Así lo dijo el director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella, Juan Gabriel Tokatlian, quien analizó la problemática en la región. El especialista señaló, además, que la guerra contra las drogas no resolvió el conflicto.
En materia de políticas de drogas el prohibicionismo es el paradigma dominante en Latinoamérica y en el mundo desde hace más de un siglo. Un modelo que para algunos especialistas ha demostrado su fracaso, con un elevado costo en materia de derechos humanos: incremento de la violencia, detenciones masivas, castigos desproporcionados, criminalización del consumo y restricciones en el acceso a la salud. “Hay países que tienen cultivos ilícitos, otros que son clave para el procesamiento y la transformación y otros han sido refugio o santuario financiero, pero hay un elemento constante en la región respecto de las drogas: la dramática violación de los derechos humanos. Ese es el eje que los articula”, definió Juan Gabriel Tokatlian, director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT).
Tokatlian participó junto a especialistas latinoamericanos, de Estados Unidos e Inglaterra del seminario “Drogas: de la prohibición a la regulación”, organizado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y la UTDT. En diálogo con Infojus Noticias el director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la UTDT reflexionó sobre el fracaso de la guerra contra las drogas, el impacto en los derechos humanos y los nuevos enfoques en la materia.
-¿Cuál es el paradigma dominante en la región en materia de drogas?
-Esencialmente la región sigue siendo parte de la expresión prohibicionista, entendiendo por esto que las políticas públicas siguen procurando la abstinencia como el objetivo fundamental. Lo hacen mediante componentes que tienden a criminalizar ciertos comportamientos y procesos que son parte de la cadena general del negocio de las drogas. Sin embargo, esto que ha tenido manifestaciones muy ortodoxas y muy convencionales, de represión, coerción y punición muy fuertes, ha estado severamente cuestionado. Ha generado una gran fatiga en la sociedad y una gran frustración en los Estados respecto a los resultados finales.
-¿El caso uruguayo es una muestra de esta frustración por parte de los Estados o es solo un caso aislado?
-Hay países en la región que ensayan políticas alternativas que no corresponden todavía a un nuevo paradigma totalmente extendido y consensuado, pero sí que demuestran que el paradigma vigente está severamente cuestionado. En Uruguay la ley ha permitido la legalización de la marihuana, hay debates en la región sobre políticas de reducción de daños -políticas que por ejemplo le proveen jeringas descartables a las personas que se inyectan alguna sustancia psicoactiva-, tenemos nuevos debates sobre la despenalización y la descriminalización. Y tenemos, ya no solo hacia adentro, posturas distintas a las del pasado. Si antes la mayoría de los gobiernos abrazaban la guerra contra las drogas como el punto de referencia para llevar a cabo la lucha contra los narcóticos, hoy eso está severamente impugnado, ya no por ex presidentes, sino por presidentes actuantes.
-¿En los casos de los países que se enfocaron en la guerra contra las drogas se logró reducir el consumo y la oferta de sustancias?
-En el grueso de los casos no. Hubo un cambio de magnitud, pero no de tipo. Ejemplo: en Colombia ya nadie habla de los dos grandes carteles, el de Medellín y el de Cali. La mayoría de sus miembros están muertos, en prisión o han sido extraditados. Sin embargo, lo que ha surgido, con el desmoronamiento gradual de estas grandes organizaciones, es lo que algunos denominan boutique cartel, es decir carteles pequeñitos que actúan como en red, como células, más dispersos geográficamente, combinando distintos productos, ya no solamente sustancias psicoactivas sino otros elementos de contrabando. Y por lo tanto según algunos datos el número de estos pequeños cartelitos supera en largo los doscientos. No tenemos grandes estructuras mafiosas, es verdad, en Colombia ya no están más, pero hay otras modalidades que se han adaptado a las condiciones de represión. En México tenemos grandes conglomerados identificados con grupos muy específicos, también lo que estamos viendo es que las cabezas son decapitadas o son encarceladas –algunos logran huir, como el chapo Guzmán -, también tenemos un nivel de transnacionalización mucho más sofisticado. Su cercanía con Estados Unidos, el hecho de que en México no solo hay producción de marihuana y heroína, sino que es un punto de transito importante de cocaína, hacen que el caso mexicano sea de mucha más complejidad que otros
-¿Cuál ha sido el costo de esta guerra contra las drogas?
-Ha sido devastador a lo largo y a lo ancho de la región. La violación de los derechos humanos ha sido sistemática, particularmente sobre los jóvenes, las mujeres y los consumidores. El número de personas en prisión ha crecido de manera alarmante en toda la región, sin que eso haya impedido ninguno de los graves problemas vinculados al consumo y el abuso de sustancias psicoactivas. Esta ha sido una política muy dirigida a coercionar, a encarcelar, e incluso a dar de baja a muchas personas sin los mínimos requisitos de juicio del debido proceso, sin requisitos probatorios fundamentales e invirtiendo la carga de la prueba, haciendo que las personas prueben que no son delincuentes, que no son parte de organizaciones de narcotraficantes. En el caso de las mujeres, la mayoría son casos de transporte, lo que se denomina genéricamente mulas. Muchas están en situación de prisión sin ningún tipo de juicio durante meses o años, por dosis absolutamente nimias que llevaban en su cuerpo, todo con una serie de consecuencias en materia de derechos humanos con consecuencias funestas.
-¿Hacia dónde avanzan los países de la región en materia de políticas de drogas?
-Estamos en un punto que todavía no es de viraje total. Estamos viendo los efectos de una guerra contra las drogas cada vez más ilegítima, más cuestionada, más impugnada, pero todavía no tenemos por delante un horizonte claro de políticas alternativas que respondan a la prohibición y que se hayan enraizado en la sociedad. Estamos en un punto intermedio. Estos procesos, ya sea el de continuidad de la prohibición o el de búsqueda de paradigmas alternativos, son procesos sociales, políticos e históricos. Estamos ante caminos que se bifurcan: podemos seguir un tiempo más por el lado más represivo, más punitivo, más coercitivo, pero también es evidente que gradualmente, prudentemente, pero de manera muy relevante se están dando casos en una dirección alternativa.
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