Un hombre robó –y devolvió- un encendedor, un enchufe y una tarjeta de un seguro. Estuvo procesado casi seis años y por la causa pasaron once jueces. Finalmente el juez Mario Juliano dictó el sobreseimiento. Cuando se pierde el sentido común, el derecho se vuelve esotérico, arcano, irracional. Kafkiano.”, dice Adrián J. Mesch, que analiza en esta columna el fallo de Juliano.
“Nuestros jueces carecen del gran derecho a liberar de la acusación,
pero entre sus competencias está la de poder desprenderlo de ella”.
Kafka, Franz, El Proceso (1925)
Lobería, Provincia de Buenos Aires, fines de 2008. Mario Alberto Olivares ingresa a una vivienda quebrando la cerradura de la puerta trasera y roba del interior un enchufe, un encendedor y una tarjeta del seguro del dueño de casa. El -no muy peligroso- caco es detenido tres horas después por la policía local, y los efectos de su minúsculo botín inmediatamente devueltos a su propietario, quien aparentemente no volvió a saber del asunto.
Pero Olivares fue sobreseído recién el 5 de junio de 2014 gracias a una resolución del juez Mario Juliano. Juliano aplicó los principios de insubsistencia de la acción penal e insignificancia (Tribunal en lo Criminal 1 de Necochea, en la causa “Olivares, Juan Alberto s/ Robo Agravado por Efracción, Expte. 4888-0000).
Sin razón de ser
El primero de los principios que utilizó aquí el juez Juliano no está previsto en las leyes sino que remite a la interpretación de los jueces. La “insubsistencia de la acción penal” contempla aquellos casos que no son alcanzados por “prescripción” de la acción penal, es decir, que haya transcurrido un (largo) plazo legal para continuar persiguiendo a una persona imputada por un delito. Así, con el mismo fundamento de la prescripción, se introdujo paulatinamente una posibilidad más para el imputado de “desatarse” de las cadenas de un proceso: la “insubsistencia” de la acción. Toda acción tiene una causa, una justa razón de ser: si esa causa se perdió durante quinientas fojas y el Estado no pudo condenar o absolver a un imputado a pesar de haberlo perseguido durante años, hay que dejar por tanto dejarlo a salvo de ver siempre a la justicia penal en el retrovisor. Aunque para el caso de Olivares, como para el infeliz sector que el sistema atrapa siempre, no hay auto ni retrovisor, sino que hay que verla detrás del hombro, a pie, o desde la parte posterior de un patrullero.
Pero aunque la acción penal se consuma por prescripción o por “insubsistencia” los que quedaron consumidos fueron el imputado en el proceso y los recursos económicos del Poder Judicial.
Afortunadamente la falta de recursos económicos suele suplirse con enormes recursos intelectuales que idean de a poco institutos como la insubsistencia de la acción. Con ella se decreta la libertad del ciudadano de su apresamiento por parte del proceso, removiendo la espada de Damocles del techo de su vida. La moraleja resulta en que el ciudadano no debe pagar estar sometido indefinidamente a proceso sólo por lo laberíntico que resulta el procedimiento mismo o la inflexibilidad o alejamiento de la calle de algunos de sus intérpretes.
Insignificancia para el sistema
Juliano también aplicó el principio de “insignificancia” al caso de Olivares. Nuestro derecho presupone que la paz social a la que protege la pena que existe para cada delito (siempre como último remedio a utilizar para evitar conflictos sociales, no en su consideración de moda de arma común para luchar contra absolutamente cualquier cosa) no se verá nunca comprometida por "afectaciones insignificantes" al sistema. Cualquier hijo de vecino sabe que no es lo mismo un pibe hambriento que roba un sándwich de milanesa rompiendo una heladera que un pirata del asfalto haciendo lo propio con un camión de caudales, aunque ambos (según el juez, aclaremos) puedan estar alcanzados por el mismo artículo del Código Penal, y prevean la misma pena mínima y máxima para sus autores.
El bien jurídico que se protege con pena (propiedad, en el caso) es idéntico, pero no se ve afectado de la misma forma con la sustracción a su dueño de una obra de Rembrandt que de un encendedor y un adaptador de corriente. De hecho, esa “insignificancia” en la afectación para el Derecho Penal es sinónimo de “inexistencia”: si lo que se afectó es digamos, miserable, entonces directamente nunca fue afectado. Y decimos esto por cuanto el Derecho Penal es –contraintuitivamente- resistencia al poder punitivo mismo, no su potenciamiento: buscamos poner vallas racionales al enorme poder del Estado y a su constante propensión a desbordarlo contra sus ciudadanos, no darle más excusas para ampliarlo.
