A los dirigentes Osvaldo Cambiasso y Eduardo Pereyra Rossi los mataron en mayo de 1983. En el juicio por sus asesinatos, ayer declararon familiares y ex militantes. El testimonio más dramático fue el de Ethel Cambiasso. “Mi hermano era un excelente persona. Fue muy querido por la familia, por sus compañeros de estudio, por la militancia, por la prisión, por todo el que lo conoció”, sostuvo con la voz quebrada, pero firme.
Fueron varias horas de testimonios en los Tribunales Federales de Rosario, donde lleva adelante el juicio por los homicidios de los dirigentes Osvaldo Cambiasso y Eduardo Pereyra Rossi, asesinados el 14 de mayo de 1983, pocas horas después de haber sido secuestrados en el bar Magnun, en Rosario. A pocos pasos del largo camino que llevó a la democracia, los dirigentes se juntaron para armar una alternativa que los llevara con todos sus compañeros a las urnas, pero un grupo parapolicial o paramilitar terminó con sus vidas. Uno a uno, los testigos fueron ayer narrando los días de los dirigentes asesinados, pero también los perfiles de los hombres que no creían en las armas y buscaban en la política una alternativa para seguir. Eran también los amigos, los jefes políticos a los que se respetaban, los amigos y los hermanos. Todos creados a partir del relato de aquellos que hace 32 años que esperan justicia.
Ethel Cambiasso se enteró a través de la televisión que su hermano había sido asesinado. Fue cuando volvía de una marcha que habían organizado porque Osvaldo llevaba cuatro días desaparecido. Antes de eso fue la búsqueda desesperada por las calles de Rosario del Fiat 1500 de su padre en el que se movía Osvaldo. “Fuimos con mi hermana Gladys a las comisarías, presentamos hábeas corpus, no dejábamos de buscarlo”, dijo.
El martes, cuatro días después de su desaparición, organizaron la marcha desde la Plaza 25 de Mayo a la San Martín, que fue numerosa y contó con el apoyo de organizaciones de derechos humanos y partidos políticos. En el camino, pasaron por el Arzobispado donde se detuvieron buscando apoyo. “Pero ya cuando llegamos a la Plaza San Martín, los noticieros mostraban la foto de Osvaldo y Eduardo, asegurando que en un enfrentamiento habían muerto dos delincuentes subversivos”.
Ethel fue la encargada de reconocer el cuerpo, aunque no fue fácil. La cara estaba destrozada, un ojo estaba tapado, el otro tenía el globo ocular destruido. “Su nariz larga era inconfundible y también su tamaño. Él era muy alto”. Sin embargo estuvo muy poco tiempo en contacto con el cuerpo: “Yo quería verle las manos, los dedos, pero no me dejaron”. Y recordó que su hermano, que pasó nueve años de su vida preso en las dictaduras de Lanusse primero y en la última después, estaba muy deteriorado. Tenía un soplo en el corazón y problemas de presión que no le permitieron hacer el servicio militar. Y tomaba medicación, que era suspendida sistemáticamente cuando era detenido.
“Él estuvo en prisión del ‘72 hasta Cámpora y del ‘75 al ‘82. Cuando salió se fue a vivir con mis padres a Pérez (localidad lindera a Rosario)”, relató. Cerca había una comisaría donde él firmaba su libertad vigilada. “Cuando salió, él empezó a hacer una vida política, a reclutar compañeros. Puso su taller de fotomecánica con el que se ganaba la vida. Venía a Rosario todos los días en el Fiat 1500 de mi padre. Y cuando viajaba a Santa Fe, veía que lo seguían por el espejo”, dijo Ethel.
En su decisión por buscar justicia, Ethel golpeó la puerta de cada uno de los testigos del secuestro en el bar, pero sin suerte. Nadie estaba dispuesto a declarar. “Quedaron aterrados, los que estaban en el bar fueron puestos todos contra la pared. Y vieron cuando a mi hermano lo desvanecieron de un golpe en la cabeza, y a Carlón (Pereyra Rossi) lo envolvieron con un plástico. Los tiraron a los dos en la parte de atrás de una camioneta”.
También recuerda con precisión el momento en el que le mostraron la ropa de su hermano: “La campera, que era color crema, estaba hasta fruncida por la sangre. Yo llevé un pantalón de él para medirlo con el que me mostraban, para probarme que era el suyo”. “Mi hermano era un excelente persona. Fue muy querido por la familia, por sus compañeros de estudio, por la militancia, por la prisión, por todo el que lo conoció”, sostuvo con la voz quebrada, pero firme.
“Fueron fuerzas parapoliciales o paramilitares las que lo mataron. Estaba el cuartel de bomberos a una cuadra y el Segundo Cuerpo de Ejército también cerca y nadie se metió”. El velorio fue en el local del Intransigencia y Movilización Peronista (IMP), en Urquiza y Mitre, y estaba lleno de gente.
Amigos y militantes
Francisco Claric conoció a Osvaldo Cambiasso en la década del 70. Y contó que en la dictadura de Alejandro Lanusse, Cambiasso fue torturado. “Hasta le dio un paro en la ‘parrilla’ donde lo picanearon”.
Lo detuvieron otra vez en un hospital de Reconquista donde llegó con la pierna y las costillas quebradas por un accidente. De allí se lo llevaron a la cárcel de Coronda, donde le negaron la atención médica para que muriera. Pero sólo curó sus quebraduras que le dejaron una renguera de por vida. “Yo caí preso en el 73 y algunos de los guardias nos dejaban hablar con él. En una de esas charlas me contó que lo había visitado un militar y le dijo que él tenía un problema serio y era que generaba mucho consenso en nosotros, que tenía más consenso que (Mario) Firmenich. Estando como estaba, nos alentaba a seguir, con una sonrisa que en el encierro es una caricia al alma”.
Claric entendió rápidamente que la altura de Cambiasso como dirigente era un problema. “Me quedó claro que lo iban a terminar matando porque no soportaban el nivel de dirigencia que tenía. Buscaban una eliminación psíquica y física de los militantes. Lo llevaron a Rawson, a Caseros. Lo liberaron antes, no sé por qué. Él era capaz de juntarnos a todos, incluso a los que estábamos presos. El 20 de noviembre del 82 salió en libertad”.
En los momentos más duros, El Viejo, como le decían a Cambiasso, “pregonaba la política sobre la cuestión armada”. “Esto es una reivindicación para alguien que trabajó para que este pueblo sea lo que es, para que la patria sea el otro. Mataron las cabezas, la posibilidad de organización. Él era el que más claro la tenía, de dar la pelea en democracia. Yo creo que lo mataron para que no nos juntara”.
Carlos Hugo Basso recuerda que Carlón y El Viejo eran sus jefes en la organización Montoneros. “A Carlón lo conocí en el 80, estuvimos en Méjico en el 81 y en San Pablo en el 82. Cuando volvimos lo conocí a Osvaldo, enseguida alquilamos el local del Intransigencia y Movilización Peronista y otro donde pusimos el taller de fotomontaje”.
Todos estaban vigilados y Carlón seguía en la clandestinidad. “Para los compañeros con más experiencia ser los referentes era muy riesgoso. Montoneros sumaba su fuerza al IMP y se habían reunido varias veces con Raúl “Roque” Yager (asesinado dos semanas antes en Córdoba). Nosotros discutíamos cómo sumarnos a la vida política. Yo fui a despedir a Osvaldo como lo que era, un jefe Montonero”.
Amor a primera vista
Stella Ceresetto conoció a Carlón en Cuba, en el exilio, en el 80, cuando ella trabajaba en una guardería de niños argentinos. Fue amor a primera vista. “Era muy seductor y generaba mucho afecto, incluso en los niños. Yo tenía la fantasía de que era un comandante. Pero a él le gustaba el rock, escribir poesía, era muy alegre, pese a que le habían matado dos mujeres”. Pese a que eran jóvenes en los 70, la vida se vivía con apuro. “Yo me había casado con un compañero en el 75, a los seis meses nos detuvieron y la separación fue por carta y duró años. Era una situación compleja”.
Carlón volvió a la Argentina y después Stella. “Vivimos un tiempo en Capital Federal y nos vinimos a Rosario 20 días antes de que lo mataran”. Stella recuerda que cuando lo asesinaron a Yager, Carlón le dijo: “Si quieren en una semana nos matan a todos”. “Yo llegué con una idea de seguridad, pero había un clima de distención que para mí era un descuido, no se tomaban las mismas precauciones”, relató.
“Desde que supe que tenía que declarar no me para la cabeza, tantos años y el sentimiento intacto, es como si él me diera energía para hablar. Él se jugó para tener lo que tenemos ahora”. El sábado en el que Carlón no volvió a la casa, Stella supo que estaba en peligro. “Cuando vi que no volvía dejé la casa. No pasaba ni un taxi, una mujer salió de un cabaret y me llevó a la casa de un matrimonio, que no me abrió. Así que me fui a la terminal y me tomé el colectivo a Buenos Aires”.
Juan Carlos Griffo, cuñado de Carlón, recuerda que antes de entregarle el cuerpo le pidieron a la familia que no lo velara. “Pero lo hicimos en una casa de La Plata, en la 48 y la 12. Se acondicionó el lugar, pero abrieron el techo, y allí se apostaron dos militares de civil con dos itakas”.
Juan Martín Griffo es el sobrino de Carlón. Nació cinco años después de que su tío fuera asesinado y sostuvo durante la audiencia la foto en blanco y negro de Carlón. “Toda mi vida crecí esperando justicia. Hoy soy un militante del Movimiento Evita, creo que muchos de los ideales de él son los que hoy tenemos y por los que hay que seguir luchando”.
ST/RA