Esta semana la Justicia condenó a Riveros y a Bignone a 25 años y 23 años de prisión por la desaparición del dirigente número dos de Montoneros. Este capítulo del libro de Alejandra Vignollés reconstruye su vida en la clandestinidad y el impacto de su caída en la organización.
Capítulo doce: Desaparecido
“Con la muerte de Marcos (Osatinsky) lo vi demolido. Fue la única vez, porque él era un tipo que se mantenía frío, tranquilo en medio del quilombo. También lo vi mal por la vida que debía llevar en la clandestinidad, porque le dolía sobremanera la separación de su mujer y sus hijos”, cuenta Beto Borro, un amigo muy cercano a Quieto. A tal punto lo eran que el ex jefe guerrillero iba a su casa sin avisar, y si él no estaba la madre lo dejaba pasar “y se sacaba los mocasines, se tiraba en un sillón y le decía a mi vieja: ‘Dale, sé buena, servirme un cafecito’”, recuerda con una sonrisa, y agrega: “Ése era el grado de confianza que había entre nosotros. Además, mi vieja lo quería como a un hijo”.
También era muy común que Quieto volviera de la provincia de Córdoba en un micro de larga distancia, y como en esa época Borro tenía un departamento en la calle Basavilbaso, frente a la terminal de Retiro, su amigo le tocaba el timbre a cualquier hora. Podía ser para saludarlo o para pedirle pasar la noche allí. “Es que las condiciones de la clandestinidad eran muy duras y a veces no tenía adónde ir a dormir o simplemente dónde estar. Era como si no hubiera un lugar en el mundo para él a pesar de que tenía a su familia, porque acercarse a ellos era ponerlos en peligro”, asegura.
Sin custodia
La clandestinidad obligaba a renunciar a lo privado, a los lugares de pertenencia, y entrar en la lógica de la guerra. La vida era una cuenta regresiva o una carrera contrarreloj. Era un sacrifi cio, una encerrona entre la pasión por la política, por el “deber” de hacer la revolución, y el castigo de no poder ver a los propios hijos. Y a Quieto eso le pesaba. Algunos integrantes de la organización aseguran haberlo visto a las once de la mañana de un día de fines del invierno de 1975, cuando era intensamente buscado por la policía, en una parada de colectivos de la calle Paraguay y avenida Canning, hoy Scalabrini Ortiz, vestido de sobretodo de piel de camello y maletín.
Hay quien refiere que, casi a fines de ese año, un sábado a las 7 de la tarde le pidió que lo acompañara en su auto a buscar a su mujer a una peluquería de la avenida Cabildo. “‘Pero vos estás loco, Negro’, le dije, y él me contestó: ‘Dale, vení que no pasa nada’”.
También hay abogados que recuerdan que más de una vez se les apareció en sus estudios al mediodía para invitarlos a almorzar en plena city porteña. “Alguna vez vino con un custodio. Nosotros nos sentábamos a una mesa a conversar de nuestras cosas y al custodio lo sentaba en otra para no comprometerlo. Porque si era por el Negro lo invitaba a comer con nosotros, él no hacía diferencias”, relata otro amigo. “Otras veces venía solo y armado. Yo temblaba porque íbamos a restaurantes a los que concurría toda clase de gente: jueces, abogados, integrantes de los servicios de inteligencia, porque eran lugares cercanos a los Tribunales de la calle Talcahuano, donde funcionaban todos los fueros”, reseña la misma fuente.
Guido Quieto recuerda a su vez que cuando Montoneros pasó a la clandestinidad y la conducción se instaló en la provincia de Córdoba, su padre viajaba a la Ciudad de Buenos Aires en avión, un medio de transporte que suele llevar una lista con los nombres de los pasajeros mucho más severa que el resto de las empresas de viajes de larga distancia. En tanto, el hermano José Luis asegura que “en los últimos tiempos siempre andaba solo, sin custodia, y algunas veces me pedía que lo acompañara hasta la terminal de trenes o de micros para viajar a Córdoba”.
Roberto Perdía sostiene que a Quieto le habían designado una custodia mujer, aunque sobre ella nada se sabe, excepto lo que cuenta Perdía. Nunca nadie la vio.
“Yo no sabía dónde vivía mi hermano; solamente una vez, por casualidad, lo encontré en el hall de un edifi cio de la calle Santiago del Estero, cerca del barrio de Constitución, que sería una casa operativa que tendría la organización”, recuerda. “Pero nunca lo vi moverse con custodia”, remarca.
Con las botas puestas
Para algunas personas que lo conocieron, esta “negligencia” era solamente parte de su personalidad. Resaltan el carácter temerario de las conductas de Quieto. Es el caso de Fernando Vaca Narvaja, quien lo define como “un peligro”: “Era un mirón; si le decías ‘Negro no mires para allá por seguridad’, él no se aguantaba y miraba igual”. En cambio, para otros era consecuencia del derrumbe moral que habría sufrido a partir de su imposibilidad de cambiar el rumbo que estaba tomando Montoneros y de estar viendo con claridad meridiana la derrota del proyecto político colectivo por el que había luchado durante tantos años. Según José Aricó, él fue testigo del “desplome moral y político de Quieto poco antes de su detención”: “Un dirigente aniquilado, derrotado, sin posibilidad de cambiar una situación en la dirección del movimiento, desconfiando profundamente de lo que ese movimiento estaba diciendo pero obligado a defender cosas absurdas, como la creencia en que una confrontación con el Ejército podría llevarlos al triunfo. Eso no lo creía Quieto”, sostiene.
“Era un hombre derrotado, y su detención es la consecuencia lógica de ese desplome moral y político que se produjo en ese hombre”, remarca Aricó. Enrique Rodríguez hizo a su vez el siguiente relato sobre los últimos días de Quieto antes de su secuestro: “A pesar de que él siguió el camino de la lucha armada y yo no, algunas veces nos veíamos, incluso en la etapa anterior a su final. Yo vivía en un departamento en Misiones e Hipólito Yrigoyen, de Capital Federal, y él vino a verme una o dos noches antes de su caída. Quieto en ese momento era un hombre muy importante, nada menos que el número dos de Montoneros”, recuerda.
Según el ex funcionario, esa vez “estaba en una etapa en la que añoraba la vida cotidiana, y justamente de esto hablamos esa noche. Se quejaba porque no podía ir al cine, o a ver a Boca, es decir lo que hacemos todas las personas comunes. Hablamos hasta muy altas horas de la madrugada y se quedó a dormir en mi casa. Se notaba que estaba mal anímicamente, además había venido armado. Hablamos de la guerrilla desde el punto de vista teórico, pero en ningún momento hizo ninguna referencia práctica sobre lo que hacía en su calidad de cuadro de conducción, ni siquiera sobre sus perspectivas políticas. Nos cuidamos de preservar la amistad como una cosa prevalente”, precisa. Rodríguez detalla que esa noche le preguntó a Quieto si no pensaba que estaban perdiendo, “y me contestó que podían perder o no, pero que él no tenía otro destino que seguir adelante. Yo le señalé que había caído Marcos Osatinsky, que estaban cayendo tipos muy cercanos a él, y le planteé si no sería mejor preservarse, que para qué tener ese grado de insistencia. Él me contestó que nunca se iría y que asumiría su plena responsabilidad en tanto conducción. La síntesis más ajustada sería que él se iba a morir con las botas puestas”.
Cuenta también que esa noche Quieto “admitió que la organización había perdido su vertiente más política y su vinculación con las masas, que se habían convertido en una organización meramente militar. Dijo que ya no tenían conexión con la política pero que igualmente eso podía recuperarse, y que en este punto se libraba algún debate dentro de la organización. Yo le contesté: ‘Pero si vos pensás que es solamente una organización militar y te molesta que no hagan política, ¿por qué no te vas?”.
A diferencia de lo que aseguraron otros, Rodríguez sostiene: “Yo no lo vi quebrado, a pesar de que mucha gente afi rma eso. Pero estar tantos años encerrado y clandestino se le debe de haber hecho difícil. Esa noche me dijo que tenía otra compañera que no era la madre de sus hijos, pero sostuvo que con su mujer él tenía una relación muy especial. Yo le conté que me había separado de mi mujer, que se había ido a vivir a Suecia y yo ya estaba en pareja con otra persona”, recuerda el ex funcionario. En los últimos meses de su vida, Quieto habría entablado una relación sentimental con una compañera de Montoneros, mucho más joven que él, Cristina Lennie, a quien la organización la habría sometido a un interrogatorio cruel luego de su caída para intentar obtener detalles íntimos de su vida. Cristina Lennie está desaparecida desde que fue secuestrada por las fuerzas de la represión en los alrededores de la Plaza Almagro, en Capital Federal.
Ése era el ánimo que paseaba Quieto por las calles de Buenos Aires antes de su caída. Sólo sostenido por la certeza de ser el jefe de un ejército derrotado y la seguridad de que la única salida que tenía era intentar reinsertar a la organización en la política. Poco antes de ser secuestrado estaba realizando justamente ese trabajo de revinculación y reestablecimiento de contactos con dirigentes políticos de diferentes espacios para encontrarle una salida a la situación. Se sabe, por ejemplo, que al día siguiente de su secuestro tenía una cita con Rogelio Frigerio.
