Gonzalo trabajaba como soldador en una fábrica y fue asesinado con cinco balazos hace una semana. Por su muerte está detenido el cabo Javier Almirón. “Mi lucha es para que esto no siga pasando”, dijo su mujer frente una pared, próxima a convertirse en mural.
Es mediodía en el barrio Mitre, en Saavedra, y el sol pica. La mujer y amigos de Gonzalo Crespo, el joven de 24 años asesinado el viernes pasado a manos de un policía discuten en qué pared pintar un mural para recordarlo. La zona elegida es a metros de donde lo mataron, una placita con mesas de cemento donde Gonzalo siempre paraba con sus amigos. El del kiosco de enfrente quiere tenerlo en la pared de su negocio. Los chicos prefieren otra pared que es más grande, pero hay que pedirle permiso al dueño. Fiama, la mujer de Gonzalo, no se decide. Pero es lo único en lo que ella, veintidós años y un hijo de seis meses en brazos, duda. “Yo lo que más quiero es que limpien el nombre de mi marido”, se queja, enojada por la versión policial según la cual a Gonzalo lo perseguían porque estaba robando.
-¡Decime qué robo, a quién!-dice que gritó apenas vio al comisario de la 49, seccional a la que pertenecía el cabo Almirón.
Ayer por la tarde, el juez de instrucción Diego Slupski tomó declaración indagatoria al cabo Javier Almirón, acusado de haberle disparado cinco veces a Gonzalo. El policía continúa detenido. La fiscal Cristina Caamaño y la abogada de la familia Crespo, María del Carmen Verdú, esperan recibir la indagatoria en los próximos días.
“¿Por qué ensuciarnos de esa manera? ¿Porque nos mudamos a este barrio?”, preguntó Fiama mientras los amigos de su compañero se decidían por la pared grande. Hacía algunos días nada más que se habían mudado al barrio. Desde que están juntos vivían con la madre de Gonzalo, pero con mucho esfuerzo lograron construirse su casa encima de la de la familia de Fiama. Gonzalo, que trabajaba como soldador en una fábrica, estaba terminando con su papá la baranda de la escalera que lleva a su casa. “Mi lucha es para que esto no siga pasando”, dijo con firmeza Fiama.
Más allá, en una de las mesitas en la que tantas veces se juntó Gonzalo con sus amigos, su familia acompaña el homenaje. Beatriz, la madre de Gonzalo, está devastada. “Solamente una madre que pierde a su hijo sabe lo que es”, repite. Insiste en que no puede hablar. De su cartera saca una biblia. La abre y señala un párrafo subrayado con una lapicera naranja. “No tengo palabras, por eso las busqué acá. El que va a hacer justicia es Dios”. Frente a ellos, un grafiti parece darle la razón. “Cuando un pibe se va, los ángeles lloran”, dice en rojo.
Uno de los que levanta una brocha es Daniel, amigo de Gonzalo desde que eran chicos. Es la primera vez en su vida que se pone a pintar un mural. Lo hace por ese chico que conocía del parque Saavedra, que se volvía loco por su hijo, que siempre lo escuchaba. Daniel no puede dejar de pensar en que cuando llegó y vio el cuerpo de Gonzalo, él estaba con su hijo de siete años que le preguntaba cómo estaba, porque sabía que el que estaba ahí tirado, con el cuerpo destruido por cinco balazos, era su amigo.
Gonzalo y Fiama querían casarse hace tiempo, pero no tenían plata. Aún así, Gonzalo insistía una y otra vez:
-¿Ma, vamos a pedir el turno?
Parada, Fiama mira la pared donde van a empezar a dibujar el rostro de su compañero. Ya está toda blanca. Tiene que elegir una frase para poner allí pero todavía no se le ocurre nada. No está preocupada, sabe que cuando vea la cara de Gonzalo ahí, le va a salir.