El titular de la Procunar, Felix Crous, recuerda aquellas jornadas a la luz del tiempo del Poder Judicial. Una temporalidad enemiga de la justicia demandada.
Esta semana comenzó el juicio por la masacre del 20 de diciembre de 2001. De las hecatombes político-sociales que terminaron con muertos en nuestra Patria, es la que, por generación, me tocó vivir con los años suficientes para entender y participar.
Los tiempos del Poder Judicial son desesperantes; pero más lo son cuando los comparamos con los de las contingencias de nuestras vidas, la de cualquiera. Mi querido amigo Gerardo Taratuto –destacado dramaturgo, guionista de tele (¿recuerdan “Hombres de Ley”?) y flamante juez de la por entonces también flamante justicia porteña… permítanme detenerme a recordarlo–, con quien marchamos la noche del 19 por Corrientes hasta la Plaza de Mayo, ya no está entre nosotros. Se fue un poco apresuradamente, es verdad.
Wado de Pedro, protagonista del artículo que días después escribiera Miguel Bonasso en Página/12 contando su virtual secuestro, es Diputado Nacional y preside, desde hace días nada más, la Comisión de Selección de Magistrados del Consejo de la Magistratura de la Nación, institución que elige los jueces federales, como los son los que juzgan los hechos que lo tuvieron como víctima.
Damián Neustadt, el fotógrafo al que alude Bonasso en esa nota, que tomó la fotografía que la acompaña, por entonces se ganaba la vida como reportero gráfico, bastante intrépido por lo que cuenta Bonasso. Hoy es un brillante politólogo que me acompaña como responsable del Área de Relaciones Interinstitucionales y con la Comunidad de la Procuraduría de Narcocriminalidad de la Procuración General de la Nación, mientras acuna insomne sus mellizos, que en aquellos días, mientras se jugaba la vida, ni siquiera imaginaría.
Los hechos brutales de violencia estatal destrozan familias enteras. Demasiado a menudo esa violencia mata; pero también sigue matando, como bomba de explosión retardada, el dolor que inflige. Basta pensar en las secuelas del terrorismo de Estado, o volver sobre la historia estremecedora del desgarro de la familia de Walter Bulacio desde el asesinato del joven hasta la tardía, mala y pobre condena por el crimen –tres intentos de suicidio y dos infartos, hijos todos de la pena, mataron al padre antes de la escuálida condena, y eso que partió nueve años después que su hijo–, crónica contenida en el magistral voto del juez brasileño Antonio Cancado Trindade en el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (puede leerse despojado de introducciones odiosas acá).
Son estos casos en que el Poder Judicial –la apodada Justicia– los condena a sobrellevar ese drama consagrando un largo tramo de sus vidas a obtener un acto estatal reparador –quizás tan solo simbólicamente–, transitando laberintos kafkianos mientras mastican impunidad, la que se acrecienta cada día que demora una indagatoria; la resolución de una apelación; el comienzo de un juicio. Un juicio cuyas audiencias nunca comenzarán puntualmente porque, ya se sabe, dan las nueve de la mañana cuando Sus Señorías dicen que son las nueve de la mañana.
Todo el tiempo escuchamos muestras de admiración por la resiliencia (esa capacidad de hacerse más fuerte frente a la adversidad), de algunas víctimas de estos hechos, su altura moral que empequeñece a los victimarios, la capacidad de convertir el dolor en lucha por la Justicia, ejemplo y lección.
Pero convendría también detenernos en el envés de esa trama trágica ¿por qué nos impresiona de los ofendidos ese mínimo común denominador consistente en exigir Justicia? Nos impresiona porque el reclamo se expande, se instala, cobra presencia social y otro volumen por el paso del tiempo. Ese reclamo es, a la vez, la medida de la impunidad.
Si podemos admirar la perseverancia, el “no bajar los brazos”, es porque ha sido imperioso mantenerlos alzados en el reclamo.Y hasta que esa sentencia que ponga fin a la letanía llegue, tantos planes habrán pasado al olvido, tantos amores abandonados por la urgencia, tanto goce impedido, tanta imprescindible levedad de la vida sencilla obturada por la esfuerzo titánico que impone la lucha prolongada por lo que es, sencillamente, justo. Suele repetirse que la justicia tardía no es Justicia. No, no lo es. Pero en casos como el del juicio por la masacre del 20 de diciembre de 2001 no se define por la negativa. Es del mismo perverso linaje del crimen.
Félix Crous es el titular de la Procuraduría de Narcocriminalidad (ProcuNar). Las fotografías que Damián Neustadt tomó esos días fueron incorporadas como prueba en el juicio a pedido del CELS.