Liliana Bargas se protegía con rejas, tiros al aire y 13 perros. Cualquier vecino de Villa Bosch podía ser un potencial delincuente. Hace una semana asesinó de tres tiros a una vecina que se quejó por el olor y los ladridos.
Fueron tantos los perros de Liliana Bargas que nunca nadie pudo aprenderse sus nombres. Al principio eran tres: un ovejero alemán y dos doberman, típicas razas que la clase media del conurbano suele preferir para defender sus casas. Después fueron cinco, siete, diez. Oso, Mapuche y Mapucha eran los más conocidos. Los vecinos creen que Liliana los cruzaba entre ellos. Cada vez que se enojaba, los largaba a la calle, sin correa. En la cuadra de Darwin al 700, en Villa Bosch, tenían miedo. Un vecino recuerda que uno de los perros, uno feroz, mató al pequinés de una señora de la vuelta. Cada tanto aparecía algún perro muerto en la esquina. Liliana acusaba a sus vecinos, pero ellos están seguros que ella misma los mataba.
Ahora, doce de los trece perros de Liliana Bargas corren en el Campito: un refugio en Esteban Echeverría, regenteado por una ONG que alberga a unos 700 animales. A uno de los perros ya le consiguieron una familia adoptiva. La mujer que supo tenerlos en el patio de su casa sigue detenida: el martes Bargas declaró durante cuatro horas ante el fiscal de San Martín Héctor Scebba y, según fuentes judiciales, confesó el crimen aunque trató de justificarlo diciendo que la vecina Zorzoli la vivía hostigando.
La noche del jueves 17 Zorzoli fue a recriminarle a su vecina por el olor y los ladridos de los perros. Liliana Bargas le pegó tres tiros con un arma calibre 22: dos en la cabeza y uno en el tórax. Después huyó. La Policía Federal la encontró dos días después, deambulando por Palermo.
Muchas de las familias de Darwin tienen perros, pero los que molestaban eran los de Liliana. Sus perros, sucios, atrapados en una casa más sucia todavía, desprendían un aire espeso, nauseabundo, que se sentía en toda la cuadra. Liliana misma arrastraba ese olor por donde pasara. Nadie, o casi nadie, se atrevía a decirle algo. A su espalda, la llamaban la “loca de los perros” o “la loca pistolera”.
Las mujeres de la calle Darwin
Matilde Winteked siempre sintió pena por su hija Liliana. Sola, sin hijos, era muy diferente a Ruth, su hermana. Ruth tenía amigos, Liliana no. Vecinos de la misma cuadra, que hablaron con Infojus Noticias, creen que Liliana “está loca desde chiquita”.
Cuando era adolescente, Ruth era una chica vivaz. A los 15 años puso un gimnasio en el garage de la casa. Acomodó espejos por todos lados, invitó a sus amigas del barrio y empezó a dar clases. Por ese entonces, salía con un chico y tenía una hija chiquita.
Claudia era vecina de los Bargas y se anotó en el gimnasio. Todavía se acuerda la tarde en que escuchó el ruido agudo de vidrios rotos. Liliana, ira a flor de piel, destruyó cada cosa que encontraba a su paso en el negocio de su hermana. Con un palo, gritaba y golpeaba. Ruth, desesperada, respondía a los gritos, como podía, aunque entendió que tenía tomar una decisión.
-Cuidamela a mi mamá-le rogó Ruth a una vecina amiga de su madre-. Yo no vengo más acá porque Liliana me dijo que me iba a matar a mí y a mi hija.
Matilde no pudo, no supo, no quiso hacer nada ante la partida de Ruth.
-Si me la trajera a la nena, qué grande debe estar- le decía, a veces, a su amiga.
Poco tiempo después murió Don Bargas, aunque en el barrio nadie se acuerda mucho de él.
Preocupación, nervios, desahogo
La noche del jueves 17 de octubre, en la casa de Claudia sonó el teléfono. Era Liliana. Como tantas otras veces, Claudia escuchó las quejas de su vecina. No es su amiga, pero cree que intentar hablar con ella es una manera de lidiar con los modos de Liliana. Más de una vez se pelearon ellas también. Liliana se enojó tanto una vez que le tapó los caños que dan a la calle con botellas de vino de tres cuartos. Pero de alguna manera Claudia la sabía llevar. Liliana la escuchaba, reflexionaba y volvía de nuevo a hablarle. Es probable que Liliana sintiera algo de contención en ella.
