El libro del investigador Javier Folco, publicado por Editorial Marea, se presentó esta semana. “Esta biografía es un trabajo colectivo nacido hace 38 años, en forma inocente, con el inicio de la dictadura, una historia tan nefasta que nadie puede ignorar, ni confundir con venganza la posterior justicia”, dijo la presidenta de Abuelas. Y contó: "No nos quedamos llorando ni encerradas con miedo de que nos pasara lo mismo que a nuestro hijos, que es lo que querían los depredadores que nos llamaban locas, porque las mujeres tenemos un fuerza desconocida que muchas veces desconocemos y sale cuando nos provocan en cuestiones tan sagradas como la vida de nuestros hijos". Te adelantamos el primer capítulo.
Capítulo 1
La tragedia
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma. ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son. Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre. Pobre. ¡Pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!
César Vallejo, Los heraldos negros
Tres y diez de la madrugada del 24 de marzo de 1976. Estela duerme, intranquila, junto a Guido. En Argentina comienza el “Proceso de Reorganización Nacional”. La cadena nacional de radio y televisión llena el espacio con marchas militares hasta que finalmente una voz en off dice: “Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento de las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones. Firmado: General Jorge Rafael Videla, Almirante Emilio Eduardo Massera y Brigadier Orlando Ramón Agosti”.
Estela se había ido a dormir viendo en la televisión cómo la vicepresidenta en ejercicio de la presidencia, María Estela Martínez de Perón, había sido detenida en los últimos minutos del 23 de marzo y evacuada en helicóptero de la Casa Rosada. El destino no era la residencia presidencial de Olivos, que hasta el 1º de julio de 1974 había compartido con su marido y entonces presidente Juan Domingo Perón, sino el Aeropuerto Jorge Newbery desde donde iba a ser trasladada a otra residencia presidencial, en el sur argentino, convertida ahora en prisión por decisión de la Junta Militar que acababa de usurpar el poder en Argentina.
Estela había visto ya otros golpes militares. Pero este la encontraba en una situación particular: ahora tenía hijos militantes. Su mirada indiferente respecto de la política ya no tenía cabida en la casa de los Carlotto. Ella había intuido lo que se venía cuando, como sin querer, escuchaba a sus hijos hablar de política: Laura y Claudia, las mayores, encendían el corazón y la cabeza de Kibo y Remo, los menores.
Una Estela no durmió. La otra tampoco. Una volaba ante la mirada atónita y entusiasta de unos pocos manifestantes que en la Plaza de Mayo la apoyaban sin saber que todo intento era inútil. La otra temía por sus hijos cruzados por una convicción política irrenunciable.
Argentina se despertaría el 24 de marzo de 1976 en el comienzo de la peor noche de su historia y la tragedia colectiva marcaría un camino sin retorno para Estela. Pero lejos estaba ella de imaginar que sus pasos se repetirían conscientes y temerosos en el escenario de esa plaza que la noche anterior había visto en la televisión sentada en el living de su casa. No podía imaginar que a partir de ese momento sus hijos no eran solo suyos sino los hijos de una generación diezmada. Ellos se habían transformado en los ideales que encarnaban y ella iba a ser la responsable de protegerlos hasta que la tormenta pasara. Pero esa noche no lo sabía. Imposible adivinar en ese insomnio que ella misma iba camino a transformarse en guardiana inquebrantable de la memoria de un país.
En esa foto de familia, todos alrededor del televisor, nada era lo que parecía. Todos se habían transformado.
Yo tenía una vida feliz, simple pero feliz. Hasta el 24 de marzo de 1976. La dictadura que entonces comenzó, secuestró y desapareció a 30 000 personas. Mi hija Laura fue una de ellas. La última vez que la vi fue el 31 de julio de 1977. Ese día, toda la familia se reunió en Buenos Aires en la casa de una tía mía donde estaban refugiados mi hija Claudia y su esposo, Jorge, también perseguidos por la dictadura. Regresamos a La Plata con Laura y Remo, la dejamos en su casa y nos despedimos. Esa fue la última vez.
Y fue precisamente al día siguiente, el primer día de agosto de 1977, cuando Guido, mi esposo, fue secuestrado. El mismo día que Laura, por cuestiones de seguridad, se estaba mudando de casa. Para eso le había pedido a su papá una camioneta de la fábrica de pinturas que teníamos en ese momento, para trasladarse desde el lugar donde vivía con compañeros de militancia. Prometieron devolver el vehículo a las cinco de la tarde y ya eran las ocho y media de la noche y no había llegado el responsable de la tarea. Guido me llamó desesperado y corrí hasta la fábrica. Los que teníamos hijos militantes vivíamos con el terror de que les ocurriera lo que lamentablemente después sucedió. Me quedé a cargo de la fábrica y mi esposo fue a la casa donde vivía Laura. Esperé… esperé hasta la una de la madrugada pero él no volvió. Así comencé a buscar por primera vez a un desaparecido.
