Valeria del Mar Ramírez es travesti. Estuvo detenida dos veces en el Pozo de Banfield durante la última dictadura. La torturaron y la violaron. Debieron pasar 34 años para que pudiera contar ese horror que vivió. A partir de su testimonio, se creó el Archivo de la Memoria de la Diversidad Sexual, que ella preside. Y es querellante en la causa.
Cuando la dictadura golpeó, las detenciones eran moneda corriente en el Camino de Cintura. Valeria del Mar Ramírez y sus compañeras travestis solían ser trasladadas a las comisarías de Lavallol, Luis Guillón y, en ocasiones, a la de Avellaneda. La rutina no variaba demasiado: razias y noches detenidas, con los golpes y ultrajes de la policía bonaerense. Luego de unas horas a la sombra, las dejaban en la calle.
“En esa época te arrestaban sólo por el hecho de ser travesti, si estabas en la ruta a la noche ejerciendo la prostitución o si estabas en la panadería comprando el pan, era lo mismo”, declaró Valeria ante la justicia, 34 años más tarde. “Siempre había que esconderse de la policía. Vivíamos de noche. Sabíamos que no teníamos que transitar por las avenidas asfaltadas, donde circulaban los patrulleros y los Falcon. Nos reuníamos en casas de amigas, nos ayudábamos entre nosotras para que otras pudieran ser quienes son hoy, sin tener vergüenza. Esa era nuestra militancia, luchábamos por nuestra identidad.”
Valeria tenía 21 años cuando la secuestraron por primera vez, en diciembre de 1976. Fue en Camino de Cintura, entre Seguí y la Rotonda de Lavallol, frente al Hotel Colonial, donde tenía su parada. La llevaron al Pozo de Banfield, un centro clandestino de detención. Ese primer cautiverio duró dos días. El precio que debía pagar a cambio de dos comidas y tres salidas diarias al baño era practicarles sexo oral, a través del buzón, a los policías. Negarle el agua fue otra forma de tortura. Está convencida que los secuestros en el Pozo de Banfield no estuvieron vinculados a su prostitución, sino a la militancia de género. “Nuestra camiseta no era la del Che Guevara: nuestra camiseta era tener dos pechos”, asegura hoy a Infojus Noticias.
La segunda vez que la detuvieron fue en septiembre de 1977. A pesar de estar boca abajo y esposada en el piso trasero de un Falcon, Valeria del Mar reconoció el ruido del portón.
-¿Trajiste a esta cachorra de vuelta?- La voz era del mismo policía gordo y morocho que la había violado en el secuestro anterior. Valeria no lo sabía, pero estaba de nuevo en el Pozo de Banfield.
Habían pasado diez meses de aquella primera detención clandestina. El escenario no era muy distinto. A la izquierda, una pequeña escalera y un hueco donde apenas se divisaba una puerta de ascensor, estilo tijera. Caminaron por un pasillo y subieron cuatro escalones. Atravesaron una puerta de hierro que dio paso a otro pasillo: de un lado se abría una hilera de celdas, conocidas como buzones, del otro todo era pared. Hacia el fondo podía verse un baño sin puerta. La encerraron en uno de los calabozos de un metro por dos. La única ventilación era el buzón de la puerta. El único contacto con los guardias eran las violaciones. Llegaron a ser cuatro en un mismo día. A veces en grupo. Esa segunda detención duró 14 días. Valeria no recuerda la fecha exacta, pero sabe que para el cumpleaños de la madre, el 5 de octubre, estuvo secuestrada.
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Valeria está sentada en el living comedor de la pieza que alquila en el Hotel Santa Cruz, en Constitución. Sabe que su sexualidad nunca pasó desapercibida. Recuerda cuando a los 8 años Ignacia, su madre, la llevó al consultorio de un tal doctor Casares:
-Mamá, ¿para qué vamos al médico?
-Para que te hagas más hombre.
El médico le revisó los testículos y no vio nada raro a simple vista. El pene tampoco presentaba anormalidad alguna. Todo parecía en orden. La única manera que encontró el médico de apaciguar el contoneo al andar, la preferencia por las muñecas y el entusiasmo de Valeria por disfrazarse con los trajes españoles de la abuela fue recetarle inyecciones. Y recomendarle que su hijo comience a practicar un deporte masculino y varonil.
-¿Si noté algún cambio? Sí, cada vez que me gustaban más los hombres- dice.
Iluminada por una luz tenue rojiza busca la posición más cómoda en el sillón de dos plazas. Cruza las piernas, se recuesta y al rato vuelve a sentarse. Y sigue contando: de chica adoraba disfrazarse con trajes guardados en un baúl de su casa. Recuerda las palizas de su madre cuando la descubría con los vestidos, tocando las castañuelas en la habitación que cruzaba el patio. La única que la defendía era la abuela:
-Déjala, mujer, déjala- gritaba con su acento español.
