Aunque la jueza celebre como una victoria la ausencia de muertos en el desalojo de las 500 familias del Barrio Papa Francisco de Lugano, sacar a alguien del lugar físico donde arraiga su vida diaria es un mecanismo intrínsecamente violento que, como está a la vista, se despliega ante la inexistencia de otras soluciones o respuestas.
Un mito vigente, muy en boga, sugiere que poner el derecho penal al servicio de la resolución de conflictos sociales es algo loable y constructivo. La cruda realidad, sin embargo, lo desnuda como un peligro. El día del desalojo de las 500 familias que estaban afincadas en el Barrio Papa Francisco, el fiscal Carlos Rolero ordenó la detención de algunas personas que se resistían a irse. A uno de ellos le negó su pronta liberación con un argumento burocrático siniestro: el hombre no había fijado domicilio. El hombre, casi da vergüenza aclararlo, estaba allí porque no tiene domicilio, no tiene vivienda, no tiene nada y reclama una solución a su problema habitacional.
La medida del fiscal revelaba, en el mejor de los casos, la falta de comprensión cabal sobre la complejidad del problema con que se enfrentaba, anche un prejuicio clasista. Aun así, en el escenario que se vivía y con los antecedentes salvajes de la Policía Metropolitana (desde los asesinatos en el Indoamericano y a los heridos del Borda y la Sala Alberdi), era casi un mal menor. Pero ese peligro latente, que subyace al echar a patadas con el peso de la ley penal a quienes reclaman un derecho básico insatisfecho, lo reconoció la propia jueza que ordenó el operativo, Gabriela López Iñíguez, en un comunicado de prensa que reivindicó como si fuera un logro el hecho de no haber tenido que lamentar ninguna muerte.
El terreno ocupado desde febrero era un viejo cementerio de autos de la Policía Federal y está afectado a un plan de urbanización de la Villa 20 fijado por la ley 1770 en el año 2005 que nunca se cumplió, para el que ni siquiera jamás el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires pidió destinar presupuesto, ni lo proyectó la Legislatura Porteña salvo en iniciativas que quedaron aisladas. La toma de tierras en la zona Sur es de larga data y responde a un problema habitacional histórico que nunca tuvo respuesta estatal definitiva y efectiva. En la zona de Lugano –igual que en otros barrios—numerosas familias viven hacinadas en habitaciones, sometidas al pago de alquileres imposibles de sostener. Eso explica, en parte, que muchas de las que formaron el Barrio Papa Francisco, provinieran de la Villa 20. Donde encontraron tierra comenzaron a construirse casitas, muchos de ellos expectantes de la prometida urbanización.
Aunque la jueza celebre como una victoria la ausencia de muertos, ningún desalojo es “no violento”. Sacar a alguien del lugar físico donde arraiga su vida diaria es un mecanismo intrínsecamente violento que, como está a la vista, se despliega ante la inexistencia de otras soluciones o respuestas. Este desalojo en particular estaba ordenado desde hacía cerca de seis meses, pero López Iñíguez esperó lo que consideró el mejor momento para mandar la policía porteña, la gendarmería y las topadoras. Ese momento “justo”, coincidió temporalmente con los coletazos del asesinato, cuatro días antes, de Melina López, una chica de 18 años, a metros de precario barrio Papa Francisco. Ese homicidio no tenía relación con el desalojo, pero sirvió para que ciertos medios lo justificaran: “desalojan el predio tomado de Lugano tras el asesinato de Melina López” (Clarín) o “Seis detenidos en Villa Lugano tras el asesinato de Melina” (La Nación). El operativo tuvo también como antesala los pedidos públicos del secretario de Seguridad, Sergio Berni, de expulsar a los extranjeros que, a su entender, vienen a la Argentina “sólo para delinquir”. Es conocido que allí en Lugano viven varias comunidades de inmigrantes.
“Soy albañil, no terminé la escuela, no me alcanza lo que puedo cobrar para pagar 2500 pesos de alquiler en la Villa 20, donde vivía en un piecita con mi esposa y mis dos hijos. Por eso me empecé a hacer una casilla de madera en el predio, mientras esperábamos al urbanización”, dice Cristian Ibarra, de 31 años, uno de los detenidos del sábado último. Su historia es la de cientos de los que estaban ahí. Esta semana tenía una entrevista laboral, pero su documento de identidad quedó en el lugar de la toma, con sus pocos muebles y pertenencias. Quien sabe lo arruinó la lluvia del domingo. Su esposa y sus hijos pululan estos días por casas de conocidos, duermen donde pueden. Él duerme en la calle, donde puede.
Hasta ahí, entonces, ya había dos supuestas razones de peso para echar a los pobladores, de los que sólo cabía pensar que eran asesinos o ladrones en potencia. La vicejefa de gobierno porteño María Eugenia Vidal aprovechó la ocasión para insinuar que también eran todos narcotraficantes presuntos y celebró el desalojo: “ni las mafias ni los narcotraficantes se van a apropiar de un espacio público, de un espacio que es de todos”, dijo. Lo paradójico es que luego la jueza –a quienes varios actores del conflicto respetan y atribuye buenas intenciones-- emitió un comunicado en el que denunciaba que, a pesar de sus indicaciones, la Metropolitana no despejó un pequeño predio contiguo que es el que identificó como aquel donde están asentados “los focos delincuenciales” ligados a “la tenencia ilegal de armas y al comercio de drogas”. López Iñíguez denunció a la fuerza, cuestionó a la fiscalía y pidió una investigación al respecto.
