Carlos Russo socorrió víctimas en la tragedia de LAPA y en Cromañón. Como parte de los Cascos Blancos estuvo en Haití y en la Franja de Gaza. Pero su momento fundacional como médico de Emergencias fue durante el atentado a la AMIA. Allí se dió cuenta: “Esto es lo que tengo que hacer”. 21 años después, recuerda esa experiencia en esta entrevista.
Habían pasado más de treinta horas de la explosión que voló la sede de la AMIA cuando de entre los escombros los bomberos sacaron la camilla que trasladaba a Jacobo Chemahuel, empleado de maestranza de la mutual. Atrás salió caminando Carlos Russo, por entonces médico del hospital Pirovano, que desde el día anterior había estado trabajando en la zona de desastre. Estaba lleno de polvo y transpirado, tras haber pasado más de seis horas asistiendo a Chemahuel. Una mujer se le acercó, lo abrazó y le agradeció. Veintiún años después, cuando Russo evoca el momento en su despacho de la Subsecretaría de Salud porteña, se le llenan los ojos de lágrimas y se le quiebra la voz. Sigue sin saber quién era esa mujer, pero sabe que desde que asistió a la emergencia en la AMIA cambió su vida para siempre. “A nivel profesional fue muy importante. Me di cuenta para que podía servir”, explicó a esta agencia.
Durante la entrevista con Infojus Noticias, Russo se vio por primera vez en una foto de la AMIA. Está más joven, con el pelo negro y explica a un grupo de hombres de traje lo que acaba de hacer en el operativo que rescató a Chemahuel que, tres días después, moriría en una sala del hospital de Clínicas. La foto fue tomada por el jefe de fotografía de esta agencia, Sergio Goya, que volvió a fotografiar a Russo, 21 años después para esta nota.
“El médico no trabaja de médico, es médico”, cuenta este hombre que en una ocasión llegó a ordenar que bajara un helicóptero en plena autopista para auxiliar a un motociclista, aun cuando estaba fuera de servicio, y atendió más de 12 partos en Haití después del terremoto, entre decenas de otras tragedias.
El lunes 18 de julio de 1994, Russo estaba cubriendo su guardia en el Pirovano, donde había entrado como administrativo en 1971, antes de recibirse de médico en la Universidad de Buenos Aires. Un llamado alertó sobre una explosión y salió en una ambulancia. En las cuadras cercanas a Pasteur empezó a ver cientos de vidrios destruidos. Llegó a la cuadra y encontró un edificio derrumbado y gente corriendo por todos lados. Se paralizó un segundo y entró en acción.
“Se tardó mucho en evacuar la zona de gente que no tenía nada que hacer ahí. Creo que todo ese lunes se fue en sacar a la gente que no tenía que estar ahí”, recordó. La improvisación y el peligro reinaban en la cuadra donde se complicaba la organización para empezar a asistir a las víctimas. “Aparte, siempre, en un atentado con bombas, se calcula que puede haber una segunda bomba, internacionalmente es así. Hay que sacar rápido a todos de ahí, evacuar a quienes haya que evacuar, no dejar que entren más de afuera. Si había una segunda bomba, hubiera sido otro desastre dentro del desastre”, explicó. Aunque critica el rol de la emergencia ese día, intenta mirar el vaso medio lleno y cuenta que desde entonces se perfeccionó el sistema y se fue trabajando cada vez mejor hasta llegar a operativos exitosos como los que se realizan en la actualidad.
En medio de ese caos atendió pacientes y los derivó a los hospitales. “No es que no se hizo nada, pero el marco era complicado, complejo. Era difícil de trabajar. Al día siguiente ya estaba más ordenado y se evacuó la zona”, agregó.
Esa noche lo relevaron y pasó por su casa para tranquilizar a sus hijos. Volvió al Pirovano y al día siguiente se ofreció para ir a la AMIA otra vez.