La búsqueda fue por todos los medios lógicos: encontrarme con algún sacerdote, algún político, algún militar. Fui a verlo al general Bignone a su domicilio en Castelar, donde me recibió muy amablemente, vestido de civil y tomando algo. Llegué a él porque era amiga de su hermana Marta, con quien había trabajado en la Junta de Clasificación Docente donde yo era presidenta, representando al Consejo Nacional de Educación, y ella era representante gremial. Fue Marta quien me consiguió la entrevista.
Fui y le expuse la preocupación acerca de qué podría haber pasado con mi esposo. Me dijo: “Ve, ve, señora… los llevan a los inocentes… Qué barbaridad… Pero usted no vaya a dar dinero porque hay bandas sueltas, incontrolables”. Efectivamente, el día lunes desapareció mi esposo y el martes me pidieron un rescate de cuarenta millones de pesos para salvarle la vida porque el miércoles, como todos los miércoles, había que entregar la guardia limpia. Junté el dinero rápidamente y cuando lo fui a ver a Bignone ya ese rescate había sido dado, pero él prometió mandar a alguien para que me ayudara, para que me prestara algún tipo de auxilio o me diera alguna información. A los dos o tres días vino a verme el jefe de Inteligencia de la provincia de Buenos Aires, el coronel [Enrique] Rospide. Llegó al departamento del segundo piso donde vivíamos, subió solo pero dejó guardia en todos los pisos y en la calle. Este oficial, en lugar de ayudarme, me vino a interrogar. Días después, ya de noche, me vinieron a buscar a mí pero yo ya no dormía en casa.
Por supuesto, seguí buscándolo incansablemente y me acerqué a la casa donde vivía Laura, que ya había sido allanada, con la intención de conseguir alguna información de los vecinos. Y de hecho la conseguí. Una señora que vivía enfrente me contó que alrededor del mediodía un joven, que manejaba una camioneta, se había mudado junto a otra joven que parecía dejar la casa. Esa joven era Laura, que vivía con un matrimonio y dos chiquitos. Alrededor de las cuatro y media o cinco de la tarde, el joven regresó a la casa sin la camioneta –después supe que la había estacionado a unas cuadras de ese lugar–, hubo un allanamiento, un tiroteo, lo matan y secuestran a la pareja, que felizmente no estaba con sus hijos. Esta misma señora también me dijo que a las ocho y media de la noche vio llegar a un señor mayor que entró en la casa, la recorrió y, al salir, unos hombres que estaban esperando en unos autos estacionados en la oscuridad lo tomaron y se lo llevaron. Lógicamente estaba hablando de la mudanza de Laura, de un joven asesinado –que resultó ser Daniel Mariani, un compañero de militancia–, del matrimonio Aued-Medicci, y de mi esposo, que también había sido secuestrado. Los chiquitos por suerte no estaban. Laura, mientras tanto, se había mudado e ignoraba el destino de su papá. Al segundo día llamó para decir que estaba bien y en ese momento se enteró, por medio de mi hijo Guido, de lo que había pasado. Por supuesto, a partir de ese Laura se fue de La Plata.
En medio de la lógica del horror, seguí buscando como hacíamos todos en esa época. Recorríamos hospitales, comisarías… y siempre con respuestas negativas. A partir de entonces tomé la costumbre, por razones de seguridad, de no dormir en mi casa, donde también el Ejército fue a buscarme. En ese momento vivían conmigo mis dos hijos menores, Guido y Remo; Claudia ya se había casado con Jorge Falcone y vivían escondidos en algún lugar de Buenos Aires, esperando la posibilidad del exilio. Aunque cada noche dormía en un lugar diferente, a la mañana siguiente trataba de hacer una vida normal: durante el día iba a trabajar a la escuela, mandaba a mis hijos a la Escuela Industrial y cuando anochecía, en pleno invierno, dejaba mi casa. Resultaba difícil que la situación que vivíamos se entendiera porque en aquella época la prensa y los mensajes de las Fuerzas Armadas pregonaban que cuidáramos a nuestros hijos porque había terroristas y subversivos. Así fuimos formando como un gueto familiar para protegernos y evitar, quizás, sufrir más de lo que ya estábamos sufriendo.
