Carmela D. y Bizozo C. fueron sobreseídos en la causa por el asesinato de Juan P., el esposo de la mujer, asesinado en 1912. El tratamiento mediático del caso fue polémico. El defensor preguntó: "¿Con qué derechos se exhibe la vida privada de una esposa?". El fiscal aseguró que los investigadores estuvieron más “preocupados” en “anoticiar a los diarios, violando el secreto de sumario” que en “practicar pesquisas de verdad”.
Después de siete meses de instrucción, Carmela D. y Bizozo C. fueron sobreseídos en la causa en la que se investigaba el asesinato de Juan P., el esposo de la mujer, asesinado la noche del 23 de julio de 1912 en la ciudad de Buenos Aires. El cruce entre morbo, medios e instrucción judicial selló el destino de la causa. Cuando tuvo que acusar, el fiscal de juicio aseguró que los investigadores estuvieron más “preocupados” en “anoticiar a los diarios, violando el secreto de sumario” que en “practicar pesquisas de verdad” y pidió el sobreseimiento. El defensor se había expresado en igual sentido, y el juez Juan Serú les dio la razón.
A Juan P. lo mataron en el almacén de su propiedad, en las afueras de la ciudad. En la autopsia, los médicos forenses contaron seis heridas de arma blanca del lado izquierdo del tórax, tres en la región inferior, otra en el vientre y una de “bordes muy abiertos” próxima al pulmón. En los primeros análisis especularon con la posibilidad de que se hubieran usado dos cuchillos: uno de hoja ancha, y otro más puntiagudo. Finalmente, se descartó esta hipótesis. En el cinto del pantalón, el cadáver tenía atravesado un cuchillo de 30 centímetros, que tenía la hoja angosta, y punta aguda. El cabo era de madera, y estaba cubierto de sangre. Y fue incorporado como prueba porque habría sido el mismo que usaron para matarlo.
Sobre los autores del crimen las pistas fueron contradictorias y confusas. El 24 de julio, un día después de los hechos, el titular de la comisaría 36 envió un telegrama a tribunales. Y recién casi 48 horas después, el secretario del tribunal llegó al almacén. Desde la comisaría recorrió más de una legua, y llegó a un sitio que describió como “aislado, en calles sin pavimento y de tránsito casi imposible por las últimas lluvias”, al que solo pudo llegar a caballo.
Entró y de la mano del relato de Carmela D. recorrió la casa de la víctima. El almacén ocupaba el frente de la casa, y tras el mostrador un marco, sin puerta, comunicaba con el comedor desde el que se accedía a la pequeña cocina. En el fondo estaba el dormitorio.
Cuando declaró por primera vez, Carmela D. contó que la tarde del asesinato de su esposo dos hombres estuvieron con él en el almacén. Dijo que les alcanzó algo para tomar, pero no los vio. Y que después se encerró en la cocina, donde estaba calentando leche. Después agregó que en un momento –sin escuchar gritos “ni refriega alguna”- Juan P. se acercó hasta la puerta de la cocina, pero no le habló. Y que entonces ella lo siguió y cuando lo alcanzó, estaba desplomado en la puerta que unía el comedor con el almacén.
Cuando volvió a declarar en calidad de indagada, el relato resultó menos preciso. Los investigadores insistieron en preguntarle por la identidad de los sujetos que supuestamente atacaron a su marido. La mujer dijo que cerca de las 18 dos individuos que “se expresaban en español pero con acento italiano” llegaron al negocio, que ella no los vio pero los escuchó hablar. Después volvió a describir el supuesto recorrido de su marido herido, tumbado en la puerta del comedor que conducía al patio.
Cuando finalizó, los investigadores le informaron que estaba siendo indagada como sospechosa. Esto impidió que el fiscal pudiera tomar por válido el testimonio, y así lo hizo saber en su alegato. Cuando quedó detenida, señaló a un tal “Arcadio Y.”, un vendedor de jabón al que supuestamente su marido le debía y que habría amenazado “cobrarle con sangre”. El vendedor dijo que en realidad la que le debía dinero era Carmela D.
