El mediodía del 11 de septiembre de 1973, la aviación comenzó a disparar contra la Moneda. La Infantería inició su asalto, pero el gobierno se negaba a rendirse. Finalmente Salvador Allende dispuso que los militares y custodios que lo acompañaban se rindieran. Él lo haría después. Pero gritó “¡Allende no se rinde, milicos de mierda!” y se disparó en la cabeza. Esa tarde, la junta militar ya gobernaba.
El golpe de estado de 1973 en Chile inauguró una de las dictaduras más sangrientas de la región. El chileno es un caso modelo en cuanto a los regímenes autoritarios que asolaron América Latina entre los años ’60 y ’70, no sólo por el terror aplicado a la población civil sino por el programa económico que llevó adelante en alianza con los sectores económicos concentrados. La dictadura instauró un estado con rasgos neoliberales que continúa hasta hoy y lleva a manifestaciones violentas como las que el fotógrafo argentino Facundo Nívolo retrató en 2013.
La crisis del petróleo de agosto de 1973 dio fin al capitalismo del bienestar que tuvo su edad de oro en la posguerra y marcó el auge del neoliberalismo. Chile fue uno de los primeros campos de experimentación de esta nueva doctrina que más tarde aplicarían con firmeza Ronald Reagan y Margaret Thatcher. La dictadura de Pinochet, que llegó al poder con apoyo de la CIA norteamericana, redujo al estado a su mínima expresión reduciendo la cantidad de obreros, de empleados públicos y de estudiantes universitarios, un proceso que muchos otros países de la región (Argentina, Perú, Brasil) sufrieron en los ’90 y con gobiernos democráticos.
El gobierno de la Unidad Popular constituyó uno de los mayores avances en la aplicación concreta del socialismo en el continente: Salvador Allende fue el primer dirigente abiertamente socialista de Occidente en llegar al gobierno por vía electoral. Una vez allí, encaminó sus políticas para conseguir una transición gradual del capitalismo al socialismo. Para eso intervino y estatizó empresas que producían por debajo de su capacidad, lo que generó resquemores con los demás poderes del estado y terminó creando un callejón sin salida para el gobierno.
La antesala
En 1973, la democracia chilena –que no había sido interrumpida por dictaduras en todo el siglo XX- se quedó sin mecanismos formales para la resolución del conflicto. A esa altura ya había problemas de abastecimiento y muchos establecimientos industriales de los suburbios urbanos se manejaban sin patrones, sin dinero y sin comerciantes: el socialismo era un hecho en los márgenes obreros de Santiago y otras ciudades, y la polarización tomaba cuerpo en la sociedad chilena.
El Congreso y la justicia declararon ilegítimo el gobierno de Allende, pero en las elecciones parlamentarias de marzo no llegaron a los dos tercios en las cámaras necesarios para lograr su destitución. En cambio, el Congreso sancionó en junio una ley que regulaba las expropiaciones y fue vetada por Allende. El tribunal constitucional se declaró incompetente y el Congreso insistió con la ley: la democracia entraba en cortocircuito, el golpe era cuestión de tiempo.
Ese mismo de junio de 1973 tuvo lugar la antesala del golpe. El teniente coronel Roberto Souper lideró el Tanquetazo con el apoyo de una gran parte de la sociedad: los tanques respetaron los semáforos y hasta pararon a cargar nafta en su camino al centro de Santiago, donde dispararon contra el Palacio de la Moneda. En este episodio fue asesinado el periodista argentino Leonardo Henrichsen, quien llegó a filmar su propia muerte. La sublevación fue ahogada por el Comandante en jefe del Ejército, el general Carlos Prats, leal a Salvador Allende, quien se acercó directamente a los tanques y les ordenó a las tropas que se rindieran.
El 11 de septiembre Allende fue a trabajar al Palacio de la Moneda con un fusil AK-47, regalo de Fidel Castro, quien había visitado el país poco tiempo antes. Allende advirtió en un mensaje a la nación del golpe de Estado, pero no llama a tomar las armas sino a conservar la prudencia. Al mediodía, la aviación comenzó a disparar contra la Moneda. A continuación, la Infantería inició su asalto, pero la Moneda se negaba a rendirse. Allende dispuso que los militares y custodios que lo acompañaban se rindieran y bajaran al primer piso, ya tomado por los militares, y que él lo haría último. A continuación, gritó “¡Allende no se rinde, milicos de mierda!” y se disparó en la cabeza, muriendo al instante. Por la tarde, la junta militar se hizo con el gobierno.
El legado
La dictadura pinochetista duró 17 años y su final estuvo lejos de ser una retirada apurada de los militares como en Argentina: fue con un plebiscito constitucional y la designación del propio Pinochet como senador vitalicio, lo cual impidió que fuera juzgado en su país. La alianza entre militares, empresarios y latifundistas dejó como herencia un andamiaje institucional difícil de desmontar. La manifestación estudiantil que exige revertir la completa privatización de la educación es uno de los efectos más conocidos de un estado en deuda y al servicio de las corporaciones. El otro es la ausencia de justicia por los miles de desaparecidos y víctimas del terrorismo estatal.
Ambos procesos confluyeron en 2013: el alza en la movilización estudiantil y su consecuente represión por un lado, y los 40 años del golpe a Allende por el otro. En ese contexto Facundo registró las manifestaciones, la represión, el pedido de justicia y el recuerdo de Allende, que representa para muchos la derrota del auge revolucionario latinoamericano que se había iniciado con la revolución cubana en 1959.
En Chile las manifestaciones deben contar con permiso oficial, de lo contrario son automáticamente reprimidas. En 2013 este permiso fue otorgado para el sábado 7 de septiembre, pero hubo marchas durante toda la semana. Estas manifestaciones parten tradicionalmente del centro de Santiago y llegan hasta el Cementerio General de la ciudad, donde están enterrados el presidente Allende, Víctor Jara y Violeta Parra, entre otros. Las fotos muestran la represión con carros hidrantes por parte de los Carabineros y la persecución hasta el propio interior del cementerio.
También se ven las columnas de viejos militantes del Partido Comunista, que formó parte de la Unidad Popular que llevó al poder a Salvador Allende, y de familiares de desaparecidos con sus carteles. “Participé en asambleas en centros de memoria –algunos funcionan en excentros de detención- y escuché gente sorprendida de que en Argentina se cortara la calle para proyectar los juicios por la verdad”, cuenta Facundo.
El poder judicial chileno tampoco cambió demasiado después de la transición democrática. Se juzgaron algunas violaciones a los derechos humanos y están presos los altos jefes de la Dirección de Inteligencia Nacional (la DINA, policía secreta de la dictadura). En 1990 hubo una Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación creada a imagen de la CONADEP argentina, pero sus casos no pasaron al poder judicial para ser efectivamente juzgados. Hay algunos militares condenados y pocos presos, que además disfrutan de condiciones de encierro relativamente privilegiadas: esto puede explicarse por el poder que continuaron teniendo las Fuerzas Armadas después del retorno de la democracia. El ejército chileno no se retiró derrotado como el argentino después de Malvinas, y hasta mantuvo a Pinochet como su comandante en jefe hasta 1998.
También pueden verse fotos de una muestra realizada en el Estadio Nacional, lugar donde fueron torturados miles de militantes (entre ellos Víctor Jara) y terminó constituyendo un símbolo de la dictadura pinochetista. “El estadio”, cuenta Facundo, “fue usado como campo de concentración pero también para exhibir a los detenidos. Las dictaduras argentina y chilena tuvieron métodos distintos: la nuestra ocultaba lo que hacía, en Chile lo exhibían para generar más terror”.