El abogado Rodolfo Yanzón hace un balance de lo que está en juego en este juicio. Y analiza la ronda de testigos de la semana, que concluyó con el relato de Carlos Salinas. Denominadores comunes de los testimonios: cierto desdén de los imputados y sus defensas al escucharlos, y la pertenencia a sectores castigados.
Un proceso penal es un modo de conocer un hecho, cuantificar el daño cometido, establecer la responsabilidad de un acusado, y si su obrar estuvo justificado. Cuando los hechos tienen trascendencia institucional y política, el alcance del proceso penal es mucho más acotado. No sólo por la imposibilidad estructural en la etapa del conocimiento, sino porque la responsabilidad penal es estrictamente individual. Esto es lo que sucede con los crímenes cometidos durante los días 19 y 20 de diciembre de 2001. Varios son los imputados y cada uno de ellos tiene la oportunidad de defenderse de acusaciones concretas. Pero sería ingenuo pensar que todos los responsables están en este juicio o que todos los que están han realizado las conductas que se les reprocha. Esto último se irá conociendo durante el desarrollo del juicio, pero lo primero quedará para otra ocasión, si es que la hay.
Uno aspira, entonces, a que a través de un proceso penal de tales características y más allá de la situación individual de cada uno de los imputados, se puedan analizar y difundir las motivaciones políticas y el entramado institucional que dio cauce a hechos vinculados a responsabilidades penales, pero también a responsabilidades institucionales y políticas que marcaron la Historia.
Los acusadores buscan probar la participación de los acusados y que las víctimas sean escuchadas. Si bien es uno de los objetivos, obtener condenas no es la meta final, sino que lo que acontece en torno al proceso penal sea volcado al debate general y a la reflexión de tal forma que permita tener una lectura integral de lo sucedido. No quedar en la anécdota ni en el conformismo de una condena, hay que esforzarse en ver más allá de la construcción ideal que el proceso judicial insinúa. Porque, en definitiva, un juicio oral de esta naturaleza es la consecuencia de un sinnúmero de decisiones de los distintos actores –sobre todo de los judiciales- inevitablemente cruzadas con sus puntos de vista, sus aspiraciones y compromisos –en su acepción de mayor alcance-.
En este juicio se oyeron las acusaciones y los imputados fueron escuchados (sus relatos se asemejaban a un paseo de los Teletubies por el Jardín Japonés con el temor de ser mordidos por una carpa en sus partes más carnosas). Enrique Mathov se esforzó en explicar el funcionamiento de las leyes y aseguró que durante esos días estuvo cumpliendo debidamente su función, analizando las consecuencias y eventuales implicancias del derribamiento de las torres gemelas el 11 de septiembre de 2001. Esto que parece un chiste, no lo es. Sostuvo que el 19 de diciembre participó de reuniones del Mercosur sobre “lucha contra el terrorismo” y que los allí presentes estaban empeñados en lograr acuerdos con EEUU para compartir información (tal vez si Mathov prueba que en realidad era un empleado del Pentágono o la CIA, los deberes que tenía como secretario de Seguridad se desdibujen y mejore su situación en el juicio).
Comenzaron a declarar los familiares y las víctimas
El largo tiempo transcurrido no ha borrado ni el dolor ni la indignación. Algunos denominadores comunes de esos testimonios pueden resumirse en dos: cierto desdén de los imputados y sus defensas al escucharlos –insistiendo en confusiones propias del paso del tiempo y remarcando cuestiones secundarias- y la pertenencia a sectores castigados por la represión institucional y la política económica y el desempleo. El estado de sitio del 19 de diciembre, la represión de esa noche en el Congreso y los palos de la policía montada sobre las Madres de Plaza de Mayo fueron aguijones que acicatearon la voluntad de ir a la plaza a manifestarse. “¿No sabía usted que el estado de sitio le impedía reunirse?” preguntó uno de los defensores. “Mi derecho a manifestar estaba por encima del poder del Estado de impedirlo” contestó Fernando Rico, víctima y testigo de los homicidios.
La ronda de testigos de la semana concluyó con el relato de Carlos Salinas, un hombre que en 2001 contaba con unos 30 años, vivía en el conurbano, estaba desempleado con un hijo de pocos meses de edad y tuvo que dejar de estudiar por falta de dinero. “Sentí impotencia, bronca al ver que pegaban a las Madres” dijo. Decidió con otros amigos, todos laburantes de clase baja, subirse a un bondi y pedir que los llevasen porque no tenían ni para el boleto. Se bajaron en Once, caminaron hasta la 9 de Julio y observaron el caos en la ciudad, la represión policial. Se sentaron a tomar agua de una canilla y vieron acercarse un patrullero a velocidad, del que sacaban medio cuerpo unos policías portando armas. Les dispararon. Salinas y su amigo Gustavo fueron heridos. Mostró las marcas que quedarán para siempre en su cuerpo. Quisieron defenderse con piedras. Vano intento. Fueron detenidos y llevados a una comisaría. Fueron brutalmente golpeados. El hombre describió un fuerte culatazo en su cabeza. “Nos pegaron un buen descanso” afirmó con ironía. De allí fueron llevados al hospital Ramos Mejía donde volvieron a ser golpeados por la policía. “¡Basta! Acá están bajo mi cuidado” dijo un médico indignado por el trato. “No, siempre serán nuestros” contestó un policía. Los regresaron a la comisaría y al día siguiente se fueron en libertad. Días después pudo contar su historia en un organismo de DDHH que hizo la presentación judicial. Las autoridades estatales no eran confiables.
“Le pedimos perdón por el tiempo que tuvo que esperar” dijo el presidente del tribunal al finalizar la declaración (hacía referencia a las horas del día, no a los años transcurridos). “No, por favor, estoy muy contento de haber venido” contestó Salinas. “Yo creí que todo esto había quedado en la nada, como tantas cosas, que a nadie le interesaba lo que pasé” dijo con lágrimas en sus ojos. La proyección de su relato es la voz de las víctimas silenciadas de un sector olvidado y maltratado. La voz que les permite levantarse al grito de “no somos de ustedes”. “Y existimos”.