El basquetbolista marplatense, Ricardo Juanicotena, recordado por haber llorado con jugo de cebolla mientras era juzgado por el asesinato de su esposa Silvia Liliana Facchini, murió el sábado pasado, de un ataque al corazón mientras disputaba un partido de la liga de veteranos.
Silvia Liliana Facchini quedó tendida en el piso del comedor de su casa. Boca arriba con los brazos abiertos, parecía la imagen de un Cristo femenino. Estaba en ropa interior y ya no respiraba. En su cabeza se veían las huellas del disparo que le causó la muerte.
El lunes 12 de octubre de 1992, Mar del Plata amaneció soleada. Era feriado. El último día de un fin de semana largo que la familia Juanicotena disfrutaba a pleno. El domingo habían ido a pescar y ese día el plan era el mismo. Saldrían los cuatro a pasar el día a la laguna de Mar Chiquita. Por eso en el comedor del departamento del segundo piso de Brown 4856 estaba todo listo para salir.
Juanicatena fue el primero en levantarse. Preparó el desayuno para todos, lo sirvió y salió a buscar el auto. Cuando volvió, su esposa aún no estaba lista. Le pidió celeridad. Mientras la mujer terminaba de prepararse en el baño, Juanicotena agarró el revólver Taurus calibre 38 que guardaba arriba del modular del comedor. Según dijo, lo había comprado un par de meses antes para “seguridad de su familia”. Por ese motivo, también, lo sumó al equipo de camping. Sentado en la cocina, jugaba con el arma, como si fuera un cowboy. Lo empuñaba en su mano derecha y con el índice presionaba apenas la cola del disparador y su pulgar sostenía el martillo.
En ese momento, Silvia salió del baño y fue hacia la cocina. Pasó por al lado de su marido y lo vio haciendo malabares con el arma. Pero no le llamó la atención. Juanicotena volvió a pedirle que se apurara. Entonces Silvia le contestó con una ironía:
– ¿Dónde está el tigre, que no lo pude encontrar anoche? ¿Dónde está ese toro semental? ¿Dónde está el verdadero hombre?
La broma irritó a Juanicotena. Silvia se le sentó a upa y siguió con la cargada. Él se la sacó de encima, volvió a pedirle celeridad y le propuso volver más temprano para poder estar juntos.
Ya eran cerca de las 10 de la mañana. Silvia caminó hacia la habitación para cambiarse. Pero no alcanzó a llegar. Apenas giró, su marido se levantó, la apuntó le dijo: “Apurate o te quemo”. Juanicotena apretó el gatillo.
El tiro le dio en la cabeza. La mujer cayó malherida. Juanicotena dejó el revólver sobre la mesa y llevó a sus hijos, de 5 y 9 años, a la casa de un vecino. Solo, junto al cadáver de su esposa empezó a pensar una coartada.
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El teléfono de la casa de Hércules Facchini sonó poco después de las diez de la mañana. La voz de Juanicotena le decía que algo malo le había pasado a su hija. Casi le ordenó que fuera rápido. Facchini le pidió a su hijo que lo acompañara. Recorrieron las casi treinta cuadras lo separaban de la casa de su hija lo más rápido que pudo. En la puerta del edificio de Brown al 4800 ya había un patrullero. Los dos hombres quisieron entrar, pero la policía los detuvo. Se identificaron. Ahí pudieron pasar. Silvia aún estaba tirada en el piso. No había sangre por ningún lado. El cuerpo semidesnudo estaba tapado por una sábana.
–¡Mirá lo que nos hizo! —dijo Juanicotena a su cuñado apenas lo vio entrar. Hércules Facchini hijo no dudó. Agarró la caña de pescar que estaba en el piso y la destrozó contra la mesa. Después se abalanzó sobre el revólver. Pero un policía impidió que llegara a tomarlo. Fuera de sí, miró a Juanicotena y gritó:
–¡Vos la mataste hijo de puta!