“Quieto traidor”
Cuando trascendió la noticia de que Quieto había sido secuestrado, el impacto inicial sobre la militancia fue un “knock out”, como dijo Vaca Narvaja. No existía una respuesta lógica a lo sucedido ya que el acercamiento a la familia en esos días navideños había sido prohibido por la conducción nacional de Montoneros. Tampoco tenía explicación el hecho de que a un jefe como él lo hubiesen encontrado sin custodia y desarmado. El desconcierto fue aun mayor cuando se sumaron las imputaciones sobre delación y colaboración con los represores. Y, consecuentemente, cuando desde la cúpula se ordenó a toda la militancia suspender las actividades públicas previstas para continuar exigiendo la liberación del jefe de la guerrilla peronista. Lo que más sorprendió fue el modo abrupto y escueto en que se transmitió esa orden, sin dar mayores explicaciones ni comentarios.
Marta Álvarez, ex integrante de Montoneros y ex detenida-desaparecida en la ESMA, explica del siguiente modo lo sucedido: “En el momento en que cayó se hizo una campaña de pintadas a favor de su libertad, pero luego en las reuniones de ámbito comenzaron a discutirse las circunstancias de su detención, el hecho de que no estuviera armado, de que estuviera con su familia en un lugar público, etc., y al poco tiempo se empezó a decir que había cantado. Pero en la militancia y en las organizaciones intermedias nadie creía demasiado en esta historia, aunque tampoco se sabía bien qué información manejaba Quieto como para decir que por él había caído tal cosa. Después la conducción bajó la orden de que había que salir a pintar la consigna de ‘Quieto traidor’”, relata. Según Álvarez, donde ella militaba “decidimos no hacer esa pintada, aunque sin mucha justificación política sobre por qué nos negábamos pues hasta ese momento éramos soldaditos que hacíamos todo lo que se nos pedía.
Creo que no quisimos salir a pintar esa consigna sobre un comandante nuestro más que nada por una cuestión emocional”, considera. Y continúa: “Quieto era muy querido por la militancia, tanto por los que lo habían conocido como por aquellos que no lo habían visto nunca. Teníamos una imagen de él muy fresca, muy de un compañero que estaba siempre a nuestro lado. Yo lo vi circunstancialmente en dos oportunidades y se comportó como una persona absolutamente cálida con todos los que estábamos ahí, fuera un oficial de alta graduación, un militante o un miliciano. Era una persona que tenía en cuenta al otro. Cuando te saludaba te preguntaba: ‘¿Cómo estás? ¿Necesitás algo?’”.
Álvarez relata que “por rumores o infidencias se sabía que Quieto tenía una posición política bastante opuesta a la de Firmenich, quien, por otra parte, era la contracara del Negro. Firmenich era distante, hacía valer sus jinetas, un tipo que mostraba las jerarquías claramente. Te miraba desde más allá, desde arriba, desde su distancia. Absolutamente diferente a Quieto, que era afable, llano. Lo que sabíamos en la militancia era que había grandes diferencias políticas entre ellos, seguramente por la concepción sobre el modo de llevar adelante la organización, la militarización y el laburo político”. Y afirma que Quieto planteaba “algo así como desensillemos, tomemos distancia, veamos qué nos está pasando. Él vio antes que cualquiera lo que se venía, tenía una especial claridad… pero esa claridad la tenía porque no era soberbio. Creo que Firmenich pecó de soberbia, ésa es la diferencia”. Pero así como algunos militantes se negaron a cumplir la orden de la pintada en las calles de Buenos Aires, “otros miembros de la organización se sintieron tan abrumados cuando se enteraron de lo que había pasado que pensaban que les estaban hablando de otra persona”, asegura.
Algunos militantes pidieron empezar a debatir el tema de cómo actuar en la tortura. Fue entonces cuando se tomó la decisión de que los integrantes de la organización debían llevar consigo una pastilla de cianuro y tomársela ante la inminencia de caer en manos de la represión. Sin embargo, el menor de los Quieto, Carlos, no dudó sobre la acusación de la conducción nacional de Montoneros respecto de su hermano. Es lo que sostiene Alberto Pites, un ex militante y amigo de Carlos. Al preguntarle si cuando Roberto cayó él todavía seguía siendo amigo de Carlos respondió afirmativamente: “Sí claro, cuando el hermano cayó le pregunté qué sabía él de eso y me contestó: ‘Hace rato que no tengo contacto con la familia de mi hermano, las únicas noticias que tengo son por el lado de mi vieja, pero supuestamente es como dice la organización, que se le hizo un juicio revolucionario y se lo acusó de traidor’. Nosotros después salimos a pintar por Mataderos y Floresta la leyenda ‘Quieto traidor’ y Carlos participaba de esas pintadas. Tanto él como yo éramos bastante verticalistas”.
