Cuando era adolescente fundó un trío en el que tocaba la batería. Le gustaba volar: sus amigos recuerdan sus pasadas rasantes por Cañadón Seco. Después de la colimba, empezó a militar en Montoneros. Desde el sur llegó a La Plata, donde conoció a Laura Carlotto. Amigos, familiares y compañeros de militancia reconstruyen la vida de “Puño” Montoya, el papá de Ignacio Guido Montoya Carlotto.
Walmir Oscar Montoya fue rebautizado como Puño, cariñosamente, a poco de nacer. Tenía en sus genes la vibración de su padre saxofonista y una pulsión vital por hacer: aprendió a tocar la batería en una pieza de Caleta Olivia, fundó un trío que recorrió los clubes de la zona norte de Santa Cruz, hizo teatro con amigos y se recibió de piloto privado. Pero en 1972, en plena dictadura de Alejandro Agustín Lanusse, hizo el servicio militar obligatorio y cuando volvió a su casa había cambiado, tenía “la cabeza para militar”. Entró en la Juventud Peronista y a eso se dedicó los siguientes cinco años. Lo detuvieron junto a su compañera, Laura Carlotto, embarazada de tres meses, y poco después lo fusilaron. Tenía 25 años.
Puño fue el primer hijo de José Montoya Vergel y Hortensia Ardura. Nació el 14 de febrero de 1952, en Comodoro Rivadavia, a cien kilómetros al norte de Cañadón Seco, el campamento petrolero donde vivían. José había llegado ahí desde Nijar, que en ese momento era poco más que una aldea en Almería, España. Había sobrevivido a la Guerra Civil española y no estaba dispuesto a pasar un solo combate más por eso, cuando se empezaba a cocinar la Segunda Guerra Mundial, una hermana “lo mandó llamar” y llegó a Santa Cruz.
“Tocaba el saxo y vio la oportunidad de entrar en la banda de YPF. En esa época, la empresa era el centro de la vida social: cine, club, tenis de mesa. Todo pasaba por YPF, pero con la privatización eso fue desapareciendo hasta que no quedó nada”, recuerda Jorge Montoya, el hermano menor de Puño. Al hablar de su padre también cuenta cómo era ese campamento petrolero, de diez cuadras por diez cuadras, donde se criaron.
De la banda de música, José pasó a la empresa y logró que lo trasladaran a Cañadón Seco. Los trabajadores, que habían llegado para nutrir YPF, hicieron jardines, huertas y plantaron árboles. Cañadón era verde y tenía, como otros pueblos nacidos a la vera de una gran empresa, los barrios bien diferenciados: los ingenieros tenían chalecitos, los técnicos casas tipo americanas y los obreros casitas de madera y chapa. En una de esas vivían los Montoya. Esas diferencias, que había trazado la empresa, no se sentían entre los chicos y jóvenes. “Merendábamos dónde caía la tarde”, cuentan los amigos de Puño.
Nosotros y las bombachas
Puño empezó el secundario en la escuela provincial número 6, Nicolás Avellaneda, en Caleta Olivia. Ahí se cruzó con Mario Basiglio. “Nos vimos en el secundario pero me fui antes. Después un amigo, Fidel Abello, me lo presentó a Puño. Yo tocaba la guitarra y el piano y Fidel el bajo, faltaba la batería”, dice Basiglio a Infojus Noticias.
Mario le preguntó si quería aprender a tocar la batería y le dijo que sí. Así armó una bata con un bombo, una lata de botones y le enseñó los compases y ritmos. “Fueron horas, días y meses. Mucha paciencia”, describe Basiglio, que se había formado como músico autodidacta desde que tenía nueve años. Aprendió a tocar el piano solo, traspasando los acordes de la guitarra criolla.
Hicieron bailes para juntar la plata para comprar una batería y un día necesitaron un nombre para salir a tocar. Mario asegura que Puño lo bautizó “Nosotros”, pero otra amiga del grupo, que conoció a Puño desde que jugaban en Cañadón Seco, dice que el nombre fue “NosUd”: la unión de Nosotros y Ustedes. Los dos coinciden en que el nombre lo puso Walmir.
El trío, que tocaba temas comerciales y algunos propios –con letra de Basiglio-, se volvió quinteto. Sumaron a Eduardo Villegas y a Carlos Soria, que fue guitarrista de Nelly Omar. “El baterista siempre toca sentado y está como escondido pero Puño tocaba en un banquito, apenas apoyado, le gustaba un poco la fama”, cuenta Villegas, que sigue teniendo esa imagen de Puño con esa forma particular de tocar. Fue lo primero que dijo para describirlo. Como Mario, insiste en que “era un pibe muy bueno” y para nombrarlo dice, con mucho cariño, “Puñito”.
