El rol de Alfredo Astiz fue determinante para concretar los secuestros durante la última dictadura. No sólo manejaba la información intima del grupo de familiares de desaparecidos sino que conocía los movimientos de cada uno de ellos, al hacerse pasar por víctima. Esa información tuvo dos objetivos: secuestrar a militantes de derechos humanos y profundizar la tortura en las mazmorras de la ESMA.
–¡No presenten atención a ese señor, es un comunista, está haciendo política!
El rubio de ojos celeste que gritaba decía tener 18 años y un hermano desaparecido. Era una tarde de invierno de 1977 y varias personas salían de misa en la iglesa de la Santa Cruz. Allí, quien se había presentado como Gustavo Niño ante los familiares de desaparecidos, decidió interpelar públicamente a uno de los militantes. El ímpetu de Niño llamó la atención de los familiares. Era demasiado seguro para ser tan joven y además se estaba enfrentando a un hombre mayor que él. Había algo sospechoso en él, que no cerraba. Quizás era la chica que lo acompañaba y a quien había presentado como su hermana. No se parecían en nada. Pero eso no alcanzaba como para probar que era un impostor. El rubio de ojos celestes empezaba a moverse con soltura dentro del grupo de víctimas del terrorismo de Estado. Así, fortalecía así su coartada y a la vez ocultaba su verdadera identidad. Niño era en realidad Alfredo Astiz, teniente de Fragata de la Armada Argentina y miembro del Grupo de Tareas 332 con base en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).
Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo línea fundadora, recordó en sus declaraciones judiciales que la primera vez que vio a Gustavo Niño fue en Plaza. Remera blanca, tostado por el sol, muy atlético. Buscaba sumarse. Apuntó directo a Azucena Villaflor. Niño le pidió ayuda, le dijo que estaba desesperado, que tenía un hermano desaparecido y que sus padres no lo sabían. Azucena y el resto de las mujeres que caminaban alrededor de la pirámide de Mayo se inquietaron. No por sospechar que se trataba de un servicio, sino por su edad. Lo veían joven y temían por su seguridad. “Andate, dejanos tu testimonio pero que no te vean con nosotras”, le dijeron para protegerlo. Pero Gustavo Niño insistió, pidió quedarse para poder participar.
En su libro “Judas. Astiz el infiltrado”, tomado como prueba en el juicio que condenó a prisión perpetua al marino por delitos de lesa humanidad, el periodista Uki Goñi cuenta que María Adela Antokoletz, otra de las Madres que estuvo desde los inicios, nunca pudo olvidarse de la primera vez que vio a Gustavo Niño en la plaza. El chico estaba con Azucena cuando ella se acercó a saludarla.
–¡Azucena!
–¡No la nombre, así la señala!- la interrumpió Niño, violento.
En el libro, Goñi asegura a través del relato de quienes estuvieron en esos días junto a Azucena Villaflor que Astiz había logrado hipnotizarla: “prácticamente lo adoptó como hijo propio”, afirma el periodista. La preocupación por Niño era porque decía tener 18 años, Astiz tenía 27, pero su fisonomía le permitía mentir la edad para completar su cobertura como un joven desprotegido, que incluso no alcanzaba a tener los 21 años de mayoría de edad.
El 29 de junio Niño llegó a Tribunales. Los familiares iban a presentar un habeas corpus conjunto por 159 desaparecidos. Niño no iba solo, llevaba de la mano a un chico que quienes estuvieron allí lo recuerdan como “morocho y medio gordito”. Según contó el infiltrado, ese era su sobrino, hijo de su hermano desaparecido. El nombre del supuesto hermano de Niño no figuraba entre las presentaciones judiciales.
La hermana secuestrada
Para reafirmar su coartada, Astiz aparecía en las reuniones junto a una chica pálida que siempre se quedaba callada. A todos les llamaba la atención el aspecto de la chica, su actitud sumisa. Nadie imaginó jamás que estaban ante la presencia de una de las tantas víctimas de la dictadura. Silvia Labayrú había sido secuestrada, embarazada, el 29 de diciembre de 1976 en Barrio Norte y desde entonces había sido sometida en la ESMA. La habían elegido por algunos rasgos similares a los de Astiz. Es que la primera joven que fue llevada como hermana fue la que despertó dudas. Entonces cambiaron.
Silvia tuvo a su hija en la ESMA en abril del ‘77. La criatura se llamó Vera y fue entregada a los familiares de Silvia. La tortura física que vivió fue tan dura como la psicológica. La constante amenaza a su familia y sobre todo a su bebé la llevaron a guardar silencio mientras acompañaba a Astiz en sus tareas de inteligencia.
En su declaración en el juicio ESMA, Silvia contó que lo que desencadenó el operativo de la Santa Cruz que terminó con el secuestro y desaparición de 12 personas fue un panfleto del Partico Comunista Marxista Leninista (PCML) que llegó a manos de Astiz en una de las reuniones que participaba como infiltrado. “Lo que el grupo de tareas buscaba era confirmar que el marxismo internacional estaba detrás de toda la organización de derechos humanos”, dice la sentencia.
El operativo del grupo de tareas esperó a que cayera la noche. Cerca de las ocho, llegaron a la iglesia de La Santa Cruz en Estados Unidos entre Carlos Calvo y Urquiza. Ahí se refugiaban los familiares de los desaparecidos para organizar los pasos a seguir en la búsqueda de sus hijos, hermanos y amigos. Los secuestradores se movieron rápido y lograron llevarse a siete en las inmediaciones. La monja francesa Alice Domon estaba entre ellos. Los demás eran: Ángela Auad, María Esther Ballestrino de Careaga, Raquel Bullit, Eduardo Gabriel Horane, Patricia Cristina Oviedo y María Eugenia Ponce de Bianco. La segunda parada de la patota fue el atelier de Remo Berardi, otro de los familiares. A él se lo llevaron de Magallanes al 800. Julio Fondovila y Horacio Elbert corrieron la misma suerte. Estaban juntos en la confitería Comet, en Paseo Colón y Belgrano. Un día y medio después, Azucena Villaflor De Vicenti fue secuestrada a la salida de su casa en Cramer 117 de Sarandi, Avellaneda y la otra religiosa, Léonie Duquet, en la parroquia San Pablo de Ramos Mejía.
Un espía premiado
El rol de Astiz fue determinante para concretar los secuestros. No sólo manejaba la información intima del grupo sino que conocía los movimientos de cada uno de ellos. Sobre todo de Azucena, que se había convertido en uno de sus objetivos. Toda esa información fue la que usó no sólo para secuestrarlos sino para profundizar la tortura en las mazmorras de la ESMA.
“No debe soslayarse que su actuación en inteligencia no se limitaba a los interrogatorios, sino que Astiz también fue designado por sus superiores para realizar tareas de infiltración en grupos cristianos de derechos humanos con el objetivo de detectar opositores, ya sea dentro del país o en el extranjero, en el marco de la denominada ‘lucha contra la subversión’. Fue premiado por sus tareas de inteligencia por su infiltración en la parroquia”, dice el dictamen de su condena a prisión perpetua.
Durante la última dictadura militar, el aparato represivo montado para aniquilar a los opositores políticos llegó al paroxismo. También el uso de la inteligencia y las infiltraciones. El caso del marino Alfredo Astiz como espía en el grupo que comenzaba a articular a las Madres de Plaza de Mayo es un ejemplo claro de cómo y para qué actuaban los servicios.