Según Pites, Carlos “era el tipo que nunca se negaba a nada, no cuestionaba. Internamente podía disentir, pero era orgánico, un verticalista. Que Roberto era su hermano, eso lo sabíamos muy pocos. Yo sí porque éramos amigos, no nos contábamos sólo cosas de compañeros. Era un tipo muy fiable”, asegura.
Tres veces muerto
A pesar de esa conducta del hermano de Quieto, la sensación generalizada era que la conducción estaba ocultando algo desde el momento en que no brindaba detalles sobre la información que habría delatado el jefe guerrillero. “Esa actitud de ocultarle a la militancia cómo habían sucedido los hechos y que iban a hacerle un juicio revolucionario a Quieto le molestó mucho a mi viejo”, reconoce Javier Urondo, hijo del poeta Francisco Paco Urondo, este último un gran amigo de Quieto, quien tendría el triste privilegio de comunicarle a Alicia la sentencia de muerte a su marido. “Eso fue lo que más me dolió, que justamente Paco haya sido el que me entregó la sentencia”, admite Alicia.
Según recuerda, en el lugar al que la citaron para informarle de la condena a muerte “estaban presentes muchas personas, no sé bien los nombres de todas ellas, pero sí que estaban mi cuñado Carlitos y Lila Pastoriza. ‘Todos ustedes se pueden ir a la puta madre que los parió’, les dije cuando me comunicaron la sentencia del juicio revolucionario. Recuerdo que había ido acompañada por un socio de mi marido en el estudio, Rolo Faure”, relata. Según Alicia, “luego de que me transmitieran la decisión nos fuimos al estudio que Faure había tenido con mi esposo y le pegué a Carlitos porque defendía el veredicto, igual que Lila Pastoriza”.
Después del secuestro y durante los primeros días de enero, el Consejo Nacional de Montoneros había recibido el pedido de la conducción nacional de que le iniciaran el juicio revolucionario, entre otros cargos por incumplimiento del deber de revolucionario al caer en manos de la represión, y se le imputó el delito de delación. Lila Pastoriza habría actuado en ese tribunal como una especie de “ofi cial instructora” de la investigación que culminaría en el juicio a Quieto. Tras la instrucción, se lo privó de su grado y se resolvió juzgarlo en ausencia. “Así pues, el tribunal revolucionario se constituyó en febrero y su veredicto no pudo causar sorpresa a nadie”, señala Gillespie.
Según Roberto Perdía, mientras se sustanciaban las pruebas él se reunió con el general Albano Harguindeguy para pedirle que liberaran a Quieto: “La idea era que el Negro pudiera defenderse de los cargos que le estaban haciendo”, asegura. Pero en realidad no pudo ejercer su defensa ante sus jueces de Montoneros ni ante los represores del gobierno. Quiere decir que lo mataron tres veces: primero fueron la soledad, el hecho de no poder ver a sus hijos, el asesinato de Marcos Osatinsky y la desesperación ante la evidencia de que su proyecto político había fracasado. Después, el hecho de que sus propios compañeros, al no darle el derecho de defensa, hubieran dejado su nombre escrito en el imaginario colectivo de la militancia como el paradigma del traidor. Finalmente, por las torturas a la que fue sometido, hasta la disposición final sobre su cuerpo.
Según la sentencia del tribunal montonero, Quieto fue condenado por permitir su captura y por delatar, también porque en el momento de la caída no estaba armado y porque su resistencia sólo fue pasiva. Por otra parte, el delito de dar (supuestamente) información al enemigo fue considerado agravado por su jerarquía dentro de la organización, así como por la importancia de los datos revelados y por la rapidez con que los había facilitado. Sus jueces cuestionaron además su conducta liberal e individualista, que al parecer ya había sido observada en otras oportunidades por sus “malas resoluciones de problemas de su vida familiar, su primera detención y su no asunción a fondo de todas las implicancias de la clandestinidad”. Es decir, su mala disposición a aceptar los sacrificios personales de la guerra revolucionaria. Y también fue encontrado culpable de “deserción en operación y delación”, por lo que fue condenado a “degradación y muerte”.
Capítulo extraído del libro Doble condena, la verdadera historia de Roberto Quieto, de Alejandra Vignolles (Sudamericana).