De esos shows, Puño volvía lleno de anécdotas para contarle a su hermano, cinco años menor, que fantaseaba con ese lugar aún prohibido de los bailes nocturnos.
-Uuhhh, no sabés Jorge, qué manera de ver bombachas- le soltó una noche y le aceitó la fantasía.
-¡¿En serio?!
-Sí, todas de gaucho- cuenta Jorge y no puede contener la risa.
El Piper y la cabeza
Lejos de Cañadón Seco se empezaban a gestar otras cosas. Mientras Puño salía a recorrer los clubes sociales con su banda, los jóvenes que darían vida al grupo fundador de Montoneros iban dejando la militancia de superficie. Se concentraban en el armado de una nueva estructura, que iba a secuestrar y matar a Pedro Eugenio Aramburu. Esa sería su carta de presentación, en mayo de 1970.
Ese año, se desarmó el quinteto pero Puño siguió buscando qué hacer. Armó un grupo de teatro vocacional, le gustaba mucho mimo y leía poesías. Uno de sus actores preferidos era Norman Briski. También pintaba y hacía artesanías con botellas y papel mache.
Al año siguiente empezó un curso de piloto privado. Fue en el aeroclub de la zona con un Piper PA12, una avioneta de tres asientos, de fabricación estadounidense. Le gustaba hacer vuelos rasantes sobre las casas de Cañadón Seco para avisarles a sus amigos que estaba por dar la última vuelta. Era la señal para que prepararan el mate.
En una de esas prácticas fue a buscar a Jorge, que estaba pupilo en una escuela de Puerto Deseado, a 200 kilómetros de Caleta Olivia. Era la solución que había encontrado su madre para intentar que terminara de estudiar. “Un día me llama un compañero de la escuela y me dice que me buscaban, que había un pibe que decía ser mi hermano y que por la forma en que se paraba se parecía a mí. Salí y era Puño y me dijo vamos, vamos que estoy con el avión. Me había ido a buscar, se había escapado de la escuela”, cuenta Jorge y se vuelve a reír. Sobre todo cuando recuerda que al llegar el profesor lo retó. “¿Qué? ¿Acaso no pagué la hora? ¿Cuál es el problema?”, le contestó Puño, dice, y otra vez suelta la mandíbula.
Para 1972, el año en que la dictadura de Lanusse fusiló a los militantes de distintas organizaciones políticas en la base naval Almirante Zar, Puño hizo el servicio militar obligatorio. Primero le tocó Río Gallegos, en Santa Cruz, pero lo terminaron mandando a Sarmiento, en Chubut. “Fue medio castigado porque no quería estar ahí”, cuenta una amiga que vio la transformación de Puño en esos meses entre 1972 y 1973, cuando salió de baja. “Cuando venía de franco renegaba mucho contra el Ejército. En Sarmiento se hacía el sordo para que lo dejaran ir pero no pudo”, explica. Y agrega: “Volvió de la colimba y me dijo ‘mirá, acá en Cañadón hay barrios para ingenieros, técnicos y obreros, tiene una estructura como la de los milicos’”.
Fue poco después de esa conversación que se puso la mochila al hombro y se fue a Río Turbio, a mil kilómetros de Cañadón, en el sur de Santa Cruz. Iba a buscar a un amigo, Oscar Pinillo, y se iba a enfrentar con el cordón industrial minero. “Cuando volvió de la colimba tenía la cabeza para empezar a militar”, dice Jorge, su hermano.
“Se vino a Turbio, donde yo trabajaba en la mina de carbón. Entró en el comedor de la empresa a trabajar como ayudante de panadero y no le gustó lo que vio”, cuenta Pinillo, que había puesto con Puño el primer local de compra-venta de Caleta Olivia y había sido su compañero de mochila para recorrer el sur de Chile en algún momento entre 1970 y 1971.
Lo que vio fueron “condiciones laborales y económicas muy injustas”. Vio un pueblo en el que no quería estar. “”Eran condiciones muy ingratas. Puño, que era un hermano, se volvió loco. Me decía vos no te podés quedar acá, vámonos”, recuerda Pinillo.