Las detenciones
Cuando le tocó el turno de declarar, a José M., el peón que acompañaba a Juan P. en el almacén quedó detenido. Él fue el primero en ver a la mujer, gritando, pidiendo ayudo al lado del cadáver. Esa tarde, mientras los dos hombres tomaban algo en el almacén junto a Juan P., Carmela D. le pidió que fuera hasta la carbonería. Cuando salió los vio, de espaldas: dijo que uno era alto, delgado, de bigote negro, y llevaba ropa de trabajo. El otro era más bajo, trigueño y estaba en mangas de camisa, y con un poncho sobre los hombros. El peón pasó 12 días en la cárcel por esta causa.
A los investigadores, José M. les dijo que cuando asistió a la mujer, como no había luz, encendió un fósforo. Y cuando la llama lo estaba consumiendo lo tiró al piso; y provocó un incendio porque cuando se desmoronó Juan P. había volcado una botella de kerosene. El incendio alertó a los vecinos, antes que los gritos de Carmela porque, según declararon, las discusiones entre los esposos eran frecuentes.
Cuando quedó detenido, José decidió contar que Carmela D. habría tenido una relación con Bizozo, mientras estuvo como inquilino en la casa del comerciante asesinado. Ante el secretario del juzgado, afirmó que “sorprendió” a Carmela sentada en la cama de inquilino. Bizozo era uruguayo, hornero, y el 2 de agosto de 1912 fue detenido por el crimen de Juan P., a Carmela la aprendieron dos días antes. Ambos negaron la relación, durante todo el expediente.
En el expediente, Bizozo, demostró a través de testimonios de sus compañeros de labor que, entre las 5.30 y las 7 de la tarde del día de los hechos, estuvo trabajando en los hornos de ladrillos “Los 30 socios”, a dos leguas (es decir: a 80 cuadras) de la casa de Carmela y Juan. Estaba descargando pasto para los hornos. Para el fiscal, este dato es determinante: los tiempos no daban para que, antes que cayera el sol, Bizozo estuviera en el almacén donde mataron a Juan P.
En las 500 fojas que acumuló el expediente surgió un supuesto móvil: Bizozo y Carmela habrían sido amantes y pretendían apropiarse del almacén, donde el italiano vendía bebidas y alimentos. Pero la pista judicial fue más allá: ante el juez de instrucción desfilaron vecinas y vecinos del matrimonio, conocidos y la esposa del propio Bizozo. También un hombre que estuvo en pareja con Carmela, antes que se casara con el almacenero asesinado. Sobre los hechos poco dicen, ninguno de ellos presenció el crimen. Sobre la vida privada de Carmela, los relatos vuelven una y otra vez.
En su alegato, el defensor destrozó el expediente porque destilaba morbo sobre la vida privada de los involucrados. “¿Con qué privilegio, con qué derechos se exhibe la vida privada de una esposa sin respetar las relaciones de familia e hiriendo a las hijas en la calumnia de esa madre por ser de humilde condición social si en los Tribunales Civiles se prohíbe la publicidad de nombres en los juicios de divorcio?”, se preguntó.
El fiscal avaló sus dichos, y dijo que no contaba con elementos para la acusación e informo que por esas fallidas pesquisas los funcionarios judiciales que intervinieron estaban siendo investigados: más precisamente por violar el secreto de sumario y entregar a la prensa para publicar los retratos de los involucrados, aún “contra la voluntad de las personas”. El juez Serú en la sentencia que dictó el 27 de febrero de 1913 lo confirmó: dijo que no tenía pruebas ciertas para condenarlos. Un día después, Bizozo abandonó su estancia en la Prisión Nacional, y para Carmela D. se abrieron las puertas del correccional de mujeres.
Fuente: Archivo General de la Nación, Tribunales Criminales, Caja D-103 B (1912-1913).