Periodista, militante sindical, defensora de los derechos humanos, Lilia Ferreyra fue mucho más que la última mujer de Rodolfo Walsh. Fue la chica que salió de un pueblo del interior bonaerense con un título de maestra y profesora de piano y que, hasta el último aliento, creyó en hacer del mundo un lugar mejor. Infojus Noticias la despide con este perfil.
“¿Qué hubo en estos meses? Mi soldadura con Lilia, la mujer cuyos ojos crecen durante todo el día y ya por la tarde son enormes y de noche llenan todo. La recuerdo una mañana, acostada panza abajo, una leona suave tomando café con leche mientras el sol entraba por la ventana. Lilia, lenta y apacible, para estar sentada junto a una parva mirando pasar las mariposas, un verano”.
Diario de Rodolfo Walsh, lunes 12 de agosto, 1968.
El sábado 26 de marzo de 1977, con uno de los primeros soles del otoño sobre su cabeza, Lilia Ferreyra –33 años, el pelo suelto y corto, flaca, con jeans- bajó del Ami 8 color verde en el que viajaba hacía más de una hora desde Capital y apresuró el paso que la llevó a enfrentar lo más temido y también posible: la casa de San Vicente que compartía con Rodolfo Walsh había sido bombardeada, acribillada, destruida. Todo estaba dado vuelta. El inodoro en el patio, las marcas de las balas en las paredes de ladrillo sin revoque. Lilia sintió el peligro cercándola y no miró más. Corrió hacia el auto mientras gritaba y agitaba los brazos en señal de huida.
En el Ami 8 esperaban Jorge Pinedo, con las manos listas en el volante y el pie en el acelerador, y Patricia Walsh, con sus hijos María Eva de 3 años y Mariano de 16 días escondidos en el piso de la parte trasera del coche. Lo que siguió se parece a la desesperación o a la supervivencia. De alguna forma encontraron, a campo traviesa, la ruta 6 que pasa por detrás de San Vicente y volvieron a Buenos Aires. Los tres recuerdan, y así lo declararon en el juicio de la Mega Causa de la Esma, que sintieron la muerte demasiado cerca. Tenían razón. El grupo de tareas de la Esma había abandonado el lugar apenas unos minutos antes. Y se había robado lo que aún hoy se reclama: la obra inédita de Walsh.
Desde ese día y hasta el día de su muerte, Lilia Ferreyra sería reconocida y recordada como la última mujer de Rodolfo Walsh, su compañera en la revolución y en el repliegue. Pero fue mucho más: periodista, militante sindical, defensora de los derechos humanos, una chica que salió de un pueblo del interior bonaerense con un título de maestra y profesora de piano y que, hasta el último aliento, según ella misma relató, creyó en hacer del mundo un lugar mejor.
La primera vez que Lilia Ferreyra y Rodolfo Walsh se vieron, él corría con ventaja. Ella tenía unos 23 años y celebraba en un café de la calle Corrientes el lujo que se daba una vez por mes con su sueldo de obrera en una fábrica de químicos: comprarse un libro. Ese mes había elegido Un kilo de oro –segundo libro de cuentos de Walsh-. Él, recién separado de Pirí Lugones, aún casado con Elina Tejerina –la madre de Vicky y Patricia de quien nunca se divorciaría-, escritor reconocido, era el hombre capaz de enamorar con una mirada. Lilia, tímida, sonrío haciéndose la distraída, mientras un amigo le pedía a Rodolfo, a cuatro mesas de distancia, que firmara el libro para ella. El año era 1967; el lugar, la Confitería La Paz.
“Al ratito Rodolfo pasa al lado de mi mesa, saluda y me mira… bah, nos miramos”, recuerda mientras levanta los ojos como si pudiera ver así mejor sus recuerdos, sonríe y repite, dándose la razón a sí misma, “nos miramos”[1]. Ese fue el comienzo de la historia que siguió un mes después en otro restaurante y así, durante los primeros años, en cafés, librerías, cines y teatros porque en ese entonces “la vida corría como un río por la calle Corrientes”[2]. Existe una foto de esos tiempos, tomada durante un viaje que hicieron a Cuba, donde la felicidad parece tan real que la falta de colores no hace más que exaltarla: Rodolfo lleva una camisa de mangas cortas, con dibujos que parecen pájaros o mariposas, en el bolsillo los cigarrillos y una lapicera, los anteojos en la mano, mira a la cámara feliz, relajado. Lilia, apoyada contra su espalda, distendida, hermosa, un pie sobre la reposera y otra en el piso, sonríe mirando hacia al cielo, como soñando.