A los gritos y a las patadas
El defensor general adjunto de la Ciudad de Buenos Aires Luis Duacastella denunció tras la expulsión del predio, que a pesar de que la propia jueza con aval de la Cámara había puesto condiciones en que debía ejecutarse, no todas se cumplieron. Una de ella decía que había que leerle a la gente los términos del desalojo, hacerlo en forma pacífica y dialogada, ofrecerles un destino cierto y garantizar resguardo para sus pertenencias.
Todo fue a los gritos con un megáfono y pateando las casillas de los que no se querían ir. Duacastella dice que si, como se informó, el operativo empezó a las 7 de la mañana y terminó a las 8.45 es materialmente imposible que se hayan cumplido todos los requisitos establecidos para garantizar los estándares de respeto a los derechos humanos. De todas las familias, alrededor de 100 están en paradores del gobierno porteño, una suerte de galpones para pasar la noche que genera desmembramientos al separar mujeres y varones. Las 400 restantes están de prestado en la casa de amigos o familiares, o en la calle, o pagando algún alquiler abusivo. No había salida habitacional, por transitoria que fuera, prevista para ellos. Hasta ayer, los desalojados peleaban el aumento de un subsidio establecido para estos casos fijado en 1.800 pesos por familia, con los valores del año pasado.
Desde el inicio de la toma, López Iñíguez intentó por momentos mostrar una mirada amplia y contemplativa. El sistema penal es, per se, rígido. Lo que ve y ataca es la “usurpación”, que señala el gobierno porteño sobre su predio. Su objetivo es vaciar el lugar de “elementos” ajenos. Para que quede claro, el fiscal esta misma semana pidió elevar a juicio oral a un grupo de personas de la toma que fueron imputadas por él en febrero. La introdujo, ya hace algunos meses, una perspectiva más para explicar su rumbo y señaló un problema vital: el terreno del barrio Papa Francisco está contaminado, está lleno de plomo, porque durante años estuvo colmado por chatarra de autos.
Saneamiento y viviendas: sin sentencia que cumplir
La cuestión del saneamiento de ese lugar está a cargo de otro juzgado, del fuero contencioso administrativo, que conduce la jueza Helena Liberatori. Ese mismo expediente es el que debe garantizar la urbanización eternamente incumplida. La causa se abrió en 2006 por una denuncia del asesor tutelar Gustavo Moreno, que advirtió sobre las enfermedades que causaban las sustancias emanadas de las baterías de los autos en los niños. El primer juez del expediente fue Andrés Gallardo, quien llegó a dictar una medida cautelar para remover los 7000 autos que había allí arrumado, para que el Gobierno de la Ciudad saneara el predio. Primero hubo una pelea entre el gobierno nacional y el porteño por quién debía remover los autos. Al final se hizo cargo Nación. La limpieza demoró más de tres años. Hasta un misil encontraron allí. Para el saneamiento Gallardo ordenó embargar 15 millones de las arcas porteñas. Liberatori asumió la causa en 2011. El estudio de impacto ambiental, que corrobora una contaminación ostensible, terminó el año pasado. La jueza diseñó un programa para implementar la ley de urbanización, y el Gobierno de la Ciudad le entregó un plan para hacer 3500 viviendas, para los que no existe partida presupuestaria prevista.
El dinero embargado no se usó, la limpieza nunca empezó. Un rasgo de los tribunales contenciosos de la ciudad es que siguen la línea de la Corte Suprema de gestionar conflictos sociales y abordar –como en este caso—problemas ambientales y de salubridad. Pero la gestión macrista no tiene plazos establecidos. Nadie se los fijó. No hay sentencia que le exija cumplir con el saneamiento y la construcción. Había una audiencia pública prevista para septiembre, propiciada por el juzgado contencioso, para que participaran los vecinos con propuestas para las viviendas, pero fue prorrogada. A los expulsados les ofrecen subsidios por diez meses, un plazo en el que es difícil imaginar grandes avances.
“La medida judicial no puede ser más gravosa que lo que pretende evitar. En esta caso, impacta en la situación habitacional de 500 familias que se quedan sin nada”, dice Lourdes Bascary, coordinadora del área de Derechos Económicos, Sociales y Culturales del Centro de Estudios Legales y Sociales. A su entender, “estos conflictos no deberían judicializarse, sino recibir respuesta estatal”. “Uno hasta puede pensar que un alto protagonismo judicial, le permite al Ejecutivo desentederse, y el problema de fondo no lo aborda nadie”, añade Bascary.
Así, la justicia penal actúa para dejar el conflicto en suspenso, o incluso ahogarlo, con medidas capaces de convertirse en boomerang que empeorar el panorama. El fuero contencioso no termina de cumplir un papel de garante y reparador, o lo hace a largo plazo, todavía sin resultados. En los planes del gobierno porteño no se vislumbra más que un discurso que criminaliza a los desalojados sin techo y que subestima el problema de la falta de vivienda que una ley de hace casi diez años lo obliga a subsanar.