Cuando una comitiva de la CIDH llegó al país, en septiembre de 1979, los represores “escondieron”a 40 secuestrados de la ESMA en El Silencio, una isla de Tigre. Infojus Noticias participó de una inspección ocular histórica, con funcionarios judiciales y sobrevivientes, a las entrañas del centro clandestino en pleno Delta.
Son las nueve de la mañana del jueves 5 de febrero, y en el puerto de San Fernando un barco de Prefectura está por partir. A los sobrevivientes de la ESMA los espera un viaje de casi cuatro horas hasta la isla “El Silencio”, donde la Marina los trasladó entre agosto y septiembre de 1979. A través del delta, por el río Luján y hacia el corazón del río Paraná, viajarán por un paisaje exótico hacia el infierno en el que, hace casi cuarenta años, sobrevivieron a duras penas. Los escondieron para burlar la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Aquella vez, los separaron en varios grupos: algunos fueron tabicados, otros con los ojos a cielo abierto, ambos sin saber qué les esperaría en la densa vegetación de agua marrón, mosquitos y monte salvaje. En junio de 2013, el juzgado de Sergio Torres la había allanado por primera vez, a pedido de los sobrevivientes Todos los que pisaron tierra firme, en aquel viaje, salieron conmocionados porque el lugar permanecía intacto, cual si estuviera congelado en el tiempo. Fue la primera reconstrucción. Ahora es la primera visita de los jueces de la causa ESMA III, con el juicio en su fase final: el 23 de febrero se comenzarán a escuchar los alegatos. Los magistrados, en una excursión histórica, pidieron una inspección ocular
-¿Así que vos sos “Mantecol” Ayala?
-Vení Víctor, te presento al “Bichi” Martinez.
Los siete sobrevivientes se abrazan, se hacen chistes por las canas y las panzas crecidas. Algunos es la primera vez que se ven las caras y los demás ofician de presentadores. No son los únicos que se salvaron de morir en la isla, pero son los que pudieron viajar en esta inspección judicial. Los líderes parecen ser Carlos "Sueco" Lordkipanidse -alto, de anteojos oscuros y mochila, testigo histórico de la ESMA y uno de los primeros en ubicar la isla antes del juicio- y Enrique "Cachito" Fukman -de barba blanca tupida, carismático, integrante de la Asociación Ex Detenidos Desaparecidos-. Víctor Basterra -ex obrero gráfico que, tras ser liberado, hizo conocer una copia extra de las fotos de los desaparecidos que sacó en la ESMA para los militares- juega con la cámara fotográfica de un periodista y Angel “Taita” Strazzeri -el más jodón, de voz grave y pasos lentos- recorre el barco con un oficial de Prefectura. Más silenciosos y contemplativos, en un segundo plano, están Osvaldo Barros -otro ex detenido que fue clave para encontrar la isla y acercar fas primeras fotografías a la justicia-, Alfredo "Mantecol" Ayala -ex miembro del Movimiento Nacional Villero Peronista- , y Leonardo "Bichi" Martinez -testigo fundamental de cómo fue la preparación de la isla antes de la visita de la CIDH -. De ese grupo, sólo Barros y Ayala estuvieron ausentes en la primera visita en la isla. La justicia tardó treinta años en llegar. En 1984, los organismos de Derechos Humanos habían denunciado la existencia de "El Silencio" en la CONADEP.
En el barco hay 30 personas entre abogados querellantes -Luz Palmás Zaldúa y Federico Gaitán, del CELS-, periodistas, familiares de víctimas y el fiscal Guillermo Friele. Los cuerpos se empapan del sudor, el aire se corta por la intensa humedad. Los jueces del tribunal, Daniel Obligado, Adriana Palliotti y Leopoldo Bruglia, aterrizarán en helicóptero. El juicio ESMA III empezó en 2012, es el mayor proceso de lesa humanidad del país y el tercero de la megacausa, con 789 víctimas y 65 imputados. Para Friele, la visita a la isla es un hecho paradigmático. La visita del 2013 fue un allanamiento y se realizó un reconocimiento. Pero, ahora, es la primera vez que los jueces vienen a recorrerla y eso marca un interés por registrar el valor probatorio testimonial y fáctico. “En la isla se comprobó que hubo una continuidad delictiva respecto a las condiciones de detención de los secuestrados en ESMA”, dijo el fiscal a Infojus Noticias.
-Vamos de paseo, sí, sí, en un barco feo- bromea Strazerri y el resto comenta que es mejor que las lanchas que los llevaron en 1979.
-Por lo menos, ahora puedo ver los pájaros y las nutrias- comenta Barrios, que al igual que Basterra, perteneció al grupo de “Los Capucha”: prisioneros a los que se les tapó la cabeza y apenas se los dejó respirar por pequeños agujeritos en los que se filtraban los bichos costeros.
