En Argentina hay entre 61 mil y 65 mil personas presas. El 95 % de la población carcelaria pertenece a los sectores más vulnerables de la sociedad. El abogado Maximiliano Postay toma las estadísticas penitenciarias como referencia para pensar una práctica abolicionista penal inmediata y posible.
No siempre los números dicen poco. Si analizamos los datos estadísticos que las propias instituciones oficiales vinculadas a la “cuestión carcelaria” (Ministerio de Justicia de la Nación y/o Procuración Penitenciaria de la Nación ) ponen a disposición de la opinión pública en sus respectivos portales habremos de corroborarlo.
Querido lector: si como yo, usted cree que el sistema penal, la cárcel y toda su inhumanidad, perversidad y salvajismo debe desaparecer, si no le entra en su cabeza que en pleno siglo XXI sigan existiendo jaulas para seres humanos, si aspira a una solución no traumática de los conflictos sociales y verifica que el sistema penal vigente no sólo no resuelve los conflictos que aborda sino que los agrava, potencia y multiplica, pero a su vez no es ingenuo, romántico ni idealista y asume que la materialización de tal aspiración requiere un proceso político, cultural y social paulatino o progresivo, debe prestar atención a ese conjunto que va del “0” al “9” y que infinitas combinaciones pone a nuestra alcance. Quizás la respuesta al gran interrogante que día a día nos hacemos aquellos que apostamos a la reivindicación del paradigma no punitivo aparezca ni más ni menos que en su terreno.
La cantidad total de presos y presas en la Argentina oscila entre 61 mil y 65 mil personas, según contemos o no a los privados de su libertad alojados en establecimientos que técnicamente hablando no llegan a ser catalogados como “cárceles”, por ejemplo las comisarías. De ese universo poblacional al momento de consumada la detención un 83 % no terminó la secundaria, un 75 % se encontraba desocupado o apenas realizando trabajos a tiempo parcial y un casi 70 % no había cumplido 35 años de edad. Es difícil definir con precisión cuántos de ellos vivían en la indigencia, cuántos cubrían sus necesidades básicas con esfuerzo o cuántos apenas llegaban con cierto margen a fin de mes. Lo cierto es que más allá de las sutiles diferencias, más del 95 % de la población carcelaria pertenece a los sectores más vulnerables de la sociedad o dicho en otros términos: la cárcel está repleta de gente pobre.
¿Y esto por qué? Salvo que admiremos a Cesare Lombroso, Enrico Ferri, Rafaelle Garofallo y las teorías decimonónicas que nos hablan de la innata tendencia al “delito” de ciertas personas por sus rasgos físicos, su perfil psicológico o contexto social, no tenemos más que denunciar el perverso funcionamiento selectivo del sistema penal.
A la cárcel no llegamos todos los que cometemos “delitos” sino solo aquellos que el sistema penal a través de cada una de sus agencias señala como merecedores de semejante castigo. Hablo en primera persona del plural porque tengo en cuenta que aproximadamente 1500 conductas son consideradas “delictivas” por nuestro Estado de Derecho, quizás es acertado decir que “todos somos delincuentes”. Enemigos del statu quo, seres sobrantes o entes desagradables que cual “chivos expiatorios” de alguna u otra manera justifican, sin más, la puesta en marcha de la maquinaria represiva del Estado. Sin seres “peligrosos” a los cuales perseguir el “negocio” de la persecución carecería de sentido. Tan sencillo como eso.
En esa línea avancemos sobre el análisis numerológico para derrumbar algún que otro mito. Dice Doña Rosa: “En Argentina dejan entrar a cualquiera. Lo peor de todos los países de Sudamérica viene a parar a nuestro país. Estoy cansada de no poder caminar tranquila por la calle por culpa de estos peruanos/bolivianos/paraguayos de mierda”. Doña Rosa puede sentir y pensar lo que quiera, pero su posición es infundada. Los extranjeros en las cárceles argentinas son menos del 5 %, de los cuales sólo una mínima porción está privado de su libertad por haber cometido un “delito” de los considerados graves. La mayoría está donde está a causa de la comisión de alguna infracción contra la propiedad privada o por haber sido utilizado como “mula” por algún discípulo del discípulo del discípulo de algún magnate del narcotráfico internacional. Magnate, muy difícilmente engalane alguna vez los pabellones con su presencia física.
