Las calles donde se crió Lionel Messi se pusieron ásperas: los monoblocks de la zona sur de Rosario son en el punto más caliente de la disputa por el negocio de la droga. Un periodista de Infojus Noticias pasó su infancia en esas cuadras y volvió al barrio donde murieron muchos de los 1200 rosarinos asesinados en la última década.
Volví al barrio de mi infancia después de 20 años. Pasé por la misma esquina donde mucho tiempo atrás jugábamos con mis amigos: los monoblocks de Grandoli y Gutiérrez, en la zona sur de Rosario, son hoy el punto más caliente de la disputa por el negocio de la droga. Gran parte de los 1200 homicidios que hubo en la ciudad en la última década ocurrieron en las calles que solía transitar de chico.
La madrugada del 28 de enero de este año, a ocho cuadras de ahí, en la esquina de Pavón y Santa Rosa de Lima, Lucas Fabián Espina, de 25 años, estaba tomando una cerveza con dos amigos de 19 y 28. Unos vecinos contaron que de un vehículo –un Peugeot 206 o un Volkswagen Gol, según el relato- bajaron dos o tres hombres y abrieron fuego contra los jóvenes. Tenían una metralleta, dijeron. Los pibes quisieron escapar. A media cuadra, en su casa, la madre de Lucas escuchó los tiros y saltó de la cama. Cuando llegó su hijo estaba tirado en la casa de una vecina, agonizando. Había sido baleado en el cráneo, la espalda, el tórax y el pie izquierdo. “Cuando le corrí el cabello con mi mano le vi la herida en la cabeza. Uno de mis dedos entraba en el hueco que dejó el balazo", contó la mujer. Lucas murió al día siguiente en el Hospital de Emergencias Clemente Álvarez.
El homicidio de Lucas Espina fue uno de los primeros de una larga lista. De enero a junio, hubo en la ciudad más de 100. De mantenerse esta proyección al finalizar el 2013 se superaría ampliamente la tasa de 15,2 homicidios cada 100 mil habitantes del año pasado, una cifra que triplicó la media nacional.
A unas cuadras de ahí, en el 5° B de la Torre H del Fonavi de calle Sánchez de Thompson, en pleno barrio Las Heras, viví mis primeros seis años. La calle está cual la recordaba: una hilera de edificios grises con las paredes descascaradas, la vereda ancha con pastos crecidos y, casi pegada al cordón, aún permanece esa caja de electricidad de chapa -que de lejos parece un puesto de diarios- detrás de la cual me gustaba ocultarme cuando jugábamos a las escondidas nocturnas.
“Todas estas construcciones antes no estaban”, me dijo mi viejo, más memorioso. No puedo asentir ni contradecir. Para mí el barrio está igual. Solo falta la canchita de fútbol que siempre estaba reservada solo para los más grandes, donde los domingos se disputaban los clásicos interbarriales. Nosotros, los más chicos, debíamos conformarnos con mirar de afuera o improvisar los arcos con buzos.
Sobre el pasto crecido sigue habiendo juegos de plaza. Hoy es sábado a la tarde y no hay chicos jugando ni corriendo. Sólo se ve un puñado de vecinos que van y vienen cargando bolsas de mandados y grupos de adolescentes reunidos alrededor de las motos, con gaseosa o cerveza en mano, que fuman y charlan. En ese lugar, nuestras tardes se extendían hasta bien entrada la noche. Con mi hermano mayor y mis amigos Guille, Diego, Nicolás, Pablito y otros tantos jugábamos a la mancha, a la escondida o al fútbol. El mayor peligro era que te rasparas una rodilla intentando atajar una pelota imposible, o que en un esfuerzo heroico por hacer una pica-salva-todos te llevaras por delante una columna o, en el peor de los casos -como alguna vez sucedió- que un amigo te cerrara de golpe la puerta de vidrio del edificio en la cara y tuvieran que cocerte un par de heridas.
Hoy los peligros son otros. El 18 de octubre del año pasado Triana Racosky, de 4 años, murió camino a casa de su abuelo. Viajaba en moto con su hermana, su madre y el esposo de esta por calle Ayacucho al 4700, a la altura del ex Batallón 21. Otra moto se les puso a la par y les gatillaron entre cinco y siete veces. Una bala le dio en la cabeza a Triana y murió en el acto. El esposo de su madre, de 23 años, recibió dos tiros en la espalda y en el brazo: falleció algunas horas más tarde.
En la década pasada, el barrio saltó a la fama gracias a dos vecinos ilustres: Lionel Messi y Roberto “Pimpi” Camino, el hombre que comandó la barrabrava de Newell’s durante 13 años.
La Pulga vivió hasta los 13 en la casa en la que aún habita su familia. En ese barrio también tocó por primera vez una pelota. A los cinco comenzó a jugar en el club Grandoli. Dos años después se anotó en Newell’s y a los 13 ya estaba viviendo en Barcelona. Durante las pretemporadas del fútbol europeo o cada vez que regresa al país para jugar con la selección, Messi vuelve al barrio que lo vio nacer.
El Pimpi vivió en el barrio hasta que murió asesinado de siete tiros una madrugada de marzo de 2010, ya lejos del paraavalanchas leproso.
Por esas mismas calles en octubre de 2008 una patrulla del Comando Radioeléctrico detuvo a Matías Messi, hermano de Lionel. El joven fue acusado de portación de arma de fuego. Tiempo después el juez lo sobreseyó por falta de mérito.
Nosotros abandonamos el barrio mucho antes que Messi y que el Pimpi. Mis viejos decidieron mudarse cuando yo cumplí seis años. No había vuelto hasta ahora. Muchas veces en estos veinte años me pregunté cuál hubiera sido mi destino si me hubiera quedado ahí. Quizás habría sido uno de los 1200 muertos de estos últimos diez años. Antes de ser ultimado tal vez me hubiera cargado a un par. Tal vez hubiese pasado alguna temporada en la cárcel de Coronda después de acumular entradas en el Instituto de Rehabilitación del Adolecente Rosario (IRAR). Lo que es seguro es que no habría sido un futbolista exitoso.