Metódico, meticuloso y hasta cabulero, lleva consigo un anotador negro para ir a las audiencias. En la era de los smartphones, él hace un listado a mano las audiencias en las que participa y escribe comentarios. Quinientos cuarenta y seis es el número de audiencias que puede leerse en el anotador, el cuarto que usa desde su llegada a la Cámara de Casación. Lo mismo hacía cuando era fiscal.
Mariano Borinsky, de 40 años, llegó a la Cámara en septiembre del 2011. Su nombre era conocido por ser el fiscal de la causa por contrabando de armas recientemente vuelta al tapete tras la decisión de la propia Cámara de Casación de devolver la causa al Tribunal para que aplique penas. Como cualquier nueva incorporación, al ser designado camarista todos preguntaban de donde venía, quién era.
Tras terminar el secundario y recibirse como perito mercantil en el Carlos Pellegrini no sabía qué estudiar: el 98% de los egresados del Pellegrini, según se dice, eligen una carrera económica. Él no estaba seguro. La duda lo llevó a su padre, Carlos, abogado y pianista aficionado, que lo instó a comenzar dos carreras a la vez, y así descubrir si prefería ser contador o abogado. El “Fino” -un apodo con el que lo conocen sus amigos de la primaria por ser “finolini” y prolijo- eligió la abogacía, “un servicio muy noble”, dice hoy.
La escuela primaria lo educo, la secundaria le dio los números y el análisis, y se hizo grande de golpe a los 19 años, cuando su padre murió. Borinsky hijo empezó a trabajar como meritorio en el Juzgado Federal en lo Contencioso Administrativo Nº 10. Para hacer unos pesos extras daba clases de tenis los fines de semana.
En los tribunales pasó por juzgados, fiscalías y defensorías. “La mejor forma de aprender es cumplir el papel de los actores del proceso”, dice.
En su despacho del primer piso de Comodoro Py atesora fotos de su época adolescente. Abrazado con amigos en el boliche “Open Plaza”, posando con Guillermo Vilas y Beatriz Salomón. En ese entonces tenía más pelo. Entre libros y dibujos, se destaca una caja fuerte de juguete “made in china”. Una especie de satirización a los magistrados que en sus despachos poseen grandes cajas fuertes empotradas en las que no se sabe qué guardan: la expresión de una justicia jerárquica que el magistrado intenta combatir.
A su mujer la conoció en un viaje al Caribe. A los tres días de conocerla se puso de novio. A los dos años, con 25, se casó. Tienen tres hijos.
“Es una persona pulpo”, dicen sus empleados. Está en todos lados. Es meticuloso y perseverante. Arma protocolos e instrucciones para todos los procesos propios de la Justicia: la “mesa de entradas es la cara del tribunal” es el título de uno de ellos. Hasta elaboró una especie de scoring (puntaje), escrito a mano con todos los nombres de pila de los empleados, donde se los califica a partir de sus actividades. Tras analizar variables cuantitativas y cualitativas del trabajo, Borinsky, les hace una devolución, personal y mensual, a cada uno de ellos. “Que me discutan: más ojos ven más”, dice sin apuro sobre el trabajo con los empleados.
En 2006, Néstor Kirchner designó a Borinsky como fiscal. Cinco años después, el decreto que lo nombró juez tiene la rúbrica de Cristina Fernández de Kirchner. Ambos decretos están enmarcados a un costado de la biblioteca de su despacho al lado de una bandera argentina.
Es judío y aunque no se considera religioso, va al templo. Desde hace más de un año que prepara el Bar Mitzvah de su hija mayor. En 20 años de la historia de la Cámara de Casación es el primer juez proveniente de la colectividad. Siente que para su llegada al máximo tribunal penal contribuyó el temperamento de la presidenta para que se abriera la posibilidad de que él forme parte de la Cámara. Sus pares hasta lo duplican en edad, pero Borinsky considera que la docencia es un instrumento fundamental para actualizarse. “No hay que saber nada de memoria, hay que tenerlo”, dice mientras sostiene un libro del Código Penal.
En los almuerzos esporádicos que comparte con sus empleados corren las anécdotas de sus enojos y cambio de color cuando la fotocopiadora se traba imprimiendo las casi 800 hojas de una sentencia. “No le gusta perder a nada”, dicen.
Lo que también queda es una frase que, según se dice, le dijo a todos durante uno de los almuerzos: lo importante es el camino.