Julia Pizá es hija de un hombre fusilado y una mujer desaparecida en La Cacha, sobrina de una chica presa y torturada en Devoto, un muchacho preso y torturado en Rawson. También es la nieta de dos viejitos que murieron de tristeza gritando por su mamá, Liliana Pizá. Esta es la crónica de un día de “plena felicidad” para ella: su testimonio en el juicio.
Cada 25 de mayo, la familia Pizá brindaba por partida doble: por el cumpleaños de la revolución de Mayo, y el de Liliana, la mayor de las hijas de Pablo Alberto y Dionisia Prats. Pero en 1977, ese día que solía ser feliz sólo era el signo patente de la tragedia: Liliana cumplía años lejos de su casa, en un lugar incierto, si es que aún los cumplía, y la Patria se había vuelto un sitio clandestino y hostil, el reverso deforme del país que habían soñado los próceres de mayo y por el que habían militado activamente todas las generaciones de la familia. Estaba por cumplirse un mes que no sabían nada de ella. El mismo tiempo que sabían que Alberto Paira, su pareja, había sido ejecutado, desarmado, en una zanja de la ciudad de Berisso. Tampoco tenían noticias de Julia, la hija pequeña de la pareja. Sin contar que Diana, la hermana menor, estaba presa hacía dos años en Devoto y su marido en Rawson, y que pocas semanas atrás –el 8 de mayo- el propio Pablo había sido liberado después de un año y medio de prisión por negarle a los militares el domicilio de Liliana.
- Habían pactado con Raúl Elizalde, con quien hablaba mucho, que el 25 de mayo se iban a encontrar con él y otra gente en la plaza de Mayo. Raúl me contó que fue varias veces a encontrarse con ella. Nunca apareció.
Julia contó su tragedia familiar –ayer, ante el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata- con una frescura sabia, como de niña vieja. Nació el 1 de noviembre de 1976 en La Plata, donde sus padres y su tío habían llegado huyendo de la represión. Su padre no pudo ir a inscribirla porque era peligroso. “Por eso soy Julia Pizá, y no Paira”, explicó. Era una bebé de apenas cinco meses cuando el 26 de abril del ’77 se la llevaron –cree- con Liliana y Elba Ramírez Abella, alias “Lía”, una amiga íntima. Pasó cuatro días en una casa con Leticia y Ramón Baibiene, los hijos de Elba y su pareja Arturo Baibiene, no sabe dónde. Leticia sólo recuerda que tenía muchas ventanas viejas. Julia llegó a los brazos de su abuelo materno el 20 de julio porque Leticia, con tres años y medio, le advirtió a su abuelo –que había llegado a Casa Cuna a buscarlos- que no se iría de allí “sin su prima”.
- Yo le debo a Leticia la vida que tuve. Le debo estar acá pidiendo justicia- dijo 37 años más tarde, en uno de los momentos más conmovedores de su testimonio. Antes habían declarado Juan Alberto Bozza, un colimba que fue entregado por sus superiores del Batallón de Comunicaciones 601, y Mariano Slutzky, hijo de Samuel, un médico de las Fuerzas Armadas Peronistas desaparecido.
La foto, el Citroën celeste y la mujer al timbre
Julia juntó, como todos los Hijos de desaparecidos, evocaciones ajenas sobre su papá y su mamá. Patricia Rolli, Raúl Elizalde, Adelina Alaye, cuyo hijo militaba con su padre y lo alojó un tiempo. Cada recuerdo fue un cristal pequeño pero vital en un pasado de vajilla rota.“Estuve toda la vida mirando las fotos de mi pieza. Por los relatos de mis abuelos, de sus amigos de la infancia, eran fotos de militantes coherentes, de personas hermosas. Pero gracias a Raúl, Adelina y Patricia ahora son mamá y papá”.
Algunas noches, cuando no estaban las guardias más impiadosas, en La Cacha cantaban y tocaban la guitarra. Algunos sobrevivientes dicen que ciertos carceleros se prendían en esas zapadas. Patricia le contó que Liliana siempre pedía una canción: “Palabras para Julia”, el poema del español José Agustín Goytisolo, que cantaba Mercedes Sosa.
-Todo lo que dice esa canción es muy significativo para mí- dice Julia. Se detiene un momento para ahogar el llanto- En el fondo, los Hijos nunca dejamos de esperar. Y eso es lo nefasto de este plan sistemático, y lo exitoso también. El día que se murió de cáncer, con 97 años, mi abuelo gritaba el nombre de mi mamá. Mi abuela, con 92 años, ni un fin de semana dejó de preguntarme si había alguna novedad.