Mi esposo fue devuelto con vida el 25 de agosto de 1977. Alrededor de las doce de la noche tocó el timbre en la casa de mi cuñado, donde yo dormía en ese entonces. Parecía un espectro. Estaba como trastornado. Era como un resucitado, alguien que había estado muerto durante veinticinco días. Estuvo hablando sin parar hasta las seis de la mañana, contando su experiencia. Había sido salvajemente torturado, torturas que sufrió hasta el último día de su vida, que le agravaron su diabetes y quizás desencadenaron el Parkinson que padeció hasta su muerte. Había vuelto con catorce o quince kilos menos y con muchos años más, era un hombre envejecido. No solo había sido torturado sino que también había visto y escuchado lo que pasaba en ese centro de detención que no era más que la muestra de lo que estaba pasando sistemáticamente en todo el país. Mi esposo contaba cómo mataban, escuchó en esos veinticinco días que estuvo en la Brigada de Investigaciones, cómo torturaban, cómo llegaba gente joven y no tan joven, cómo trataban de sacar información y cómo luego les daban unas inyecciones que los descomponían, los mareaban y así, caían desmayados o muertos. Los mismos delincuentes que los torturaban decían “ahora, adónde los llevamos” y los disponían en bolsas que eran distribuidas en diferentes lugares. En el mismo calabozo que estuvo mi esposo estaba el matrimonio con el que Laura había vivido. Vio jóvenes, aquellos famosos jóvenes que fueron engañados por Von Wernich con una libertad que nunca consiguieron... A muchos de esos chicos los conocimos en La Plata y nunca más volvieron.
Al regreso de Guido, Laura ya vivía clandestinamente. Se puso muy contenta cuando se enteró de que su papá había sido liberado porque se sentía culpable de lo que le había pasado. Cuando, con el regreso de mi esposo, las cosas se acomodaron medianamente en la vida familiar, empezaron a verse en Buenos Aires, donde ella vivía con su compañero. A mí me llamaba por teléfono cada semana o por lo menos cada diez días y me enviaba una carta fechada el mismo día que me llamaba por teléfono, para contarme cómo estaba, los proyectos que tenía; hablábamos de la idea de vernos en verano y poder pasar unos días juntos. A su papá lo veía muy seguido porque Guido, con el pretexto de distribuir pintura en Buenos Aires, tenía una excusa para realizar ese viaje, ya que sabíamos que éramos seguidos y controlados por las fuerzas de seguridad.
La última carta que recibí de Laura fue fechada el 16 de noviembre de 1977 y también, ese mismo día, recibí su último llamado. Me llamó a la Escuela 43 donde yo trabajaba. Luego… el silencio. No hubo más cartas, no hubo más llamados y entonces tuvimos la certeza de que ella había corrido la misma suerte que tantos otros jóvenes militantes.
Volví a hacer lo mismo que hice con mi esposo, empezar a buscar. Comencé buscando a través de monseñor Montes, obispo de La Plata. Me pidieron nuevamente rescate, esta vez de ciento cincuenta millones de pesos, que juntamos y entregamos a través de Recalde Pueyrredón, un personaje siniestro que pertenecía a la Concertación Nacional Universitaria (CNU). Nuevamente fui a ver al general Bignone, pero esta vez me recibió en el Comando en Jefe del Ejército. Eran los primeros quince días de diciembre de 1977. Me recibió a solas, creo que en el séptimo piso, después de pasar muchas medidas de seguridad dentro de ese edificio de terror. Estaba loco, desencajado, alterado completamente, y me recriminó lo que hacían los subversivos, según él, que no se entregaban y que los desprestigiaban desde el exterior. Yo le dije: “Quiero que a mi hija no la maten”. Pensando en esas muertes de las que hablaba mi marido le pedí por la vida de Laura y tuve un gesto normal: “Si mi hija, según ustedes, cometió un delito, júzguenla y condénenla. Nosotros la vamos a esperar”. Ahí se puso peor y me dijo algo terrible: “Usted, señora, me pide eso –hablando de mi pedido de que no la maten–, pero yo acabo de venir del Uruguay donde he visitado las cárceles donde están detenidos los Tupamaros y ahí se afirman en sus convicciones y convencen a los guardiacárceles, y eso nosotros acá no lo queremos, señora, acá hay que hacerlo”. “Hacerlo” significaba matarlos. Lógicamente ante esas conclusiones, le pedí el cuerpo de Laura: “Si ya la mataron por favor quiero recuperar su cuerpo”, le dije, quería hacer el duelo, no quería estar como estábamos con las otras madres visitando los cementerios, mirando las tumbas NN, enloqueciendo sin saber. Entonces me pidió más datos, el nombre de batalla de Laura, e hizo referencia a otro caso donde él había podido ubicar a un joven. Le di todos los datos posibles pero me retiré de ahí destruida, pensando que Laura ya no vivía. No obstante el 31 de diciembre, casi como un regalo, recibimos un anónimo, una carta donde nos pedían perdón por el anonimato pero nos informaban que Laura y su compañero estaban bien, detenidos por las fuerzas de seguridad. Después llegaron algunas referencias esporádicas hasta que en abril de 1978 recibimos una información más fehaciente cuando se acercó hasta la fábrica de mi esposo una vecina de apellido Campos que había estado secuestrada con Laura. Al saber que iba a ser liberada, Laura le pidió que fuera a ver a su papá para decirle que estaba bien, que estaba esperando un bebé con un embarazo de seis meses, que si era varón lo iba a llamar Guido, como su papá. Esta señora no sabía dónde estaban, era un lugar en el que se escuchaba el ladrido de muchos perros, el silbido de un tren, y donde había muchos, muchos detenidos, mucha tortura y mucha gente a la que se llevaban y de la que después no se sabía absolutamente nada más.