“Hay una atracción que es muy difícil de explicar, pero creo que es el punto de partida de un enamoramiento, que después se va entretejiendo a medida que se conoce la intimidad del otro, no? Este interlineado de vidas es lo que fue transformando esa atracción en amor”[3]. Lilia mira a la cámara un poco de reojo y no deja de tocarse, más bien acariciarse, su oreja derecha. Parece un tic, o la suplantación de otro tic más dañino: en toda la entrevista, 40 minutos de ella hablando más de Walsh que de sí misma, sin un solo cigarrillo Pall Mall en la boca. Entonces tenía 68 años. Y para ella, hasta el último día, fumar fue un vicio innegociable.
Tras la desaparición de Rodolfo Walsh, la pérdida del gran amor de su vida, Lilia se exilió en México. Antes, junto a Horacio Vertbisky, vació el departamentito de Buenos Aires donde aún quedaban cosas de los dos, que en los meses anteriores habían ido mudando de a poco a San Vicente. Lilia trabajó en la editorial Jorge Álvarez, a la que había ingresado con la ayuda de Rodolfo y de la que había sido despedida por presión de Pirí. Luego fue periodista y dirigente sindical, apenas meses después de ingresar al medio, en el diario La Opinión. Cuando regresó del exilio y se fundó el diario Página 12 no tardó en sumarse a ese equipo.
Pareciera que todos sus años los hubiese dedicado a Rodolfo. Si se googlea su nombre, y se evita por elección de fecha la triste noticia de su muerte el pasado 31 de marzo, el nombre de Lilia aparecerá inexorablemente al lado del de Walsh. Fue ella quien estaba junto él cuando brindaron bajo el cielo estrellado de San Vicente por la promesa cumplida de terminar la Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar y el cuento Juan se iba por el río a un año exacto del primer aniversario de la dictadura. Ella quien junto a un sobreviviente de la Esma reconstruyó oralmente el cuento que sigue desaparecido.
Foto: Marcos Bufano
Unas semanas antes de morir, Lilia Ferreyra se río con una carcajada fuerte, resonante. No era una mujer que riera demasiado, más bien tenía una sonrisa leve, como un gesto que le iluminaba la cara. Pero esta vez, la historia que le contaban era tan desopilante que no pudo reprimirla. En la casa del Delta había resurgido de la mismísima tierra una bañadera perdida de Walsh en la época que vivía con Pirí Lugones. Ella la tenía en el patio, como un adorno con plantas. Y el tiempo hizo que quedara enterrada. El matrimonio Argüello compró esa casa sin saber que había pertenecido a Walsh. Entrañables amigos de Lilia –Mabel, la mujer, cantó Honrar la vida frente al cajón en el funeral- la fueron a visitar para contar el resurgimiento.
El periodista Julián Varsavsky fue uno de los amigos que estuvo con ella hasta el último momento. Y también fue el hombre más odiado por el gato Pepito, una especie de dictador, macho alfa, que dominaba todo el territorio de la casa, hasta la heladera. Julián era el único que le decía que no. O como esos límites no funcionaba recurría a medidas más drásticas: poner la mesa de madera contra la heladera, por ejemplo, era lo único que resultaba para que el gato no lograra abrirla y dispusiera de los manjares a su antojo. Lilia, cuando él no estaba, preguntaba sorprendida a sus enfermeras: “no sé por qué Pepito no lo quiere a Julián, es al único que no quiere”. El gato era tan amo y señor de la casa que hasta comía del mismo plato que su dueña.
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Una foto del amor de su vida en la pared. Una biblioteca grande, con una sección especial para todos los libros de Rodolfo Walsh, en todas sus ediciones. Y también para los que hablan sobre él. Una ventana por donde se ve el Río de La Plata, con una tarima construida especialmente para que uno pueda sentarse a fumar y mirar el agua. Una copa de vino tinto, con hielo. En el departamento del piso 12 suena una sonata de Mozart por Mitsuko Uchida o la sinfonía N° 4 de Malher. El gato Pepito le acaricia el pecho con una pata. Lilia fuma un último cigarrillo y la vista se pierde en el río, el lugar adonde miraba para sentirse cerca de Walsh. Recuerda las últimas palabras que le dijo antes de que desapareciera para siempre: No te olvides de regar las lechugas. Sus ojos crecen, se hacen enormes y lo llenan todo.