Algunos especialistas en derecho penal, como el autor de esta columna, advierten sobre el “punitivismo feminista”. ¿Todos los conflictos que involucren cuestiones de género deben terminar en juicio y condena? ¿Hay un relajamiento de los estándares probatorios en los juicios por violencia de género?
La lucha (en el más extendido sentido de la palabra) de las mujeres por el reconocimiento de sus derechos y por lograr un espacio de realización social y personal forma parte de una de las gestas más trascendentes del género humano, no exenta de víctimas y mártires, que aún se desarrolla en nuestros días.
Para dar cuenta de la afirmación precedente no es necesario remontarnos tan lejos: en nuestro país, hasta ayer nomás (1947), las mujeres no podían votar y hasta 1995 el Código Penal (artículo 118) sancionaba con pena de un mes a un año de prisión a la mujer que cometiese adulterio, sin que existiese un correlato para el varón que realizase idéntica acción. Sin olvidar que fue necesario sancionar una ley de cupo (ley 24.012) para que las mujeres (que representan más de la mitad de la población) tuviesen, al menos, un tercio de la representación legislativa.
Las resistencias de una sociedad culturalmente forjada en el machismo, que tradicionalmente colocó a la mujer en el rol de la buena madre de familia y el ama de casa siempre dispuesta a atender los requerimientos y necesidades del varón proveedor, es un estereotipo vigente (sobre todo en ciertos sectores geográficos y culturales de la Argentina) que debe ser desterrado, si es que de verdad deseamos consolidar una sociedad democrática e igualitaria.
Por estas razones, y por muchas razones más, es que celebramos que las mujeres hayan conseguido hacerse notar y escuchar su voz, lograr algunos (no todos) tratamientos particularizados para sus problemáticas y ser reconocidas en cierto pie de igualdad con los hombres. Como también celebramos la sanción de la mayoría de la legislación que tiende a equiparar los desequilibrios y, particularmente, la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, comúnmente conocida como Convención de Belém Do Pará (en reconocimiento al lugar de su celebración).
Sin embargo, apreciamos con preocupación alguna tendencia, más acentuada en ciertos sectores del feminismo, que asignan propiedades benéficas al poder punitivo para responder a todos los conflictos que las involucran (violencia de género y violencia doméstica), exhibiendo una fe en el derecho penal digna de mejores causas que, por cierto, carece de todo tipo de respaldo empírico (la existencia de un derecho penal bueno).
La tendencia punitivista del feminismo que nos preocupa presenta dos vertientes:
• La interpretación que hace decir a los tratados de derechos humanos (en especial a la Convención de Belém do Pará) que todos los conflictos que involucren cuestiones de género deben ser enjuiciados y, eventualmente, sancionados, sin admitir la posibilidad de soluciones alternativas.
• El relajamiento de los estándares probatorios en los juicios que involucran cuestiones de género, admitiendo condenas con menores recaudos que los que normalmente se exigen (habitualmente, la sola denuncia de la víctima y el dictamen de un perito que afirma que no fabula, sumado al contexto en que suelen ocurrir este tipo de hechos, que justificaría menores exigencias probatorias).
Una corriente crítica (y minoritaria, por cierto) a la que me enorgullezco pertenecer, viene advirtiendo que el camino escogido (la potenciación del punitivismo para responder a un problema social, por cierto que grave en buena parte de los casos), difícilmente pueda arrojar frutos satisfactorios.
La pretensión de someter a juicio a la totalidad de los conflictos que involucren cuestiones de género supone un panpenalismo difícil de sostener en los hechos, ya que los sistemas judiciales no se encuentran en condiciones de procesar semejante volumen de conflictos, muchos de los cuales no revisten la entidad necesaria para activar la pesada maquinaria burocrática. Y no solo que el sistema judicial no está en condiciones de absorber esa carga de trabajo, sino que ni siquiera es aconsejable que lo haga, ya que en el mundo de los derechos humanos existe la generalizada coincidencia de que el derecho penal debe ser la última herramienta a la que se debe apelar para responder a las conflictos, cuando se hayan agotado las vías alternativas.
Ambas circunstancias (la necesidad de racionalizar el funcionamiento del Poder Judicial y la inconveniencia de acudir al derecho penal para atender todos los conflictos) son las que últimamente han promovido el desarrollo, de modo vigoroso, de mecanismos de resolución alternativa de conflictos (principio de oportunidad, suspensión del proceso penal a prueba, mediación, conciliación, etcétera) como fórmula de civilización del derecho penal, en la búsqueda de resultados más fructíferos y edificantes para las partes involucradas.
Desde esta perspectiva, negar a priori la posibilidad de explorar soluciones integrales (abordaje terapéutico, asistencia social, reparación, ayuda especializada) a algunos conflictos de género (por lo menos, los de menor gravedad) no parece ser un mecanismo que contribuya a la búsqueda de soluciones reales y duraderas.
En idéntico sentido, la habilitación de poder punitivo (sentencias condenatorias que, en este tipo de casos, suelen suponer largas estadías en los establecimientos carcelarios) con escasos márgenes de seguridad jurídica (disminución de las exigencias probatorias normales) entraña enormes riesgos para el Estado de Derecho. En primer lugar, la posibilidad de condenar a individuos inocentes, y luego, la posibilidad que esta tendencia se extienda a otro tipo de conflictos similares (los que involucren a personas menores de edad, a ancianos, a discapacitados, etcétera). Tendencia (la de las escasas exigencias probatorias) que difícilmente habrá de verificarse en los casos de violencia institucional (tortura, vejaciones, gatillo fácil), donde los tribunales suelen exigir poco menos que certificaciones notariales de la existencia de los hechos para condenar a los responsables.
Insistimos, somos conscientes que hay conflictos de género que hoy por hoy difícilmente admitan otra respuesta que el derecho penal (los delitos contra la vida de las mujeres, los más graves contra la integridad sexual). Pero, por debajo, existen innumerables supuestos tipificados por la ley que, probablemente, encontrarían mejor respuesta por fuera de las penas corporales o el desconocimiento de las garantías individuales.
Las causas justas (la causa del feminismo lo es) no convierten en decente lo que por naturaleza carece de esos atributos. El poder punitivo es violencia y lo que las mujeres y la sociedad necesitamos es pacificación.