A 24 horas de terminado el juicio contra sus apropiadores, una periodista cuenta su infancia en común con Elena Gallinari Abinet, la primera chica nacida en cautiverio y recuperada. Una niña que llegó a Bella Vista en los agitados años 80 para revolucionar el 5to grado de la escuela que la recibió con los brazos abiertos, pero en silencio.
Unos meses antes, el vecino y futuro intendente Aldo Rico apareció en los noticieros con la cara pintada. Pedía el fin de los juicios por los crímenes de la dictadura militar. En ese inestable año 1987, Elena Gallinari Abinet llegó a Bella Vista, la localidad más conservadora del entonces partido de General Sarmiento, hoy San Miguel.
Las maestras de 5to “C” turno tarde de la Escuela 9 estaban nerviosas.
-Chicos, va a venir una compañerita nueva. Se llama Elena y se muda con sus tíos, que viven acá. Ellos la adoptaron, porque no tiene papás.
Uno o dos días después, apareció ella: el pelo lacio, los ojos grises enormes, flaquita, menudita y con la piel blanquísima, casi transparente, llena de pecas. Sus compañeros tejieron hipótesis, influidos por muchas películas infantiles y los adultos que no hablaban. ¿Estará desnutrida? ¿Vendrá de un orfanato?,
Elena no tardó en mostrar su sonrisa gigante, en hacerse amigos, en sumarse a los juegos en los recreos y de a poco a los cumpleaños en las casas y las salidas. Se convirtió en una más del grupo. Sin que nadie preguntara demasiado, con la naturalidad de la verdad, empezó a contar muy de a poco y a los más cercanos. Primero habló de sus/las abuelas; en un plural raro. Un día mostró una foto: eran muchas más que las dos que –con suerte- tenía el resto de los chicos; ocho, diez, once. Y dijo que eran las Abuelas de Plaza de Mayo.
Era la primera vez que alguien las nombraba y nadie entendió por qué se llamaban así. Abuelas de Plaza de Mayo, desaparecidos, nietos recuperados, cautiverio, secuestrados. Entre sus diez y sus doce años, de quinto a séptimo grado, Elena les enseñó palabras nuevas a sus amigos, mientras relataba cosas sueltas y desordenadas: que a sus padres los habían matado; que antes tenía un nombre horrible y un padre policía; que iba a un colegio católico que no le gustaba; que en esa casa eran todos muy serios y no se divertía; que no se sentía parte de esa familia y, por eso, cuando le dijeron que tenía otra, se puso contenta; que cuando los conoció no entendía por qué ellos que no la conocían la querían más que los otros.
Mientras tanto, en la escuela funcionaba un pacto de silencio, tácito pero muy eficaz. Estaba el relato pero faltaba la explicación. La historia de Elena llegaba a las casas de sus compañeritos más confidentes en forma de interrogatorio a los padres. Las respuestas eran, en el mejor de los casos, desdibujadas; la mayoría de las veces directamente silenciadoras: “Esas no son cosas de chicos”, “No le pregunten más” y “No comenten esto en el colegio”. Así pasaron los años, sin que ningún padre ni ninguna maestra, decidieran ponerle fin a la confusión.
Solo Elena hablaba: en la caminata a la salida de la escuela, en la pileta de su casa a la que siempre invitaba amigos, en una noche larga de campamento en el Parque San Martín –muy cerca de donde hace unos años el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los restos de su mamá, en una fosa común del cementerio-. En cualquier momento surgía algo más de los años oscuros en los que no sabía quién era: el maltrato de su apropiadora y la acusación constante de ser “una nena demasiado rebelde”, el terreno baldío en City Bell por el que la llevaban cada tanto para recordarle que ahí la habían dejado tirada sus padres y que ellos eran “sus salvadores”, las pesadillas recurrentes con manos que la agarraban cuando todavía vivía con ellos y, en los primeros tiempos de su “rescate”, los llamados intimidatorios de sus apropiadores y el terror a estar cerca de puertas y ventanas por temor a que volvieran a secuestrarla.
Al contar su historia Elena abrió una grieta en el silencio de Bella Vista. Un silencio nada casual: la Escuela 9 está a ocho cuadras de Campo de Mayo, donde funcionó uno de los mayores centros clandestinos de detención de la dictadura y una de las maternidades donde nacieron muchas otras Elenas. A diez cuadras de donde ella compartía su historia con sus compañeritos, vivía el represor y apropiador Norberto Bianco, el médico que "atendía" a las parturientas en Campo de Mayo. Hasta 1984, tres años antes de que llegara Elena, los “hijos” de Bianco, Pablo y Carolina, iban a esa misma escuela; y su esposa, la apropiadora Susana Werhli, era maestra ahí. Un día los fueron a buscar del juzgado –como a Elena-; pero a ellos no los encontraron. Nunca más volvieron a clase y tampoco hubo explicación para eso.
Desde el 21 de abril de 1987, cuando la sacaron del colegio y la sentaron frente a un juez que le contó que era hija de desaparecidos, Elena se sintió libre. Aunque en ese instante pensó: “Esto no me puede estar pasando a mí”. Horas después, al reencontrarse con la familia biológica, empezó a creer que no sólo le estaba pasando a ella, sino que era lo mejor que le podía pasar. “Es difícil, pero la verdad es liberadora”, le dijo al Tribunal Oral Federal N°1 de La Plata el lunes pasado, cuando pudo contar en voz alta, para todos, sin miedo, ni miradas, su historia. Los compañeros del 5to C de la Escuela 9 le agradecen y la admiran por haber compartido esa verdad con ellos y hacerlos, así, también un poco más libres.