De Alberto Enrique Paira, su papá, Julia tiene una foto de enero de 1977 –más que un tesoro- y un sueño recurrente: él llega a su casa –o se va, quién sabe- en un antiguo Citroën celeste. A Liliana la soñó poco: en todas las veces regresa. Suena el timbre y cuando se abre la puerta la ve. Es mucho más joven que ella.
Cerca del final
A fuerza de volver al barrio, una y otra vez, Julia y Diana lograron reconstruir qué sucedió ese 26 de abril. El barrio recuerda la cacería, a alguno de los cazadores y sus cómplices, y después de vencer el miedo, cuenta. Dos vecinos, un hombre y una mujer, dan los detalles. A la madrugada, un camión descargó en la cuadra cincuenta tipos de fajina y de civil, que se desplegaron por los techos. A la mañana llegó en un auto la patota, entró a la casa y se llevó a Elba Ramírez Abella, sus dos hijos –Ramón y Leticia-, y también a Liliana. Julia, que tenía cinco meses, cree que también estaba allí, aunque ningún vecino la vio. Su padre Alberto estaba en una reunión cuando le avisaron del operativo. Los que estaban con él quisieron persuadirlo de que no fuera, era un suicidio con el barrio atestado de milicos. “Mi familia está ahí” dijo simplemente, y se fue. Julia compuso la ratonera y la persecución con el detalle de una serie policial: “Lo corren por la calle 10, dobla en 152, vuelve a doblar en 11, y ahí se tropieza y cae en una zanja y le disparan. Parece que había quedado vivo. Uno pregunta qué hacemos y el otro contesta que lo rematen”. Unas horas después, cuando volvió, ametrallaron a Arturo –la pareja de Elba- en un cañaveral. Quedó herido, y lo llevaron para torturarlo en su casa.
El final, como era de suponerse, es triste. Nadie ha vuelto a saber de Liliana ni de su destino. Diana y su esposo, Víctor Tomaselli, estuvieron cinco y seis años presos. Daniel Paira, seis meses secuestrado y torturado. El cuerpo ametrallado de Alberto Paira, el papá de Julia, es entregado a sus padres con la condición de que lo entierren como NN. Julia describe con precisión de cartógrafa la cadena de complicidades civiles para matarle –también- su nombre. En el libro de ingresos de la morgue, su padre y Arturo Baibiene son NN, y los médicos –un tal Dalbón firma, y el jefe de guardia era Ciafardo- consignan “destrucción de masa encefálica por herida de arma de fuego”, pero no los golpes ni las tortura. En las actas de defunción del Registro de las Personas, había datos cambiados y nuevas firmas: Héctor F. Rodríguez y Héctor Luchetti. “Pido que los investiguen”, dijo Julia.
Su tía Diana dará los detalles del martirio familiar: presentaciones y súplicas en Naciones Unidas, gobernadores, el Episcopado, el Papa, ministros y hasta Videla. “Todo fue negativo”, dirá la tía de Julia, que empezó a buscar a Liliana el día siguiente que salió de la cárcel, el 21 de agosto de 1980. Tuvo que aprender a vivir la vida sin una mitad. “Yo siempre digo que Liliana va a terminar de desaparecer el día que yo no esté más acá. Si el delito es permanente, el dolor también lo es”.
Diana mirará a los ojos a los jueces, y dirá con pasión: “Es muy bueno para mí estar hablando de frente a ustedes y con los torturadores atrás. Porque han sido demasiadas las veces que he tenido que hablar con ellos delante, torturándome”. Y pedirá lo mismo que ha pedido su sobrina, lo mismo que Mariano Slutzky más temprano para su padre: “Yo quiero que a estos asesinos se los condene por homicidio, porque Liliana fue asesinada. Ellos la suprimieron, la eliminaron, borraron su ser. Por eso no es justo que se los condene por torturas y privación de la libertad. Son asesinos.”
No hay preguntas de las partes. Diana se retira del estrado con la cabeza erguida, como la mantuvo siempre, incluso la eternidad -48 días- que la encerraron en el buzón de castigo de la cárcel de Devoto. Lo que sigue es calcado a lo de Julia: aplausos en la sala, cálidos pero respetuosos, y un estallido de cariño después, en el hall de entrada. Afuera las abrazan sus seres queridos. Pero uno entraña un alivio insondable, entre Leticia Baibiene y Julia. Las primas. “Es un día de plena felicidad. Un sentimiento de tanta alegría que no puedo explicarlo”, alcanza a decirle a Julia a Infojus Noticias, con una vibración en la garganta. “Después de tanto esperar, hoy pudimos venir a decir lo nuestro. Estamos un paso más cerca de la justicia”, completa. Y se pierde entre nuevos, numerosos, delicados brazos; la tarde en que Julia no se entregó ni se apartó del camino, ni dijo no puedo más y aquí me quedo.