El fotógrafo Eduardo Gil contó que cuando registró la "tercera marcha de la resistencia", conocida como "El Siluetazo", en 1983, estaba buscando lo que el fotógrafo Henry Cartier Bresson definió como "momento preciso", cuando el corazón, el cerebro y la vista se equilibran. Ahora las editó en un libro: “Imágenes de la ausencia. El Siluetazo".
“Yo quería volar. Hubiese sido milico pero no entré. Eso me salvó”. Así sintetiza el fotógrafo Eduardo Gil uno de esos momentos clave en que su vida giró. No fue el único. Su vida giró muchas veces: fue aviador civil porque lo rechazaron de la Escuela de Aviación Militar, fue taxista, fue bancario y también empleado jerárquico de una multinacional y delegado gremial al mismo tiempo.
(Foto: Leo Vaca)
En esos días en que sus roles dentro de esa gran empresa se fusionaban en un encuentro que parece imposible se produjo el golpe de Estado de 1976. Sus compañeros de la comisión interna empezaron a renunciar. Otros empezaron a desaparecer pero él no entendía por qué iba a dejar de ser delegado. Pero un día una compañera lo citó a tomar un café y le dijo que estaba de novia con un tipo y que ese tipo le había contado algo. “Eduardo, vos y yo no tenemos nada que ver, pensamos distinto pero la semana que viene te limpian”, le dijo y ese día Eduardo entendió. Renunció, empezó a trabajar de fotógrafo de reuniones sociales y siete años más tarde sacó las fotos del “Siluetazo”, que guardó durante quince años en un cajón. Ahora las editó en un libro: “Imágenes de la ausencia. El Siluetazo. Buenos Aires, 1983”.
“Iba a las marchas, participaba y hacía las fotos para mí. No fotografiaba para vender. Me gustaba estar en el medio del quilombo. Será por la adrenalina”, reconstruye Gil. La mecánica era más o menos similar: iba a la marcha, hacía las fotos, volvía, revelaba los negativos y los guardaba prolijamente. Ahí quedaban. Eso pasó con las fotos de la Tercera Marcha de la Resistencia, de septiembre de 1983. Sólo copió dos en papel. “Son las que consideraba estéticamente bien hechas”, dice.
En una se ven dos policías, uno mirando para cada lado, como en espejo y de fondo siluetas pintadas en papeles de tamaño natural. En la otra se ven dos siluetas pegadas en las columnas de la Catedral de Buenos Aires. Los otros negativos estuvieron guardados –“libres de ácidos”, aclara- en sus correspondientes portanegativos. Hasta que en 2006 lo llamó Ana Longoni, que estaba trabajando en un libro sobre “El Siluetazo” y quería ver ese trabajo.
-¿Y qué pasó cuando vio el trabajo?
-Ana empezó a hacer exclamaciones ¿Vos sabés lo qué tenés acá?, me dijo. Es que yo no tenía conciencia de lo que estaba pasando. Me acuerdo del impacto visual de las siluetas pero yo no llegué a hacer un rollito. Son dos colitas de rollo que no completan 36 fotos. Si hubiera tenido conciencia hubiera hecho muchas fotos pero estaba participando, impactado. Y hubo mucha gente que hizo fotos, que registró. Yo estaba en plena búsqueda bessoniana y estaba en búsqueda de esos momentos precisos de Henry Cartier Bresson, muñequeando. Y por eso hay como una sistematización de cómo la gente se acostaba y buscaba la silueta.
-¿Qué son los “momentos precisos”?
-Él decía que había momentos en donde se juntan el cerebro, el corazón y la vista. En ese momento todo está equilibrado. Eso era lo que yo creía en ese momento. Ahora no estoy de acuerdo y creo que uno no domina nada. Pero la foto de “Siluetas y canas” es absolutamente bressoniana: duró el segundo en que tomé la foto porque ellos me vieron y se movieron.
-Lo que no entiendo es por qué pasaron tantos años en un cajón.
-El año pasado tuve que preparar una presentación que implicaba explicar cómo se inscribía “El Siluetazo” en mi obra. Y eso me obligó a pensar por qué lo tuve muchos años sin sacar a mi propia luz. Vengo de una fotografía bressoniana y a lo que hago hoy que es conceptual y performático: construyo pequeñas montañas de piedra para fotografiarlas y las dejo con un rastro de sangre mía. Eso no tiene nada que ver con la Leica –la cámara de fotos con la que hizo las fotos de Latinoamérica- y e l momento preciso. Si bien en el momento del siluetazo yo era consciente del momento que vivía pero eso quedó larvado en mi interior, laburando. Eso es algo que tengo de no conformarme con los lugares a los que llego.
-¿Llega a un lugar determinado y se incomoda?
-Si hay algún lugar del arte es cambiar, cuestionar. Una vez que se llega a algún lugar hay que preguntarse ¿y ahora qué hago? Yo quiero experimentar nuevas cosas, arriesgarme. Yo pasé de las fotos de Latinoamérica, de los cementerios a las fotografías del Hospital Borda. Ahí tuve un ajuste. Después, por necesidades laborales, en 1989, empecé a usar fotografía color y ahí fui pasando del blanco y negro al color. No dije voy a hacer color, son procesos que se van dando.
-¿Y cuál es el proceso que fue desde “El Siluetazo” a los últimos trabajos más conceptuales?
-Hace un tiempo presenté un autorretrato mío en bolas y muchos me preguntaron qué había hecho. Pero tengo un montón de autorretratos. También copié mi silueta impresa con la luz de una ampliadora sobre un papel fotográfico, en un papel enorme. Eran los días en lo que estaba copado con lo indicial. Un día me puse a juntar todas esas cosas y me di cuenta de que “El Siluetazo” estaba laburando dentro mío: lo indicial, la huella, son las siluetas de los que no están.