Aníbal Prado Marín y Alejandro Hugo López hicieron el servicio militar en 1976. Fueron testigos de la desaparición forzada de otros conscriptos y de cómo funcionó este centro clandestino de detención.
Aníbal Prado Marín era conscripto. Treinta y siete años después, frente al Tribunal Oral Federal N° 5, recuerda la voz de un hombre que gritaba “me estropearon la vida”.
-Veía pasar gente de civil, con peluca. Camiones de la Policía, de la Marina. Nos acercamos a una casa. Estaban sacando gente. El capitán de Fragata Adolfo Arduino dijo: “Esto me huele a pescado podrido”.
El abogado de la defensa interrumpe el relato del exconscripto.
-El testigo incurre en autoincriminación. Está afirmando que participó de operativos.
Un silencio absoluto se impone en la sala. El presidente del Tribunal, Leopoldo Bruglia, duda. Escucha a las querellas. Un abogado plantea que así como hubo testigos que hablaron de trabajo esclavo durante su cautiverio, a Prado Marín lo obligaron a presenciar operativos. A esa altura el testigo ha dejado la sala. Otro letrado plantea que al momento de los hechos ese hombre era un “civil bajo bandera” y que “no se lo puede equiparar con oficiales de la Armada”. Un tercer abogado dirá que a medida que avance el relato, “aparecerán los hechos que lo tienen como víctima”.
Prado Marín llegó a la ESMA en abril de 1976 con 18 años, tras un mes de instrucción en Punta Indio. En la sede de la Armada el tratamiento era “adusto” y “rudo”. Hoy es un hombre de 58 años, barba larga -atada con gomitas- y remera ancha. En aquellos primeros días que pasó en la ESMA, un suboficial mayor (Aníbal Mazzola) hizo formar a la tropa.
-Se me quedó el coche en la calle- dijo -¿alguno tiene familia que viva cerca?
Prado Marín dio un paso al frente.
-La mía vive en Martínez.
El soldado llamó por teléfono desde la oficina del suboficial. Sus padres no sabían que estaba haciendo la conscripción a 7 kilómetros de su casa. Unas horas más tarde, el suboficial mayor volvió a entrar a la ESMA, con el soldado, sus padres y el auto remolcado. Ese día Prado Marín se fue de franco. A su regreso, empezó a trabajar en horarios de oficina y estuvo un mes en la garita de seguridad de la ESMA, entre mayo y junio de 1976.
Durante una guardia sonó el teléfono. Alguien dio la orden: ir al edificio principal. Allí, Mazzola le presentó a Arduino y le hizo una advertencia: “A partir de ahora, no se corta más el cabello ni respeta horarios. Sólo responde a mis órdenes”. Prado Marín, junto con otros tres colimbas pasaron a estar a disposición del capitán de Fragata.
“¿Que hacían?”, preguntan los jueces. El público murmulla. El juez los calla.
-Esperábamos. Y acompañábamos a Arduino. Fuimos a operativos adonde iban camionetas, algún camión. Eran en la zona norte de la Ciudad de Buenos Aires. En los barrios de Belgrano, Coghlan, Saavedra.
-¿Qué rol cumplía Arduino?- pregunta el fiscal.
-Arduino se limitaba a observar la mecánica de los operativos. No los dirigía.
En la ESMA, Prado Marín conoció a Sergio Tarnopolsky, clase 55, como él. Tenía su “puesto de trabajo” en la oficina de Mazzola, el militar al que se le había quedado el auto. Sergio había comenzado los entrenamientos unos meses antes. Cortaban el tedio de las horas sin trabajo con juegos de ajedrez.
Sergio Tarnopolsky era dragoneante -ayudante, secretario- del jefe de Inteligencia del Grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA, Jorge “El Tigre” Acosta. No estaba obligado a cumplir con el servicio militar por estar casado pero, como era militante montonero, no había querido pedir la baja. En su blog, Roberto Baschetti cuenta que Sergio reunía información de la ESMA y se la pasaba a Rodolfo Walsh, que la hacía pública a través de la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA). En junio o julio de 1976, Sergio intentó volar uno de los patios de formación con una bomba de fabricación casera. El artefacto no llegó a explotar porque lo descubrió un jardinero.
“Acosta decía que su dragoneante lo había traicionado y que no iba a quedar un solo Tarnopolsky sobre la tierra”, contó Marta Remedios Alvarez, sobreviviente de la ESMA, en el juicio que concluyó en 2011. Y condenó a 16 represores, entre ellos Acosta, Alfredo Astiz, Antonio Pernías y Ricardo Cavallo, a la pena de prisión perpetua.