Una cicatriz que no se borra nunca
Fue entonces cuando los bomberos pidieron un médico voluntario para meterse entre los escombros y asistir a Chemahuel. “No es valentía, es algo casi instintivo decir, ‘si, yo voy’. Después seguí trabajando ahí porque te enganchas afectivamente con el lugar”, cuenta. Ese “enganche afectivo” persiste y de hecho esta semana Russo estuvo en la sede de la AMIA y DAIA para coordinar la cobertura sanitaria del acto conmemorativo. “Muchos de los que hablé eran chicos que tenían 10 años cuando pasó lo del atentado. La cicatriz afectiva que te queda es eterna. Es permanente. No se te borra”, agrega. Esa cicatriz, en su caso, se replica en todos los hechos que le tocó cubrir como emergentólogo, la especialidad que desandó desde aquel 18. Socorrió víctimas en el despiste del avión de LAPA, en el incendio de Cromagnon, en incendios grandes de villas y también tras el huracán y el terremoto en Haití, en la guerra de Franja de Gaza y en Malvinas, donde fue al cementerio de Darwin con un contingente de familiares. De todas ellas dice que se queda “con una imagen internalizada que forma parte de tu experiencia por un lado, que se capitaliza, y también es un impacto”.
Se tira para atrás en su sillón y recuerda una escena de la película “Perfume de mujer”, en la que el personaje de Al Pacino, en una escena dice que “a veces en un momento se vive toda una vida”. La recuerda y se emociona. “Me pareció una gran síntesis. A veces en un momento vos te das cuenta para qué carajo servís en la vida y para qué no”, agrega. En AMIA Russo pensó “esto es lo que tengo que hacer. Tengo que dedicarme a esto”. Se dio cuenta para qué era útil y fue más allá de lo instintivo. Leyó, aprendió, se formó con todo lo que la emergencia lleva alrededor.
Después del atentado comenzó a asentarse en el SAME. “Seguí en el hospital un tiempo, pero me fui quedando en el SAME. Fui coordinador, instructor, director médico y Casco Blanco”, resume sobre el camino al que lo llevó el atentado. “Me fui metiendo cada vez más en esto. Y en los últimos años en la capacitación de todos los muchachos que vienen atrás”, cuenta entusiasmado sobre la formación en emergentología.
Olores e imágenes en los sótanos
“El olor”, responde Russo cuando se le pregunta por lo primero que recuerda de la zona de desastre. “El olor es lo que más queda. No sale en una foto y es lo que más te queda grabado de determinado lugar”, reflexiona. “Es un olor muy sui generis, sobre todo cuando me tocó estar debajo de los escombros. Es algo muy especial, que a lo mejor los bomberos te lo pueden decir también, que trabajaron a destajo”, detalla cuando se le pregunta más por ese recuerdo.
Tras ofrecerse como voluntario, Russo se sumergió en las entrañas de los restos de lo que fue la AMIA para asistir a Chemahuel. No sabe qué piso era. “Era un derrumbe. Estaban los bomberos trabajando para poder sacarlo del lugar en el que tenía las piernas atrapadas”, detalla. El área de búsqueda y rescate siempre es de bomberos. No entran otros que no sean ellos, por seguridad. Pero esa vez pidieron colaboración de los médicos para hacer apuntalamiento a Chemahuel. “Se le puso un suero, se cuidó su hipotermia, se controló el dolor, pero bajo el trabajo principal que estaban haciendo los bomberos. Estábamos debajo de ese edificio en el que todavía se caían cosas”, dice. Russo se inclina de costado y cuenta que a Chemahuel le decían Cacho “él se hacía llamar así”, explica con una sonrisa y los ojos llorosos.
“Tenía buen ánimo, vamos a salir muchachos, nos decía”, recuerda. “Nos daba coraje. Era llamativo”, agrega emocionado sobre el hombre que estuvo lúcido en todo momento, comió y tomó para mantenerse bien y poder salir vivo de ahí.
Chemahuel era diabético y hasta se le hizo un análisis de sangre para administrarle insulina. Durante las horas que Russo estuvo junto a él, le preguntaron si quería que alguien lo relevara. Dijo que no. Lo mismo los bomberos que trabajaban para sacarlo. “No cambió nadie”, dice orgulloso. Con muchos de ellos todavía todavía se ve.
Hoy, Russo reparte sus horas entre la Subsecretaría de Salud y su práctica privada como médico homeópata. Cree que es un afortunado por poder trabajar de lo que le gusta. Hace poco leyó que solo “un 4 % de la población del mundo trabaja de lo que ama. Eso es una bendición. Si a eso no le ponés amor, es una falta de respeto”, remata.
CD/AF