Juanita Meller de Pargament es una de las primeras que empezó a darle forma a la organización de derechos humanos, el 30 de abril de 1977. Ayer cumplió un siglo de vida. Sigue yendo a la sede de Madres y trabajando como siempre.
Juanita Meller de Pargament se levantó hoy pasadas las 9 de la mañana, preparó su ropa, tomó unos mates y subió a la camioneta para llegar a las diez en punto al local de Madres de Plaza de Mayo. Llegó, como todos los días, entre las primeras. Leyó los diarios “para estar al día con este mundo en que vivimos” y atendió el teléfono, que hoy no paró de sonar. “Me llamaron las Madres, una por una, diciéndome que el teléfono había estado ocupado toda la mañana. Les contesté que tenían que saber que es la bondad de ellas lo que ocupaba la línea”, le dijo a Infojus Noticias, en una de las varias entrevistas que dio. Juanita fue una de las fundadoras de la organización de derechos humanos, el 30 de abril de 1977. Pero el ajetreo de hoy tiene una razón mucho más feliz que la que la lanzó a caminar alrededor de la Pirámide de Mayo durante 1.884 jueves sin faltar uno sólo: ayer cumplió cien años de edad.
A la tarde, después del fin de la jornada, volverá a casa a hacer todavía algunas tareas del hogar. Por el ruego de su familia, aceptó dormir una vez en casa de su hija y una en la suya. “Así el deseo de ellos se cumple”, concede Juanita, como si fuera la cláusula de una ardua negociación. “Uno ha aprendido de esa libertad que tenía aquella juventud”, se defiende, evocando la generación de su hijo Alberto José Pargament, médico y psicólogo, secuestrado el 10 de noviembre de 1976 de su casa por nueve hombres con armas largas y vestidos de civil.
-¿No se tomó un descanso ni el día siguiente a cumplir cien años?
-¡No! Al contrario: traté de estar vivísima para que la gente que me llama o me vino a visitar vea que esto sigue.
-¿Cómo recibió su cumpleaños número cien?
-Lo pasé con parte de la familia. Algunos estaban de viaje, pero recibí varios llamados porque la ciencia me permitió ver los rostros de mis seres queridos, además de tantos amigos que vinieron a casa. Fue un sentimiento de profundo bienestar y un sentimiento de calidez sin medidas.
-¿Cómo se despertó hoy?
-Con cierto temor, que los 100 años incidan en mí para disminuir mi trabajo. Yo sabía que querían hacerme un festejo grande pero le decía a todos que transitáramos este periodo y siguiéramos, con optimismo pero serenamente, sin mucho alboroto. Tantos llamados me hicieron tanto bien. Me dieron derecho a pedir que la vida me consienta seguir un poco más para ser parte del cambio que estamos transitando en nuestro país.
El motor
-¿Cuál es el recuerdo que conserva de Alberto?
-Alberto era un motor insaciable, el día le quedaba corto. Atendía un consultorio en casa, otro lejos, tenía un temperamento muy inquieto y estaba empecinado en cambiar el mundo. Él y todos esos muchachitos estaban llenos de cualidades, por eso se los llevaron: por la claridad y la valentía de luchar por algo.
-A usted no le gusta hablar del secuestro de su hijo como una tragedia individual.
-Es un tipo de pacto de conformidad que tenemos con las Madres. Porque cuando hablamos de los hijos hablamos de las mismas cualidades y defectos, entonces por qué separar las cosas, si luchaban por lo mismo, si todos entregaron su vida por ese cambio que querían.
El segundo quiebre
La desaparición forzada de Alberto no fue el único cachetazo que Juanita tuvo que sobrellevar. Cuando secuestraron a Alberto, él estaba esperando un hijo. Pudo tenerlo en brazos unos pocos días porque la madre, empujada por el horror cotidiano, decidió irse a Brasil. Juanita no estuvo de acuerdo con la decisión. “Desde el primer momento yo le dije que no se fuera, pero teníamos puntos de vista muy distintos. Ella me decía que Alberto no estaba más, que para qué íbamos a buscarlo. Yo le dije que para mí era prioritario, que no iba a parar y a entregar todo lo mío hasta encontrarlo”.
Juanita no la compartió, pero no le quedó más remedio que aceptar la partida de su nieto. Muchos años después, un joven con 18 años entró al local anterior que las Madres tenían Hipólito Irigoyen. Ella estaba atendiendo y le preguntó qué necesitaba.
-Me dijeron que acá hay libros con fotografías -le dijo.
-Aquí hay una vitrina. Elegí el que quieras –respondió ella.
El pibe señaló uno. Juanita se lo dejó en las manos. Lo abrió, pasó las páginas y dijo:
-Éste es mi padre. Yo soy Javier.
Juanita le tomó las manos:
-Me alegro de conocerte, de verte. Cuando quieras vení a verme a mi casa y conversaremos, quisiera que lo conocieras a través mío.
Javier fue. Pero no fue el encuentro anhelado. “Vino a mi casa, tomamos Coca y conversamos. Yo le había preparado fotos de Alberto, pero era distinto. Nada de eso le interesó. Lo habían criado con una moral distinta, una manera distinta de vivir, así que nos terminamos alejando”.
Socializar la maternidad
-Alguna vez dijo que las Madres habían tomado una determinación única en su género, que había sido socializar la maternidad.
-La sociabilización de la maternidad fue una actitud realmente valiente y épica. Cómo íbamos a hablar de uno, luchar por uno, cuando se han llevado a tantos. Hubiese sido una actitud muy egoísta. Estuve 37 años sin parar, acompañada por estas madres que siguen aguantando, teniendo esperanzas, entregando siempre un poquito más en nombre de estos hijos queridos que nunca más volvimos a ver. Fue haber dado un paso adelante, y valió la pena, hayamos avanzado mucho o poquito.
-¿Qué falta si mira hacia adelante?
-Continuar en la misma forma mi actividad. Saber cómo sigue el mundo, ir conociéndolo. Y ratificar que las Madres, en cada paso que damos, en todas las actitudes y medidas, están los deseos y la presencia de nuestros hijos. Que si estuvieran acá y pudieran, dirían que “estas viejas han logrado triunfar”.
Juanita también recurre a lo que –a esta altura- es un lugar común: la lucha truncada de sus hijos las hizo nacer como Madres. Así, con mayúscula. Una vez, como casi todas las madres de los jóvenes que militaban con un Estado que asesinaba a su militancia, le preguntó casi rogándole si quería irse del país. Alberto la miró directo a los ojos –Juanita lo recuerda muy bien-, y le respondió con otra pregunta:
-¿Y el país no es mío también?