Entonces para nosotros, nuevamente la alegría. La alegría de saber que Laura estaba viva, la alegría de que esperaba un bebé y la lógica humana de pensar que no iba a morir, que iba a volver y que yo tenía que empezar a buscar un nieto.
El 25 de agosto de 1978, nos llega una citación que lacónicamente decía: “A los progenitores de Laura Estela Carlotto se los cita con carácter de urgente a la Subcomisaría de Isidro Casanova a los efectos que se le comunicarán”. Era invierno, ya de noche, hacía frío y salimos inmediatamente. Los pensamientos que pasaron por nuestras cabezas iban desde el ingenuo optimismo a la más realista de las tragedias: Laura esperándonos con su niño, solo el niño o… Laura sin vida. Llegamos hasta Isidro Casanova, partido de La Matanza, nos recibió el subcomisario, nos mostró un documento de Laura en perfecto estado, su libreta cívica, y nos preguntó: “¿Conocen a esta persona?”. Le dijimos que sí, que éramos sus padres. Entonces nos dice también lacónicamente: “Lamento informarles que ha fallecido”.
Yo reaccioné muy mal, le grité: “¡¿Cómo que falleció?! La asesinaron ustedes. Asesinos, canallas, criminales… ella estaba secuestrada. La tuvieron nueve meses para después matarla… Pero ¿por qué?”. Tenía un crucifijo enorme sobre su escritorio y señalándolo le dije: “Él los va a juzgar”. Este hombre se asustó, sacó un arma y se la puso en su cintura y lo único que dijo fue: “Señores, tienen que reconocer el cuerpo y firmar unos papeles”. Le pregunté por el bebé y me dijo que no sabía nada, que solo cumplía órdenes, simplemente eso. Mi hermano y mi esposo me calmaron y fueron ellos a reconocer a Laura. Después de identificarla –a mí no me dejaron verla porque estaba irreconocible–, firmamos los papeles y nos llevamos su cuerpo. Estábamos desgarrados, absolutamente… Fueron momentos de horror, de llanto, de desesperación, de muchos por qué… ¿Por qué tenerla nueve meses a una… niña, presa, torturada… para después sacarla y matarla de esa forma?
Afuera de la comisaría había una furgoneta de una empresa fúnebre, Abruzzese, donde –después me contaron– yacían dos cuerpos, el de Laura, con la mitad de su cara arrancada por un disparo de grueso calibre y su vientre devastado para borrar las huellas de su embarazo, y el de un joven. El funebrero se presentó diciendo: “Me llamo D’Ercole y si quieren la pongo en un cajón y se la llevo hasta La Plata”. Casi agradecido dijo: “Por fin puedo entregar un cuerpo, porque hasta ahora todos los que me dan son para enterrarlos como NN en el cementerio de la zona y yo no cobro nada, por eso les pido que si quieren llevarse al joven que está junto a su hija…”. Entonces le contesté: “Si me dice quién es me lo llevo y busco a la familia”. El funebrero no conocía la identidad del joven muerto. “Lamentablemente no puedo llevarme a una persona sin identidad, por el riesgo que significa esa situación tan, tan irregular, por lo tanto este joven queda ahí”, le dije. Mientras tanto, nos hizo elegir un ataúd para Laura y emprendimos el viaje a La Plata.