Esa noche, Liliana necesitaba desahogarse. Estaba nerviosa y preocupada por las denuncias que le hacían en la cuadra. Claudia intentó calmarla y le cortó. Siempre hacía eso para que Liliana parara un poco y a ella no la volviera loca. Diez minutos después escuchó los tiros. Cuando salió a la calle vio el cuerpo de Carmen Zorzoli en el piso.
Los vecinos dicen que los gritos del hijo de Carmen se escuchaban incluso varias cuadras más lejos de Darwin.
-Quedate tranquilo que tu mamá está con Dios-le dijo una vecina al hijo de Carmen, mientras le pasaba un paño mojado con agua fría por la frente.
30 denuncias
Es mediodía y en la cuadra de Darwin al 700 hay un silencio de siesta. Pasa algún que otro auto, cantan algunos pájaros. Un pasacalles felicita a Sofía por sus 15 años. Algunos chicos se acercan al quiosco que está a mitad de cuadra, el único negocio. Unos metros a la izquierda está la casa de Liliana y su madre Matilde. A diferencia del resto, la casa está protegida por todos los con rejas sobre rejas.
En la entrada hay un árbol muy ancho. Sus raíces hace tiempo levantaron todas las baldosas de la vereda. Tras el primer enrejado está el zaguán: un sillón roto, trapos, maderas y baldes viejos. Hay un cartel de una empresa de alarmas de seguridad y un pequeño altar de la Virgen María.
En 1983, el marido de una amiga de Matilde estaba muy enfermo. Como era enfermera, su amiga le solía pedir que fuera a su casa a ponerle una inyección. Una de esas veces, le pidió a su hijo que la fuera a buscar.
-¿Quién es? ¿Dónde vivís?-le gritó Liliana, un arma en cada mano, al chico que había tocado timbre. Era la primera vez que se veían.
-Me pegué un susto, mami-le contó el chico después a su madre.
Liliana tenía armas desde hacía más de treinta años. Los vecinos escuchaban noche por medio los tiros al aire. Vigilaba para que no le robaran. A las armas les sumó doberman y ovejeros. Liliana se quejaba de que se los envenenaban. También se empezó a quejar de que sus vecinos eran de mal vivir. “Son chorros”, repetía. Estaba obsesionada con la seguridad. Estaba preocupada por su madre. Sus vecinos querían hacerle mal y ella no lo iba a permitir. Los chicos la molestaban y ella les tiraba caca y orín de sus animales para echarlos.
-Mocosos de mierda, ni un polvo se puede echar una tranquila, los voy a agarrar un día y no van a tener más ganas de jorobar-les gritó una vez a los chicos de la cuadra, cuando eran chiquitos, recuerda la amiga de Matilde.
Liliana es una mujer bajita y maciza. Lleva el pelo largo, canoso y siempre atado, tirante. Su mirada es dura, seria. Siempre olía mal. Ese olor a perro y podredumbre que en la cuadra detestaban. Todos los vecinos coinciden en que tenía sus días. A veces los trataba bien y otras veces no la podían ni mirar. Odiaba la mirada del otro. Cuando se enojaba, juntaba basura y desechos de los perros, se subía a la bici y los tiraba en la puerta de cualquiera de los vecinos. O soltaba a los perros.
Carmen Zorzoli alquilaba una casa en un PH que está justo al lado de la casa de Liliana. Desde que llegó con su hijo de 21 años hace poco más de dos años, nunca se llevó bien con su vecina. Carmen solía quejarse como el resto de la cuadra. Liliana se enojaba y a diferencia de la mayoría de los vecinos, Carmen le contestaba. O se reía. Muchas veces era su hijo la que la frenaba y se la llevaba para la casa.