Del “Perón vuelve” a la clandestinidad
Los tiempos habían cambiado. Ya no estaba la dictadura de Lanusse, pero el tercer gobierno peronista, que había llegado con “Cámpora al gobierno y Perón al poder”, generaba tantas expectativas como tensiones y resistencias, entre propios y extraños. El crimen de José Ignacio Rucci había terminado por minar la relación entre Montoneros y Perón. Cuando Montoneros decidió marchar a Plaza de Mayo para participar del acto por el Día del Trabajador, el 1 de mayo de 1974, el final parecía cantado. A esa plaza, que terminó con Perón insultando a los jóvenes de Montoneros, fue Puño. Había viajado desde Cañadón Seco con Reinaldo Rampoldi y otro compañero de militancia. “Prepararon los termos, las mochilas y se fueron”, recuerda un amigo.
El 1 de julio murió Perón, treinta días más tarde la Triple A mató al diputado Rodolfo Ortega Peña en plena calle y el 6 de septiembre Montoneros anunció que la organización pasaba a la clandestinidad. Todo empeoró. En octubre, el gobernador Jorge Cepernic, de buena relación con Montoneros, tuvo que dejar el gobierno de Santa Cruz y para los militantes patagónicos no quedó lugar donde esconderse. Puño estaba viviendo en la clandestinidad y se reportaba periódicamente a una cita preestablecida en Comodoro Rivadavia. Ahí se lo cruzó Luis Porciel, que lo conocía de Caleta Olivia. También lo vio Alberto Marucco, militante de la JP Regional VII que en 1975 armó el Partido Auténtico en Santa Cruz, la nueva estructura legal de Montoneros para participar de las elecciones.
Puño fue enviado por quince días a Trelew. “Me cuesta mucho hablar de él porque era un compañerazo y estamos sacando la cáscara de las lastimaduras”, dice Víctor Tomaselli, que tenía 19 años y venía de militar en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) cuando lo conoció en una pensión de esa ciudad chubutense. Tomaselli había sido enviado allí como parte de los movimientos de militantes que definió Montoneros. Debía iniciar su trabajo en el sector sindical, en un destino nuevo, donde no lo conocía nadie ni él conocía a nadie.
En esos quince días que pasaron juntos, Tomaselli conoció a “un militante integral” con el que analizó la decisión del pase a la clandestinidad. “Lo conocí en tránsito. En él se sintetizaba el abandono del territorio. Discutíamos mucho, tratando de entender eso del pase a la clandestinidad, los errores, pero había fidelidad a la organización”, detalla. Lo que ellos charlaban, en esa pieza de pensión con tres camas, un calentador de alcohol y un roperito de fórmica, era lo mismo que discutían otros militantes. Incluso hay registro de esas diferencias en las cartas que Rodolfo Walsh envió a la conducción de Montoneros.
Ninguno sabe nada
A Puño lo enviaron de Trelew a Bahía Blanca. Antes había pasado por Sierra Grande, en el sudeste rionegrino, donde logró zafar de una razia que terminó con todos los mineros de Hipasam (Hierro Patagónico Sociedad Anónima) presos. Ese día se llenó de mineros el penal de Rawson.
Porciel lo volvió a ver en enero de 1976, en Bahía Blanca. La última vez fue en abril de 1976 cuando Montoneros definió varios movimientos: envió militantes a Córdoba, Capital Federal y La Plata. A Puño le tocó La Plata. Antes de irse habían visto un informe de inteligencia de la dictadura, ahí estaba el seguimiento de varios militantes y, entre ellos, el de Puño: “muy capaz, lo trasladaron a Bahía Blanca”. Porciel coincide con la descripción castrense: “Era muy despierto”.
Jorge, el hermano menor, vio algunas veces a Puño. Llegaba de pronto, sin avisar, y hablaban unos minutos, se decían mutuamente que se cuidaran y se daban un abrazo. “Ninguno sabe nada de nada”, le decía siempre Puño. Y esa frase fue la llave que trabó, incluso hasta hoy, muchos recuerdos de Jorge.
La última vez que se vieron fue en febrero o marzo de 1977, en La Plata. Fue unos días después del partido amistoso entre Argentina y Hungría (5-1), en el que debutó Diego Armando Maradona en la Selección, en cancha de Boca Juniors.
Después de ese día, la pista de Puño se hace borrosa. Lo detuvieron, junto con Laura, embarazada de tres meses. Los llevaron a un centro clandestino, que podría haber sido la ESMA, y allí lo fusilaron. A Laura la llevaron a “La Cacha” y la mantuvieron viva hasta después del parto. El hijo de ambos apareció hace dos semanas. La familia que lo crió le puso Ignacio y él se acaba de agregar Guido como segundo nombre. Fue el nombre que le puso su madre, en las cinco horas que lo tuvo con ella.