Yo quería velar a Laura con el cajón abierto… sabía que estaba desfigurada, que tenía la mitad de la cara destrozada por un itakazo a quemarropa y otro itakazo en el vientre. La habían despojado del pantalón, de los zapatos y de la campera. Tenía solamente una ropa arriba, una media y su ropa interior. Sí, quería velarla abierta para mostrarle a la gente el horror y, la verdad, porque yo había estado esperando una hija y pidiendo por ella y mucha gente no me había creído. No tuve más opción que aceptar velarla tapada…
Nosotros siempre le decíamos que la estaban buscando, que corría peligro, que se cuidara. Hasta quisimos sacarla del país. Pero sin éxito. Cuando le proponíamos pagarle el pasaje para que se fuera nos decía: “Ustedes pueden hacer eso, me duermen y me sacan del país, pero cuando yo me despierte vuelvo”.
Militaba con convicción y claridad. Primero perteneció a la Juventud Universitaria Peronista y luego pasó a formar parte de Montoneros, donde se ocupaba de la prensa. En medio de ese compromiso social y político trabajaba con su papá en la fábrica. Era una compañera inestimable para él y rodeados de pinturas construyeron un vínculo intenso que hizo que mi esposo no soportara su muerte y muriera antes de tiempo. Laura vivió intensamente. Ella sabía los riesgos que corría, ella sabía que podían perder la vida, pero ante nuestras prevenciones siempre respondía lo mismo: “Mamá, nuestra muerte no va a ser en vano, nadie quiere morir, tenemos proyectos de vida, pero sabemos que si muchos miles de nosotros morimos, esas muertes no van a ser en vano”.
Laura sabía lo que quería y lo que debía hacer. Cuando le decía que hiciera como yo, que era docente de alumnos muy pobres a los que ayudaba desde todo punto de vista, ella se reía y me decía: “Mamá, lo que vos hiciste son parches y nosotros no queremos parches, queremos cambiar la historia definitivamente y que exista justicia social”. Los padres, desde el amor, queríamos atontarlos... y de a poco nos fuimos dando cuenta de que eso era imposible porque tenían un convencimiento total. Esa fuerza se transformó en nuestro orgullo y en la energía para pelear por lo que ellos peleaban.
La tranquilidad previsible del hogar y la felicidad de construir cotidianamente una familia se derrumbaba de la manera en que se derrumban las ciudades cuando la tierra se mueve. Laura había sido asesinada. La vida le había entregado una hija y la dictadura se la había arrancado. Sin embargo, las catástrofes, como el amor, ponen todo en su lugar. Revolviendo los escombros de una vida devastada solo queda lo esencial, aquello que tiene el poder de definirnos y de dictarnos un sentido. La Estela atávica, escondida en las entrañas de la otra Estela, apareció. Para quien sabe interpretar sentidos, la muerte puede transformarse en el catalizador que acelera el proceso de regeneración de los tejidos vitales con la posibilidad de torcer mejor los hilos que los componen y de esta forma tejer historias más extensas y con diseños más intensos. Y es entonces en ese inabarcable dolor trágico donde es posible liberar las fuerzas que nos constituyen. Por eso Estela dice que frente a la tragedia solo hizo lo que cualquiera hubiera hecho. Quizás, en su caso personal, esa frase quiera decir “solo hice lo que soy, lo que siempre fui, aun sin haberlo sido nunca de esta forma”.
Sin fórmulas de alquimia para aliviar la desolación y el estremecimiento, salió a buscar, demostrando que los militares no solo fueron asesinos sino también perversos. Perversidad que arrolló a una generación pero que también agregó un silencio inútil a la natural mudez de la muerte, deglutiéndose las palabras que pueden ayudar a exorcizar el dolor de la ausencia definitiva. Estela se ocupó a partir de entonces de recordarnos que fueron ellos los que escribieron cobardemente en el listado de las vergüenzas humanas la palabra desaparecido, palabra que privó a la muerte de su certidumbre, lacerando los días de quienes esperan la aparición. Y como una guardiana de la memoria, parada en el umbral de su propio dolor, les recordó a ellos que lo hecho había petrificado la posibilidad de perdonarlos.
Esta mujer esencial, a través de la lucha, se apropió de lo mejor de sí misma y a partir de entonces nos enseña que en la despedida que se lleva todas las despedidas, el músculo se abre, se escinde de manera irreparable, y que aprender a vivir no es sino menguar el dolor que trae la muerte a través de la alegría compartida y del sentido de estar vivos. Su motivación a partir de ese momento fue recordar, buscar y accionar sobre una sociedad que permanentemente desbarrancaba en los acantilados de la sinrazón, la prepotencia y el olvido. Su alegría es, quizás, consecuencia de la conciencia plena y absoluta de saber que aunque fuimos pensados solo para el instante de estar vivos, nuestros hechos y palabras pueden trascendernos en lo mejor de lo que hayamos sido capaces.
Télam/LC