Dicho de otra manera, la función punitiva, la pena o sus “esquirlas” (caracterización eterna del imputado como "delincuente" así sea sobreseído o absuelto, vejaciones carcelarias, etc.) deben limitarse sólo a los ataques más graves a los bienes jurídicos. Estos ataques insignificantes (pavadas, en la jerga) deberían ser advertidas por el primer fiscal que entiende en la causa declarando que no hay delito por atipicidad. La acción penal, a la altura del dictado de la sentencia se encontraba ya largamente “insubsistente” pero quizá podría haberse ahorrado mucho más sólo considerándose, días o semanas después del hecho, la posibilidad de que la conducta ni siquiera fuera delito.
Sentido común
La sana decisión de Juliano recayó luego de más de quinientas fojas de expediente: unos dos cuerpos y medio, es decir, una resma de hojas tipo oficio o tres kilos de papel, miles de horas de trabajo de personal judicial, audiencias y la intervención de cinco órganos judiciales distintos que discutieron durante casi seis años no lo que destacamos antes (insignificancia o insubsistencia) sino si el delito era robo simple o robo agravado por efracción (esto es, agravado por la rotura de la puerta), si correspondía juicio abreviado por uno u otro, recursos varios al respecto, una rebeldía declarada debido a que el imputado no pudo ir a la audiencia por vivir a 50 km. del Tribunal y no conseguir a nadie que lo lleve ni a dedo. Finalmente el último juez en entender en la causa decidió usar el sentido común, declarando sin más que el Sr. Estado no debía utilizar los pocos recursos con los que cuenta para mover un ejército (once jueces, dos fiscales y un defensor oficial) para llevar a juicio una bagatela (léase nuevamente “pavada”), extendida durante cinco años.
Así, el principal argumento del juez Juliano para decretar la insubsistencia de la acción a favor de una persona por el robo de un adaptador ($ 7), una tarjeta de seguro (reproducción gratis), y un encendedor ($ 6) -todos devueltos a su dueño- fue el sentido común. Y decimos “sentido común” no desde una perspectiva reduccionista sino práctica: el derecho debe respetarse, pero deja de ser precisamente derecho cuando su aplicación respeta más la forma que al humano detrás de la norma. Si se aplica semejante maquinaria y durante tanto tiempo contra el botín de un robo valuado en trece pesos, el derecho se vuelve esotérico, arcano, irracional: kafkiano, como dijo el propio juez.
Parte de esa irracionalidad está en la vieja tradición legal de la persecución penal pública en el país, la cual ante la comisión de un delito de acción pública (de investigación obligatoria para el fiscal, para el caso la enorme mayoría) el Estado “secuestra” la investigación del hecho por más pequeño que sea y las consecuencias que en él recaen de las personas comunes (vedando la justicia resarcitoria, en donde son ellas quienes deciden sobre sus conflictos, utilizando al Juez sólo como árbitro imparcial en la cuestión). No existe –mayormente- el “no presentar cargos” o “retirarlos” ante ciertos hechos delictivos menores como en la justicia norteamericana: quizá porque desde su clásico e inquisidor rol de padre de sus ciudadanos, nuestro Estado los cree incapaces de solucionar sus propios pequeños conflictos. A veces, esto está justificado porque los bienes jurídico-penales protegen intereses públicos en los que es necesaria la intervención de la maquinaria estatal: pero en este caso apostamos que si alguien antes de la sentencia llamaba al dueño del encendedor, dudamos seriamente que –de recordar el hecho mismo- tuviera más ganas que el propio Estado de “vengar” lo sucedido. O bien, de creer que la pena o la amenaza de su imposición generarán una recomposición moral en Olivares para volver a la “buena senda” o disuadirán a los vecinos de Lobería de no imitar su vida de apoderamiento de muy pequeños bienes muebles ajenos.
Para finalizar, diremos que mucho se ha escrito acerca de la relación entre nuestra justicia, hija del formalismo europeo, y lo intrincado y oscuro de la naturaleza humana y judicial expuestos por aquel escritor de Praga que citáramos en el epígrafe. Pero en este caso la identidad entre lo kafkiano y el proceso penal es incuestionable: al igual que en la obra cumbre de Kafka, Josef K. y Olivares sufrieron un procedimiento judicial indefinido del que entienden poco y nada, que parece no dirigirse a dirección alguna y en el cual la burocracia gana por goleada a la solución del conflicto de fondo, que es observado por los acusados con la impotencia propia de quienes a cierta altura ya no saben siquiera quién acusa o para qué. Para el caso, peor todavía: el proceso de Josef K., con todos sus avatares, misterios, citaciones, azotes, salas, secretarías y desenlace final, duró cuatro años menos que el proceso de Olivares.