La madrugada del 16 de julio de 1976, la patota había secuestrado a Laura Inés Del Duca, la esposa de Sergio. Horas antes había hecho lo mismo con sus padres, Hugo Abraham y Blanca Edith Edelberg. Los represores del Grupo de Tareas 3.3.2 volaron la puerta de entrada al edificio. El raid terminó con la captura de Betina, la hermana menor de Sergio, secuestrada de la casa de su abuela. Todos fueron trasladados a la ESMA y permanecen desaparecidos. El plan de Acosta no pudo completarse porque Daniel, el hermano del medio, logró exiliarse en París.
La venganza también incluyó a los colimbas allegados a Sergio. El martes 13 de julio de 1976 un suboficial le pidió a Alejandro Hugo López, que cumplía su servicio militar en la ESMA, que lo acompañara a “El Dorado” a tomar medidas para un trabajo. Allí lo recibieron Rubén Jacinto Chamorro, Olegario Salvio Menéndez –director y vicedirector de la ESMA en ese momento-, Acosta y varios suboficiales.
-Necesito que reconozca unos elementos- dijo el teniente de Fragata Néstor Omar Savio.
López alcanzó a reconocer que le exhibían una foto pero nunca llegó a verla. Lo encapucharon, lo esposaron, lo golpearon, lo acostaron en el piso y le pasaron varias veces un cuchillo por la espalda.
-Te voy a cortar en pedacitos- le dijo Salvio Menéndez.
La golpiza duró tres horas. A Alejandro lo acostaron en un camastro, le bajaron los pantalones, y lo picanearon.
-¿Usted le entregó a Tarnopolsky una bolsa de dos kilos de clavos?- preguntaron los miembros de la patota.
El soldado Alejandro lo negó.
“A Tarnopolsky lo usamos para probar la eficacia de los chalecos antibalas”, se jactaba Ernesto Frimon Weber. A Weber lo llamaban “220”, por el voltaje al que sometía a los prisioneros durante las sesiones de tortura. El día de las detenciones a los Tarnopolsky, Aníbal Prado Marín estaba de franco en su casa y recibió una llamada.
-Véngase para El Dorado-le ordenaron.
En la ESMA lo recibió un represor de apellido Pacheco. Junto a él, tres personas de civil.
-Aquí está, éste es- dijeron.
Lo encapucharon y lo torturaron mientras le preguntaban por “Juan” –presunto nombre de guerra de Tarnopolsky-y por “el caño”. Si bien en el momento no escuchó su voz, años después Aníbal supo que Sergio estaba siendo torturado a su lado. “Tarnopolsky, ¿me oís?, soy el capitán Arduino”, escuchó Prado Marín mientras lo golpeaban. Sergio no respondió.
Además de las torturas y los golpes, Prado Marín recordó que le sacaron una foto –práctica habitual en la ESMA- y que lo subieron a un auto engrillado y con capucha. De ahí lo llevaron a “un lugar en Pacheco donde los guardias jugaban al fútbol”. De aquel sitio recuerda “un olor a curas salecianos o lasallanos inconfundible”. Por el recorrido del auto, el exsoldado concluyó que estuvo en la Comisaría 2 de Plaza de Mayo, donde le quitaron la capucha.
-Estás acá porque te metiste con un ‘elemento subversivo’-le dijeron.
Unas semanas después de su liberación comenzó a sentirse “paranoico”.
-Me estoy volviendo loco-le dijo a Arduino- Mándeme a la Antártida.
-Si yo fuera colimba, haría lo mismo que vos– reconoció el capitán de Fragata y le dio el pase a la Base Marambio, a 3.600 kilómetros de Buenos Aires.
En el continente blanco, pidió permanecer con la tripulación para viajar a Estados Unidos. Allí conoció al hijo de Chamorro, director de la ESMA en los primeros años de la dictadura. Chamorro hijo le contó que su familia se había instalado en el Casino de Oficiales. Y que su padre y sus camaradas, le comentó, disfrutaban viendo filmaciones de los secuestrados. Aníbal Prado Marín tuvo que reprimir sus deseos de vomitar.
En los legajos oficiales, Sergio Tarnopolsky y otros 135 conscriptos figuran como “desertores”. A partir de la investigación de la Conadep y de pesquisas posteriores, se supo que fueron víctimas de desaparición forzada mientras cumplían el servicio militar. La mayoría de las detenciones de estos jóvenes, entre ellas la de Sergio, se llevaron a cabo dentro del mismo ámbito el que estaban destinados. Aníbal Prado Marín y Alejandro Hugo López son sobrevivientes. Vivieron para contarlo.