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15-9-2013|11:37|Historia Nacionales
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La Prisión Nacional en los albores del siglo XX

La cárcel en 1910: robó dos botellas de querosén y murió en prisión

Dos expedientes judiciales históricos revelan cómo murieron cinco presos de la Prisión Nacional. Cuatro de ellos durante la represión a un motín. Y el quinto, Julio D., se enfermó de “tuberculosis pulmonar”. Era un obrero ferroviario al que habían condenado por el hurto de dos botellas de querosén. Cómo era la vida en la cárcel en la época del pimer Centenario de la Argentina.

  • El documento histórico<. la causa por la muerte de Julio D.
Por: Milva Benitez

Dos expedientes del Juzgado del Crimen de la Capital y las Memorias del Ministro de Justicia e Instrucción Pública presentadas al Congreso de la Nación en 1910 y 1911, revelan las circunstancias de la muerte de cinco hombres en la Prisión Nacional. Cuatro de ellos fallecieron a manos de los agentes que usaron armas de fuego para reprimir un motín. El cuarto se enfermó de “tuberculosis pulmonar”, la afección que aún hoy aumenta en proporciones “geométricas, si se comparan los datos en forma retrospectiva a cinco o diez años” entre la población carcelaria en la provincia de Buenos Aires, señalaron en su último informe los defensores generales de los distintos departamentos judiciales nucleados en el Consejo de Defensores.

“La población carcelaria ha adquirido enfermedades a partir de su encierro” y la ausencia de protocolos de higiene ambiental y la escasez y mala provisión de alimentos hacen lo suyo, apuntaron los defensores con datos del recorrido realizado entre 2011 y 2012. En 1910, las autoridades de la Prisión Nacional ya daban indicios del agravamiento de las penas que impone el hacinamiento y el abandono en la cárcel. Enfermarse y morir en la cárcel por causas evitables ya aparecía entonces como una deuda del sistema carcelario.

El 24 de diciembre de 1910, Julio D. murió en la enfermería de la Prisión Nacional. En enero de ese mismo año, sus jefes en el Ferrocarril Oeste en la Estación Caballito, lo habían denunciado por el robo de dos botellas de kerosene. En febrero, le dictaron la prisión preventiva. En octubre la Justicia lo condenó; pero la sentencia nunca estuvo firme. Cuando el juez de sentencia Valentín Luco ordenó que lo liberaran, el jefe del penal informó que el obrero ferroviario había fallecido en la víspera navideña, enfermo de tuberculosis.

La sentencia a un año de prisión no convenció a nadie. Ni el juez que la dictó, ni el fiscal que lo acusó, ni el camarista que la confirmó querían que Julio D. fuera a parar a la cárcel por un poco de kerosene que los peritos tasaron en 40 centavos.

El fiscal Luna Olmos le había pedido dos años de prisión, la pena mínima para los delitos de abuso de confianza y hurto. El defensor coincidió porque era el mínimo de la pena por esos delitos. El juez Tomás de Veyga adujo que no estaba probado el delito de abuso de confianza y lo condenó a un año de cárcel por el robo.

En febrero de 1911, el juez de Cámara Daniel Frías confirmó la sentencia. En los papeles, Julio D. llevaba 14 meses de prisión preventiva. El primer mes en la Comisaría seccional 23, los restantes en la Prisión Nacional. La sentencia llegó tarde, cuando ordenaron su libertad, el trabajador ferroviario hacía dos meses que había fallecido.

En su alegato, el defensor oficial Nicolás Cesarino recuperó los argumentos del fiscal: “Al pedir que mi defendido sea condenado a dos años de penitenciaría recuerda sus buenos antecedentes personales y la poca importancia del hurto”, adujo. Cesarino cargó las tintas contra la “poderosa empresa ferroviaria” que en lugar de “echar a la calle al empleado, optó por su prisión”. “La ley penal argentina, es dura para los abusos de confianza y ciega para no ver los abusos de los patrones que pagan sueldos míseros con los que los empleados se mueren de hambre”, lamentó.

Julio D., como apuntador de trenes, ganaba 45 pesos al mes que no le alcanzaban para dar de comer a sus hijos y comprar los medicamentos de su mujer enferma. Cuando los dueños de la empresa —en la que trabajaba desde hacía cinco años— lo encontraron llevando el kerosene, confesó. Ante el juez, explicó que vivía en una “espantosa miseria”.

Los operadores judiciales se compadecieron. Así lo escribieron en el expediente, pero los administradores del ferrocarril no retiraron la denuncia. “Las empresas ferroviarias no calculan las necesidades de sus pobres empleados; piensan solamente en los altos dividendos, índice de una buena administración!”, dijo Cesarino.

El italiano, de poco más de 50 años, que hacía 18 había llegado a Argentina, encontró la muerte en la cárcel. El Jefe del Penal le informó al juez que cuando ingresó llevaba consigo una cartera de cuero chica donde tenía unos papeles y tarjetas personales que calificó “sin importancia”, un anillo de mujer de metal amarillo “ordinario” (en palabras del carcelero), un llavero, 7 lápices, un espejo, una pinza y un destornillador. Fue todo lo que hicieron llegar a su familia, cuando el hombre murió.

Julio D. había ingresado a la enfermería dos días antes de morir, el 22 de diciembre. Cuatro días antes, el 18 de diciembre, otros cuatro hombres habían encontrado la muerte en manos de los carceleros. Así consta en el expediente judicial de un hombre que cumplía una condena por violación. El director de la prisión le informó al juez de sentencia en lo criminal don Juan Serú que ese día “fue alterado el orden en los pabellones 5 y 6 de esta Prisión, concurriendo la fuerza armada, la cual para restablecerlo, tuvo que hacer uso de sus armas, resultando algunos detenidos muertos y otros, heridos”.

En el informe que la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital elevó al Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Juan Garro, en abril de 2011, intentó una explicación para lo sucedido. El juez apuntó que la “construcción arquitectónica”  de la Prisión Nacional, “no responde a los fines para que fue creada y de ahí los incidentes lamentables que con tanta frecuencia se han venido sucediendo en dicho Establecimiento”.

Ese motín no pasó desapercibido para las autoridades. Tras los incidentes, el ministro Garro dispuso trasladar a los “menores” alojados en la Prisión Nacional a la Colonia Marcos Paz. En el informe remitido al Congreso, explicó: “estos menores eran en todos los casos utilizados por los recluidos adultos a fin de que produjeran desórdenes, a los que inmediatamente secundaban, produciendo en el acto las tradicionales griterías que como la del día 18 de diciembre originada por el menor Alejandro Montoya, tuvo serias y graves consecuencias”.

El agravamiento de la pena es considerado por organismos internacionales y defensores de derechos humanos una forma de tortura “naturalizada” en los sistemas carcelarios. En el último Congreso Internacional de Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, el titular de la Procuraduría contra la Violencia Institucional, Abel Córdoba, advertía que tan evidente es la incondicionalidad del sistema judicial que evita sancionar los malos tratos a detenidos que pareciera existir “una habilitación legal para torturar”. A la pena de prisión se suma el dolor infligido diariamente en un esquema que conjuga arbitrariedad y abandono.

Fuentes: Documentos del Archivo General de la Nación: Memorias del Ministerio del Interior presentada al Honorable Congreso de la Nación 1910-1911 / Memorias del Ministerio de Justicia e Instrucción presentada al Honorable Congreso de la Nación 1910-1911 / Juzgado del Crimen, caja D-101.

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