La ESMA, ubicada en el borde noreste de la Capital Federal y hoy convertida en un Espacio para la Memoria, fue el mayor centro de detención clandestino administrado por la Marina durante la última dictadura cívico militar. Los siete sobrevivientes fueron parte de las cinco mil víctimas que pasaron por allí entre 1977 y 1979. La isla "El Silencio", comprada por los militares a la Iglesia, fue anexada como espacio de confinamiento. Lo que se evidenció con los traslados es que permanecieron las condiciones de detención: los que estaban tabicados en la ESMA, siguieron así en la isla; los que trabajaban como mano de obra esclava y sin capucha, también continuaron en ese estado de vejación en el delta.
A todos, sin embargo, los habían tratado de igual manera en las salas de tortura de la ESMA. Les aplicaron picana y las humillaciones físicas y psicológicas más crueles, como los simulacros de fusilamiento y el submarino seco.
"Cachito" Fukman y “Taita” Strazzeri explican a los jueces la distribución del espacio en "La Casa Grande".
Argentinos, derechos y humanos
A lo largo de la travesía, los nervios se expresan en los pasos sigilosos del “Sueco” y la ansiedad en las manos inquietas de “Mantecol”. El barco no supera los 20km de velocidad; el mate y una canasta con galletitas pasan de mano en mano. Los relatos sobre “El Silencio” circulan como si fueron un eco siniestro. Tan lejos, tan cerca. Entre Basterra y el “Bichi” rememoran cuando un isleño apareció en la casa donde estaban secuestrados. Dicen que los verdugos, alertados por el movimiento, empuñaron las armas y salieron rápidamente hacia los pastizales. Que nadie supo si lo “chuparon”, o por el contrario, logró escapar tras ver las condiciones siniestras a las que se sometían los cautivos.
El “Bichi” muestra una foto en la que hay una barra, vitrinas con trofeos y una pista de baile vacía. En ella está junto a tres jóvenes, que tendrían entre 18 y 25 años. No fueron compañeros de cautiverios. Eran represores. Cuenta que había sido trasladado a la isla antes que el resto en un grupo de detenidos donde estaban el “Tío” Héctor Vasallo y el “Gordo” Mario Bigatti, un arquitecto que fue el encargado de armar la logística de la isla. Una noche de sábado los represores, a los que apodaban “El Alemán” y “Chispita”, se emborracharon y lo invitaron a salir. Fueron hasta el salón de un colegio cerca de la isla, donde había una fiesta barrial. Lo inquietante es que la foto la pidió sacar un represor. Días después le entregó una copia a “Bichi” para que la atesore como recuerdo.
La anécdota permite entender cómo fueron los traslados y los días en la isla. Hubo, en efecto, tres grupos de detenidos que pasaron por allí. Uno, en el que estaba “Bichi” –que también era obligado a trabajar en la empresa “Sideforma” de los marinos- y “Mantecol”, que eran parte de la llamada “La Perrera”, un conjunto de 23 personas sometido a trabajo esclavo y que se encargó de la refacción completa de la casa. El segundo, integrado por Strazzeri, “Cachito” y el “Sueco”, también mano de obra esclava, trabajaba principalmente en el monte. Cortaban madera de álamo y recolectaban formio –el hilo con el que se hacen las sogas-. Ambos grupos viajaron destabicados. El tercer grupo era el más castigado: “Los Capucha”. Allí estaban Barros y Basterra. Tabicados, esposados y con grilletes, vivían encerrados en una especie de sótano con el piso de barro y el techo en la cara: 15 personas en un habitáculo irrespirable.
Fue el último grupo en llegar a “El Silencio". El 6 de septiembre de 1979 la comitiva del CIDH arribó al país. Al otro día, “Los Capucha” habrían llegado a la isla. En la travesía Barros escuchó por radio la arenga del relator José María Muñoz y su célebre frase “Los argentinos somos derechos y humanos”. Esa misma tarde, el deporte le dio otro triunfo político a los militares: Argentina vencía a la Unión Soviética por 3 a 1 en la final de la Copa Mundial de Fútbol Juvenil en Japón.
-Qué lindos esos chalets. Hace treinta años este lugar era tierra virgen- comenta “Mantecol”, mientras en las costas del delta aparecen casas lujosas con muelles privados.
Víctor Basterra dentro de"La Capucha": allí estuvo secuestrado durante casi dos meses.
La isla siniestra
La isla está ubicada en una zona de confluencia de canales, sobre el Chañá-Mini y a 900 metros de Paraná-Mini. El cruce aún conserva una sede de Prefectura, la recuerdan los sobrevivientes trasladados sin tabiques. En 1979 había un almacén del que ahora quedan las ruinas. En la entrada al predio ya no está el muelle con el cartel “El Silencio”. A la vera de un canal, la isla se divide en dos partes. Los grupos que eran mano esclava vivieron en “La Casa Grande”. Y los tabicados en un lugar que se bautizó como “La Capucha” En la inspección ocular, los jueces comprobarán que “El Silencio” aún conserva su fachada original: una casa grande de madera con varias habitaciones, y a pocos metros, otra casa chica, tipo garita, con el monte en sus espaldas.