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La teoría del suicidio fue una de los primeros intentos de Juanicotena para desviar la investigación. Una vez desmantelada por las pericias balísticas y la autopsia que afirmaban que el disparo se produjo como mínimo a 20 centímetros de distancia, Juanicotena se convirtió en el principal sospechoso del asesinato. La tarde del miércoles 14 de octubre de 1992, fue detenido en la casa de sus suegros, en Tierra del Fuego al 800. Con la cabeza tapada con un piloto de gabardina de uno de sus custodios fue trasladado a Tribunales para prestar declaración. Al salir, juró no haberla matado. Esposado con las manos en la espalda, una campera marrón de cuero con cuello de piel y jeans color celeste, el reconocido deportista seguía sosteniendo la absurda teoría del suicidio: “No tenía razón para hacernos esto”.
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El 15 de noviembre de 1994 los jueces Julio Isaac Arriola, Jorge García Collins y Bernardo Rene Fissore debían de dictar Justicia en el caso que tenía Juanicotena como imputado. Las cámaras de Canal 13 estaban preparadas para tomar imágenes para el programa “Justicia para todos”, que conducía María Laura Santillán. El programa llevó el título “El juego de las lágrimas” y registró una imagen: Juanicotena llorando con un pedazo de cebolla colgando de su nariz.
Ese martes, nadie se dio cuenta de eso. Los testigos pasaron uno tras otro mientras Juanicotena se mostraba conmocionado. Constantemente se llevaba un pañuelo que sacaba del bolsillo interno de su saco negro y se cubría los ojos. Lloraba y limpiaba limpia sus lágrimas con fuerza. Poco después se descubriría que ese llanto no era de congoja, sino por el efecto del jugo de cebolla.
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Ricardo César Juanicotena también lloró mientras el fiscal expuso su alegato que pedía que condenarlo a reclusión perpetua por homicidio calificado. También, mientras escuchaba a su abogado defensor decir: “Si condenan a Juanicotena estarán condenando a un mentiroso y no a un asesino”. La declaración del imputado ante el Tribunal no convenció ni a su abogado.
Mientras Juanicotena lloraba, su ojo izquierdo se iba hinchando. Justo cuando le tocaba decir sus últimas palabras. Entonces, cuando el Tribunal lo invitó a ponerse de pie, el juez Fissore notó algo extraño.
–Deme el pañuelo -lo increpó el magistrado.
Juanicotena hizo caso y lo entrego, pero la cebolla no estaba, para ese día había mejorado su estrategia.
–¿Usted tenía un frasco? –preguntó Fissore y el acusado se lo entregó sin emitir sonido. Fissore destapó y olió el pequeño recipiente con tapa a rosca.
– ¿Usted pidió autorización al Tribunal para tener esto?
–No sé…
–¿Esto qué es?
– Colirio, gotas.
–¿Quién se lo dio?
–Me lo diron en la cárcel.
Juanicotena titubeó. Mientras, Fissore seguía oliendo el contenido frasco.
—Esto no son gotas de colirio ¡Esto es jugo de cebolla!
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El viernes 18 de noviembre de 1994 Ricardo César Juanicotena, de 38 años, fue condenado en un fallo unánime a reclusión perpetua por el asesinato de su esposa Silvia Liliana Facchini. Unos minutos antes de hacer público el veredicto, el Tribunal dio lectura al resultado de los análisis hechos sobre del polémico frasco: “macerado de cebolla”. En un tramo del fallo, Fissore no dudó en hacer referencia al tema: “Juanicotena es un gran simulador que lo llevó al extremo de pretender confundirnos a todos con un estado de ánimo que no era real y que los jueces debemos observar y valorar para la dosificación de la pena y evaluación de la personalidad”.
Faltaban 15 minutos para que el reloj diera las 19 cuando cuando Juanicotena escuchó la sentencia sin inmutarse. Después, esposado, fue trasladado a la Unidad Penal 15 de Batán. Allí purgó condena con excelente conducta hasta que el 26 de marzo de 2010 fue beneficiado por el gobernador Daniel Scioli al conmutarle la pena y obtuvo la libertad. El sábado 10 de mayo murió de un ataque mientras jugaba un partido de básquet en la maxiliga de veteranos en el club Unión de Mar del Plata.