Cansados de los ruidos, preocupados por su seguridad y asqueados del olor de los de perros, decidieron presentar una denuncia. Y luego otra. Y otra. Los investigadores del caso contaron que Bargas tenía al menos 30 denuncias en la comisaría de Villa Bosch por amenazas a vecinos y abusos de armas.
La última denuncia fue una semana antes del crimen. Alexander, el hijo de la víctima, contó que en septiembre su madre y Bargas discutieron. “Sabía que algo malo iba a pasar. Un día la mujer salió a los tiros de arriba de la terraza. Mi mamá estaba ahí, estaban discutiendo”, dijo. El 10 de octubre, Carmen Zorzoli ratificó la denuncia en sede judicial. Unos días después, Bargas recibió en su casa la citación.
¿Quién va a cuidar a mi madre?
-¿Quién es mi abogado? Yo con cualquiera, no. Esto es un caso grave de narcotráfico- escucharon fuentes judiciales el martes, apenas Liliana entró en una sala luego de haber sido trasladada desde la brigada femenina de Maipú a los tribunales de San Martín. Vestía una campera verde militar y un pantalón beige. Su pelo, grasiento, atado con un cinta blanca, le caía por la espalda. Pidió agua y lavarse las manos. A un policía que se encontraba allí con otro detenido le dijo: “Venite conmigo así salís en la tele”.
Estuvo horas reunida con su defensora oficial. Fuentes policiales sostuvieron que hablaba sin parar. A ellos les dio la impresión que Liliana es inteligente, que habla como una persona con estudios.
-Mi mamá está sola. ¿Quién la va a cuidar? ¡Yo la tengo que cuidar!-dicen que repetía.
Contó que habla tres idiomas, que viajó por Estados Unidos y Canadá, que es rescatista y entrenaba. Se quejó de sus vecinos: son peligrosos y quieren hacerle mal a su madre. Se quejó de la justicia: ella hizo denuncias y nunca nadie hizo nada. A Carmen Zorzoli la mató en defensa de su madre.
-Si lo tuviera que volver a hacer, lo haría de nuevo-escucharon en la sala.
Llevaba unos cd’s cuando la detuvieron. Ella jura que tiene “pruebas”. En la declaración indagatoria, la mujer acusada repitió que es culpable.
La causa está a cargo de la fiscalía nº1 de San Martín, dirigida por Héctor Scebba, y caratulada como homicidio calificado por alevosía y por el medio empleado. La defensora oficial pidió una pericia psicológica y psiquiátrica. José Luis Ferrari, abogado de la familia de la víctima, insiste en que Liliana Bargas no es inimputable. Para él, ya hay elementos suficientes para declararla culpable por homicidio simple. Ahora se espera que se defina la fecha de la pericia.
A la madre, Matilde Winteked, de 91 años, la policía la llevó a un hospital.
Ruth vuelve a la casa
A Ruth, pantalón negro y camisa blanca de broderie, el olor no fue lo que más la impactó cuando volvió a entrar a su casa, después de muchos años. Llegó a la puerta esquivando las raíces del árbol y los trastos en el piso del zaguán. Acarició con suavidad la imagen de la virgen. Al abrir la puerta, se topó con tufo que los vecinos de la calle Darwin conocen bien. Tan fuerte que se impregna en la nariz y es imposible olvidalo por horas.
Adentro de la casa se escucha el cuchicheo de las ratas. Pasan cucarachas por el piso. Los vidrios están rotos. Hay cosas tiradas en el piso. Mucha mugre. De las paredes cuelgan recuerdos, algunos trofeos. Hay varias bicicletas tiradas. Sillones rotos. Una capa sólida de telaraña hace de sobretecho. En el cuarto de Matilde hay fotos sobre la pared de la cama: los rostros sonrientes de los integrantes de la familia. En el baño hay baldes llenos de agua podrida y una red que cerca buena parte del lugar. Una cebolla y frascos de salsa de tomate podridos, más cucarachas, botellas vacías apiladas en una heladera que no funciona. El olor llega al patio. Un estanque ocupa la mayor parte del lugar. Flotan peces anaranjados muertos. Allí Ruth recordó demasiado.
-Se podría haber evitado, Laura-sollozó al abrazar a la amiga que la acompañaba.