A propósito de esto, resulta pertinente preguntarse ¿Qué motivó en cada caso la privación de su libertad? En la cárcel abundan “delincuentes” contra la propiedad privada o emparentados a la ley nacional de drogas: tenedores, transas de barrio, micro-traficantes o las mencionadas “mulitas”. Entre el 65 y el 70 % de la población carcelaria (aproximadamente 45 mil de 65 mil) cometió este tipo de conductas. En las cárceles no están los monstruos que Hollywood o buena parte de los medios masivos de comunicación se empeñan en representar, sino todo lo contrario. La cárcel está llena de pobres y “perejiles”.
Otro fenómeno preocupante es el de los presos encerrados sin condena y en virtud de esto técnicamente inocentes. Según datos oficiales el 51 % de la población carcelaria se encuentra en situación de “prisión preventiva”. Más allá de lo abultado del número citado, vale la pena aclarar que si no fuera por el controvertido y repudiable instituto del “juicio abreviado” (suerte de despareja negociación entre el fiscal y el propio acusado que agiliza el trámite judicial a costa de sacrificar todas y cada una de las garantías que el debido proceso impone como obligatorias) la cifra todavía sería mayor y rondaría el 60 %.
Finalmente el último indicador al que haré referencia, es el emparentado a los presos que están encerrados como mínimo por segunda vez. Los niveles de reincidencia son altísimos. Casi la mitad de la población se encuentra en esa situación, destacándose los casos de las personas que en su adolescencia también estuvieron alojadas en Institutos de Menores. La inclusión social post-penitenciaria no existe. El Estado poco hace por la persona que alguna vez estuvo tras las rejas una vez que ésta recuperó su libertad e incluso promueve/permite/alienta escenarios tan incoherentes, contradictorios e irritantes como presentar en el seno de su ordenamiento jurídico normas que por un lado impulsan la “reinserción social del reo” y por el otro la dificultan en forma manifiesta con institutos tales como el “Certificado de Antecedentes Penales”, no es la mejor de las cartas de presentación disponibles para encontrar un trabajo digno en el medio abierto.
Si logramos reducir al máximo la prisión preventiva, utilizándola excepcionalmente y no como regla, tal cual lo imponen los tratados internacionales de derechos humanos; si trabajamos intersectorialmente para que una persona de regreso al mundo libre luego de algunas temporadas en la cárcel pueda trabajar, estudiar y vivir en comunidad sin estigmas ni dificultades extras (proponiendo por ejemplo la eliminación del citado “Certificado de Antecedentes Penales” ); si descriminalizamos los “delitos” en los cuales el bien jurídico dañado es la propiedad privada o algún objeto material, generando mecanismos comunitarios y/o institucionales que den lugar a una eventual compensación del padecimiento ocasionado o trasladando a la órbita civil lo que actualmente se dirime en el fuero penal; si de una vez por todas nos decidimos a legalizar las drogas.
Y si finalmente tomamos consciencia de que buena parte de los conflictos sociales que hoy dan sustancia a la población penitenciaría podrían evitarse con políticas serias de desarrollo social, educación, cultura y trabajo, y bajo ningún punto de vista desde meros “maquillajes” represivos (demagógicos, facilistas y anti-humanos por definición) el panorama de cara a un futuro sin cárceles y sin sistema penal sería bastante más llano y lo que hoy resulta harto distante estaría muchísimo más cerca de hacerse realidad.
Dicho numerológicamente, en vez de tener 65 mil presos tendríamos apenas unos cuantos miles (o quizás cientos), y lo que es todavía mejor, habremos logrado demostrar la potencialidad social del paradigma no punitivo, no sólo en beneficio de las víctimas directas del aparato represivo (los presos), sino del resto de la comunidad, generando nuevos “estados de situación” o “medios ambientes” claramente motivadores de cara al abordaje también no punitivo de los conflictos remanentes, aquellos que por sus características propias y especial gravedad no forman parte en forma expresa de esta suerte de “etapa inicial” que en clave abolicionista se pretende comenzar a transitar.