Eduardo Blaustein recuerda Los Traidores, la película más célebre del documentalista secuestrado y desaparecido en la puerta del Sindicato Cinematográfico Argentino el 27 de mayo de 1976.
El dato informativo seco, el impiadoso, dice que el cineasta y documentalista Raymundo Gleyzer fue secuestrado y desaparecido en la puerta del Sindicato Cinematográfico Argentino el 27 de mayo de 1976. La memoria afectiva, con sus afluentes tumultuosos e imprecisos, dice muchas otras cosas; puede que sean falsas. Si se trata de traiciones, sé que vi la más célebre película de Gleyzer, Los traidores (1973), en Barcelona, en el exilio. En mi recuerdo la vimos con un puñado de sudacas desarrapados en una sala oscura, tirando a sórdida.
¿Era una iglesia solidaria? ¿Un local de barrio? Para precisar el asunto acudí a la memoria de amigos de entonces, algunos están acá, otros quedaron allá. Dice el Beto Salinas, periodista, que la vimos en la Filmoteca “que entonces estaba al fondo del barrio Chino, barrio cutre, que cuando llegamos estaba lleno de prostitutas sexagenarias”. Por Facebook, Andy Nariz (sigue allá) y Mary (volvió hace un par de años) confirman que fue en la vieja sede de la Filmoteca, en el barrio cutre hoy conocido como zona cool turística, que porta el antiguo y prestigiante nombre de Raval.
Lo que importa: íbamos a ver Los traidores, se supone que en plan de exiliados políticos. Pero aunque no lo viéramos así entonces íbamos antes en plan sudaca huérfano. Estaba claro para nosotros (demasiado) que el gran “traidor” de la película era José Ignacio Rucci, al volante de su Torino blanco. Hoy Rucci puede que siga representando la idea del compañero de base que pasa de combativo a burócrata. Pero ya no representa planamente la idea de traidorazo, e infinitamente menos la de un tipo que debe ser ejecutado por la llamada justicia popular. Dice el alegato final de la peli: “Las clases dominantes y los burócratas utilizan la violencia en su lucha contra los explotados. Pero no hay peor cosa para los patrones cuando ven que los explotados también ejercemos nuestra justa violencia. Liquidemos a la burocracia sindical, cáncer del movimiento obrero”.
Suenan desgraciadas esas palabras, fácil decirlo desde el presente. ¿Con qué recuerdo me quedo entonces de aquella tarde/ noche en que vimos la película? Con el que acaso sea falso: escena de un tipo subiéndose a un bondi suburbano, abriendo las páginas ya sea de una Patoruzito o de El Gráfico. Los sudacas necesitados, en esa sala oscura de barrio cutre, echamos un largo suspiro colectivo por encontrar argentinidad al palo. Me quedo con eso antes que con la imagen icónica de nuestro gran cine militante: la cámara empuñada en lo alto como ametralladora. Reitero: se dice tan fácil tantos años después.
Es más sencillo y acaso más recomendable quedarse con la vida y la apuesta artística y militante de Raymundo Gleyzer que con la idea de qué hacer con Los traidores. Gleyzer: biografía argenta del descendiente de un inmigrante ruso ucraniano, hijo de Jacobo y de Sara. El tipo que deja la tranquilidad de Ciencias Económicas por el cine precario de entonces. En la comparación con aquel país y este otro en el que se multiplican los estudiantes de cine, las carreras y las políticas públicas de fomento, impresiona una anécdota contada en la revista Sudestada por quien fue la compañera de Gleyzer (y sonidista), Juana Sapire.
Tiene que ver con la filmación de otro documental célebre de Gleyzer: México, la revolución congelada (1970). A uno de los integrantes del equipo, Humberto Ríos (de posterior exilio en México, junto con Nerio Barberis entre otros integrantes de Cine de la Base), mareado por el calor de la zona en la que trabajaban, se le desplomó la cámara del trípode. Cámara rota y única en un pueblo remoto de México, en condiciones de filmación típicas: cero mango, cero equipos. ¿Qué hizo Gleyzer? Voluntad pura y dura: llevó la cámara a un patio, la desarmó, fue dibujando en un papel un diagrama con las piezas que iba quitando para recordar cómo reconstruirla. Con un martillo le pegó feo a la cámara para enderezarla. “Cada martillazo que nosotros escuchábamos –recordó Juana Sapire– nos daba en el corazón”. Gleyzer rearmó la cámara. Media película se hizo sin saber si se filmaba bien, regular o nada. Sólo una vez enviada a laboratorio se supo: bien. La película obtuvo varios premios internacionales.
Cómo no reivindicar también una de las apuestas de Cine de la Base, la de organizar y proyectar las películas en barrios, universidades y fábricas.Los traidores, riesgosa en su tesis política vanguardista, fue hecha para que la vieran los laburantes. Para eso Cine de la Base ya había comenzado a organizar un circuito alternativo y popular de distribución y exhibición. Ese proyecto debía multiplicarse. ¿Ese proyecto o las metras?
Cine político popular, con o sin tesis políticas arriesgadas. Hugo del Carril o Mario Soffici hicieron cine de calidad y popular “antes” o junto al neorrealismo italiano. Leonardo Favio hizo cine popular exquisito y a la vez de masas. La melodía central de Juan Moreira llegó a las canchas y a las manifestaciones con esta letra: “Las bolas del General son tesoro nacional”. Cine sobre tipos comunes, laburantes que se suben a un bondi en un barrio suburbano y que piden justicia, a veces a peligrosos martillazos. No por eso pierden la oportunidad de leer o no Patoruzito o El Gráfico, sea que el recuerdo sobre la escena sea verdadero o falso.
Los Traidores, la película completa:
Raymundo, documental sobre el cineasta, de Virna Molina y Ernesto Ardito: