La primera de una serie de crónicas sobre el territorio y la Justicia, cuenta un recorrido por los pagos del cura tercermundista asesinado hace 40 años. Quiénes viven allí hoy, sus problemáticas y un legado fundante en derechos.
Al padre Guillermo Torre, Willy para todo el barrio, le suena otra vez el teléfono celular.
-Llamáme más tarde- contesta amable, sentado sobre unos troncos del patio de la parroquia Cristo Obrero. Otro periodista quiere entrevistarlo sobre Carlos Mugica.
A Willy y los otros dos curas villeros le esperan días agitados. A las recorridas por la Villa 31 escuchando a los vecinos, a las tareas del Hogar de Cristo donde casi cincuenta pibes se rehabilitan de adicciones, se suman pedidos de la prensa y visitas de funcionarios. El trajín por los preparativos moviliza al barrio. El domingo se cumplen 40 años desde que un comando de la Triple A acribilló al padrecito Carlos Mugica en la parroquia San Francisco Solano.
Un hombre joven se baja de la bicicleta y le estira un sobre de papel.
-Volvé en un ratito, le pide el padre Willy.
Como el chico de la bicicleta, todos los días llegan a la parroquia vecinos que quieren confiarle al cura toda clase de problemas y pedidos. Algunos no tienen solución espiritual. El cura sabe qué hacer. “A quienes vienen a contarnos sus cosas, cuando corresponde, los derivamos al Centro de Acceso a la Justicia. Uno pone el espacio, otro pone las cosas, y esa es la forma de trabajar”, dice Willy, para referirse a una alianza estratégica entre la Iglesia y el Estado.
En Retiro funcionan dos Centros de Acceso a la Justicia (CAJ). Uno de ellos queda pegado a la parroquia que fundó Mugica, en la Villa 31 Bis. El otro, en una capilla pequeña en el barrio Güemes, en la Villa 31.
Acá: en la capilla de Nuestra Señora del Rosario. Acá esta mujer de rasgos andinos participó hace dos años de una negociación. La recuerda casi como un rito de pasaje. En esa audiencia de mediación con su ex pareja arregló la cuota alimentaria de su hija Diamela, que ya tiene diecisiete años.
-Él llegó con su abogado -recuerda-. A mí me acompañaban los doctores Gabriel y Tina.
La audiencia había sido convocada por Gabriel y Tina, dos de los abogados del Centro de Acceso a la Justicia que funciona desde hace cuatro años en la Villa 31. El papá de Diamela –dueño de un taller de costura con veinte empleados en Pompeya- dijo que no tenía plata. El coordinador del CAJ, Gabriel Tubio, le replicó: era su obligación. En esa audiencia consensuaron una cuota de 450 pesos mensuales. El hombre la pagó irregularmente durante un tiempo. Ahora Mónica verá si sigue esperando o recurre nuevamente al CAJ.
La primera vez que entró al container junto a la capilla -donde opera el CAJ-, Mónica ya había ganado su primera batalla frente a la Justicia: la tenencia de su hija. Antes había tenido que aprender a defenderse sola. Había llegado a la Villa 31 desde Santa Cruz de la Sierra en 1994. Desde que llegó se la pasó encerrada en un boliche de comidas en el Bajo Flores, trabajando a cambio de cama y comida. Después consiguió algo de lunes a lunes: dieciséis horas en un taller de costura regenteado por un coreano. Allí conoció a Fernando Alberto, un jujeño veinte años mayor.
-Él era muy machista. No le gustaba que hablara con nadie.
Las golpizas comenzaron antes del embarazo. En la comisaría le pedían un documento argentino para hacer la denuncia. El día que Diamela nació, la llevó al hospital “a los golpes” y desapareció por dos días. Cuando la nena cumplió dos años, Fernando las mandó a vivir a Jujuy, con su propia madre. Un año y medio después Mónica volvió a Buenos Aires a buscar trabajo. Su suegra la denunció por abandono y empezó a gestionar la tenencia de Diamela. Fue el primer encuentro de Mónica con la Justicia: después de pelear durante meses, un juez de familia jujeño le dio la tenencia de su hija. Años más tarde, el reclamo por los gastos de su crianza la llevó a conocer el primer CAJ que se abrió en la Villa 31.
Justicia territorial
Cuando nacieron, los Centros de Acceso a la Justicia -que dependen del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación- se dedicaban casi exclusivamente a la mediación comunitaria en los sectores más vulnerables. En octubre de 2008 quedaron en el ámbito de la Dirección Nacional de Promoción y Fortalecimiento para el Acceso a la Justicia. Desde entonces los centros se multiplicaron: hoy conforman una red federal de 58 CAJ en todo el país y ampliaron el enfoque. Cuentan con equipos de psicólogos para el abordaje de la violencia doméstica, asistentes sociales y mediadores, y asesoramiento jurídico. “La mayoría viene por trámites administrativos, documentos de radicación, o gestiones por el DNI, pero terminan contando otras temáticas que los atraviesan”, cuenta Tubio.
Meses después de la apertura del primer CAJ en la Villa 31 de Retiro, se creó el segundo. También junto a una iglesia, Cristo Obrero, en el barrio Comunicaciones. Fue por una necesidad geográfica -aliviar al primero-, pero también geopolítica: entre la 31 y la 31 bis hay diferencias de estratos, cierta discriminación y rivalidades. La 31 bis se pobló de migrantes internos y extranjeros después de la crisis de 2001. Ahí las casas son habitaciones precarias revestidas en chapas. No hay inquilinatos ni edificios de tres pisos. No cualquiera puede circular en uno y otro lado con tranquilidad. El fin de semana pasado –según militantes del barrio- fueron asesinados dos pibes de uno y otro sector. Al padre Willy no le gusta esa división. Él puede caminar por toda la villa.
Willy escuchó hablar de Mugica en los últimos años del Seminario, cuando trabajaba con otro pionero en el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, Rodolfo Ricciardelli. Leyó libros, vio videos, quedó impactado por la búsqueda de justicia social de los curas villeros. Llegó a Retiro en 1999. El año en que el cadáver de Mugica repitió la parábola hecha en vida: el camino desde Recoleta hasta el pobrerío de Retiro. Ese día, fue llevado a su destino final en el mausoleo de la parroquia Cristo Obrero. Él mismo la había fundado en 1970, cuando a estos barrios apenas llegaban algunos militantes y los curas villeros.
“Los CAJ se montaron sobre estructuras sociales que ya tenían una inserción territorial”, dice Tubio. En Retiro y en otros barrios porteños se instalaron junto a las parroquias de los curas villeros. “Ellos son la puerta de entrada de muchas consultas”, agrega el coordinador del CAJ, que de chico fantaseó con ser sacerdote.
El CAJ de la 31 bis funciona en una estructura de madera, junto a la parroquia Cristo Obrero. Adentro hay aire acondicionado, dos armarios y tres computadoras. En la puerta está Leda. Habla poco, con crudeza.
-Yo vine comprada desde Bolivia a un taller de costura de un coreano.
Este CAJ le tramitó la documentación argentina después de que un allanamiento de la DGI obligara al dueño a regularizar a las costureras y encontrara que Leda, que no había ido a la escuela, tenía documentos falsos. Aprendió a leer y escribir, quiere terminar la secundaria y estudiar Derecho.
“Conseguirle techo a una persona ya es hablarle de Dios”
Victoria vive enfrente de la parroquia que fundó Mugica, debajo de la autopista Presidente Illia. Llegó a la 31 Bis con su madre desde Paraguay. Durante años las dos trabajaron como empleadas domésticas. Victoria acudió por primera vez al CAJ por papeles: documentos de identidad para sus hijos y la gestión de una “carta de pobreza”, trámite que los exime de pagar los 300 pesos de la tasa migratoria. Pero en los últimos días también quiso que los abogados del CAJ la asesoraran sobre el tema de la relocalización. Está preocupada: las vías del tren a Retiro volverán a pasar por la puerta de su casa.
La pared trasera de su hogar es una de las columnas sobre las que se sostiene la autopista. Tiende la ropa sobre el guardarrail de la bajada. Hasta que su marido amplió la casa ganándole un metro a las vías del Belgrano Cargas, tenían que sacar de día los colchones afuera y ponerlos de noche en el piso del comedor para dormir. Por esa casilla de 20 metros cuadrados donde Victoria, su pareja y tres hijos (el mayor vive arriba) se cocinan, se asean, miran televisión; ella pagó cinco cuotas de 2.000 pesos a una vecina.
-Nos tienen como a una novia. Nos citan para hablar pero nunca pasa nada- dice Victoria.
El gerente de Seguridad y Control Ambiental de la empresa privada Administración General de Puertos S.E., Carlos Sposaro, les repitió esta semana la oferta: tres millones de pesos como indemnización para las 46 familias que deben ser relocalizadas.
-Hicimos el cálculo y nos da unos 70.000 pesos a cada una. Esto será una cuevita, pero es el lugar donde mi familia se refugia de la lluvia, del frío. No me voy a ir por monedas.
Victoria cree en Dios, pero casi no va a la iglesia. En el comedor que lleva el nombre de Carlos Mugica le hablaron de él y de su credo “desde el pueblo y con el pueblo”. De vivir el compromiso a fondo, de conocer las tristezas y alegrías de su gente, de sentirlas para construir la justicia social. “Conseguirle techo a una persona ya es hablarle de Dios”, dijo el cura en una entrevista en 1972.
La herencia se ve en las huellas materiales esparcidas por el barrio. Las fotos, su cara en bustos y murales, su fraseo rebelde, un equipo de fútbol, el comedor comunitario. Está en lo intangible: una presencia en el aire a pesar de las décadas de violencia y exclusión. “El barrio está lleno de solidaridades de unos vecinos con otros”, apunta el padre Willy. Dividir lo que queda de yerba, cuidar el hijo de la comadre mientras va a buscar trabajo. Es la heroicidad de lo cotidiano: un instinto que comparten los sobrevivientes de la misma catástrofe.
-Carlos sabía que podían matarlo, pero optó por quedarse- dice Willy.- Fue el acto de amor más grande: dar la vida por lo que creía.