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Una noche, mientras estaba detenida en el Pozo de Banfield, un guardia joven, de tez blanca y cabello castaño claro, le permitió salir a bañarse. Mientras estaban en el baño, los detenidos no podían asomarse al pasillo y debían permanecer en el sanitario hasta que alguno de los carceleros los pasara a buscar.
Desde allí vio como dos policías –un hombre y una mujer- sacaron a una joven del buzón de detención que estaba pegado al baño. La mujer policía dijo: “Apuráte, apuráte que ya viene”. Luego escuchó el llanto de un bebé y de nuevo la voz: “Hija de puta, ahora vas a limpiar todo el enchastre que hiciste”. Valeria estaba desnuda en aquel baño sin puerta, rodeada de unas cuantas letrinas, un piletón largo de material y una manguera que hacía de ducha. Minutos después vio entrar a una chica muy delgada, pálida, de pelo lacio y negro. Vestía un solero amarillo claro, largo hasta las rodillas, con botones chiquitos. El vestido estaba cubierto de sangre y a duras penas podía caminar sosteniéndose de las paredes.
-Quedáte quieta que yo te ayudo- le dijo Valeria.
Al escuchar su voz, la mujer policía entró en escena. Allí pudo verla bien: tenía el pelo castaño y recogido para atrás. Vestía uniforme con pollera, y era rellenita.
-¿Vos qué hacés acá, puto de mierda?- le gritó.
La agarró de los pelos y la arrastró por el charco de sangre. Mientras la llevaban desnuda hacia la celda, Valeria vio al joven policía con un bebé en brazos.
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La primera vez que Valeria se contactó con chicas travestis fue a los 18 años, en la Isla Maciel, donde trabajaba como voluntaria en la Iglesia del Socorro. Lo que empezó como una asistencia se convirtió en un vínculo estrecho. Valeria se adentró en un mundo que le era totalmente ajeno, pero cada vez más atractivo.
Había pasado menos de un mes cuando en su esquina vio aparecer una camioneta negra y blanca de la policía. Un poco por instinto y otro por recomendación, comenzó a correr. Horas más tarde estaba detenida. Sola en un cuartito. Lloraba. Imaginaba que su estadía entre esas cuatro paredes de cemento gris duraría meses. Comprendió que su secreto ya no sería tal y que su vida, como todos la conocían, se derrumbaría. Oscar, aquel joven porteño de manos delicadas, aquel misionero de la iglesia del Socorro y estudiante de la Pitman ahora, dentro de esa celda, era un travesti más de Rafael Calzada.
El miedo la paralizó durante 34 años. Nadie supo todo lo que vio durante aquellos secuestros en el Pozo de Banfield. La sanción del Matrimonio Igualitario en el 2010, junto a las políticas reparadoras de derechos humanos, la impulsaron a contar su historia por primera vez. Lo hizo en enero de 2011: declaró en la Secretaría de Derechos Humanos con su nombre de género, Valeria del Mar Ramírez.
A partir de su testimonio, se creó el Archivo de la Memoria de la Diversidad Sexual, un espacio que reúne testimonios de personas gays, lesbianas, bisexuales y trans detenidas y torturadas durante la dictadura militar. Valeria preside este espacio y, además, es querellante en la causa N° 26/SE, caratulada “Averiguación de desaparición forzada de personas (“Pozo de Banfield”), donde cuenta con el patrocinio de la agrupación HIJOS.
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“Valeria nos había contado esta historia guardada durante tantos años porque creyó que era el momento donde la democracia florecía para ella. La contradicción era que para el Estado argentino seguía siendo Oscar, porque todavía no había sido aprobada la Ley de Identidad de Género. Ella iba a declarar para recuperar la identidad de ese bebé que vio, ese nieto apropiado, y el Estado no estaba respetando la suya”, explicó a Infojus Noticias Carolina Von Opiela, la abogada que la asesoró.
La estrategia fue pedir el reconocimiento del cambio de nombre hasta que se aprobara la ley. “El caso de Valeria fue el primer antecedente en la Secretaría donde se tuvo en cuenta la identidad de género autopercibida del declarante en una causa por delitos de lesa humanidad, y no la que decía antes su DNI. Ella ganó su primera conquista cuando le dan un papel donde dice que declaró Valeria”, remarcó Von Opiela.
“Cuando atravesó todas las vejaciones no le ponían la capucha como al resto de las detenidas clandestinas. Desde la valoración de los represores suponían que a una travesti nadie iba a creerle porque era menos que las otras mujeres”, analizó la abogada, especialista en diversidad de género.
La de Valeria del Mar Ramírez es una lucha de identidades: primero peleó por su identidad autopercibida. Ahora batalla para recuperar otras que fueron robadas.