas del hecho a tratar, y con los ojos cerrados. Finalizando la sesión, había que crear y describir mentalmente un lugar ideal, un lugar donde estar a salvo, inclusive reencontrarme con mi amigo, y en el que ambos podamos descansar en paz. Naturalmente argentino y fiel a la historia, las lágrimas de mis caídos se van al Río de Plata, y del río al mar. Así que mi lugar seguro, es el río, es el mar”.
La fotografía lo ayudó a expresarse. A poder buscar en un auto tapado la imagen de un cadáver y, al mismo tiempo, la de un bien material. “Fue un canal para realizar el mayor aprendizaje que esa noche me dejó. Y es que la vida es frágil y única. No hay dos. Y que cada momento cuenta. No solo las cosas supuestamente grandilocuentes, sino también las simples y cotidianas. Con las fotos uno pone en valor, ‘enmarca’, decide que merece ser fotografiable y que no. Retratar personas, y momentos, es una forma de dar valor. Y yo desde hace diez años que no puedo salir de mi casa sin tener la cámara en el bolso”, dice.
“Las heridas que me y nos dejó Cromañón están en todas partes. Y la ausencia no se puede reemplazar con nada. Pero eso también es parte de la vida. Las cicatrices y las huellas que nos tenemos son el recuerdo de aquellas personas que son irremplazables, no por sus muertes, sino por sus vidas. A fin de cuenta, supongo que eso es lo que importa, honrar sus vidas, y vivir la nuestra, hasta el último día”, firma en cada una de sus fotos.