Antes de cruzar los mil metros hacia la isla, en la sede de Prefectura se espera por el dueño de la casa. “Les pedimos que tengan paciencia. El hombre se predispuso sin problemas a abrir las puertas”, dice el juez Obligado a los sobrevivientes. La historia de “El Silencio” fue contada en un libro por Horacio Verbitsky y cuenta los vínculos estrechos entre la curia y los militares. El lugar fue vendido en 1979 por la Iglesia a los represores de la ESMA, que firmaron la escritura con un documento falso, a nombre de uno de sus secuestrados. Pertenecía al Arzobispado de Buenos Aires, que estaba al tanto de la represión ilegal. Verbitsky rastreó cómo se hizo la transferencia del predio donde los seminaristas celebraban su graduación, lugar de descanso del cardenal Juan Aramburu. En 1980, los militares vendieron a manos particulares el terreno. Desde entonces la isla tuvo sucesivos dueños.
Mientras los sobrevivientes esperan al actual propietario, los relatos circulan.
-Me revuelve las tripas. Me da asco. No aguanto más todo esto–comenta “el Sueco”, con la camisa verde empapada de sudor.
-¿Ah sí? Mirá, a mí no tanto. Por ahí cuando nos ponemos a hablar –responde “El Taita”, que no se saca la gorra ni para mojarse la cabeza.
“El Sueco” dice que en el predio jugaban al vóley y al fútbol con “Los verdes”, el rango inferior de los marinos que los custodiaban. Una tarde los guardias los dejaron jugar sin ellos. Dos compañeros del “Sueco”, el “Coco” y Daniello, empezaron a cargarse. Se insultaron y, al rato, estaban trenzados en puñetazos. Uno de los verdes escuchó los gritos. Ambos fueron castigados a “capucha”.
En otra conversación, “Cachito” explica a los abogados querellantes cómo soportó el dolor y la humillación. “Sabés que te pueden matar en cualquier momento, entonces te creás el instinto de supervivencia. Es inconsciente, pero también muy racional. Te decís: ´de acá tengo que salir con vida, cueste lo que cueste´. ¿Cómo aguantás todo esto, sino?”, dice, moviendo las manos curtidas de un lado a otro. Barros acota: “Uno se hace el relato desde afuera para poder soportarlo”. Y Basterra descomprime: “En la isla por lo menos comíamos bien porque estaban Blanca -García Alonso de Firpo- y la tía Thelma -Jara de Cabezas- que nos hacían unos churrascos hermosos. El bife naval que nos daban en la ESMA era una piedra intragable”.
Cuando llega el momento de contar cómo fue su traslado a la isla, Basterra hace una pausa.
-Nos tiraron una lona encima. Estábamos esposados y con grilletes, acostados en la barcaza. Y de pronto, nos empezaron a patear. Estaban en pedo. Nos cagaron a palos.
No fue la única vez. En “La Capucha” era normal que los guardias –dormían arriba del sótano- se emborracharan y patearan el piso. El polvo se filtraba por las hendijas. El grupo Villaflor- compuesto por Raimundo Villaflor, María Elsa Martínez y Josefina Villaflor, entre otros- soportaba las principales vejaciones. Barros cuenta que una compañera enloqueció de un ataque de nervios cuando se recostó en una de las dos cuchetas y el rostro se le pegó a un tirante del techo. Los gritos avivaron la furia de los represores, que entraron borrachos, a las patadas, y gatillaron en seco.
En ese cuarto, Víctor sintió las vísperas de la muerte. Una sola vez lo sacaron para tomar aire y le permitieron ducharse. En los casi dos meses que estuvieron hacinados, unos pegados a los otros, llovió poco. Una crecida en plena zona inundable, los hubiera arrastrado hacia los confines del delta.
"La Casa Grande", en el corazón de la isla "El Silencio"
"Cachito" Fukman durante la inspección ocular.
Las dos casas
En la base de Prefectura, el barco quedó encallado y la travesía continuó en lanchas pequeñas. Al llegar a la isla, los jueces pidieron un croquis y se organizó un orden de los testimonios. Los sobrevivientes llevaron el hilo del relato. El punto de partida fue “La Casa Grande”. Recorrieron una galería, una cocina, un comedor, y cinco habitaciones. El piso crujía. Además, recordaron que en dos de ellas dormían oficiales y suboficiales. Y en las restantes se alojaron ellos, los detenidos: dos de hombres y la otra de mujeres, cerca de la entrada principal.
La casa mantiene la estructura de madera, aunque fue refaccionada con materiales más nuevos. De la primera visita, sólo queda un viejo mueble donde los represores guardaban los vinos y una cocina económica, tirada sobre cables, taladros y tachos de pintura. En el patio está el chasis de un Buggy que servía para la vigilancia. Ya no está la piedra con la que afilaban los machetes ni el tractor. “La casa está mejorada. Se nota que el dueño viene más seguido, que la está usando porque hay provisiones en la cocina y en un cuarto la cama está tendida y hay pantuflas”, describe “El Bichi”.
Después, en el camino hacia el frondoso monte, los sobrevivientes narraron las tareas que estaban obligados a realizar durante su estancia en el lugar, como el corte de madera y la fabricación de dulces.
El chasis del "Buggy" en el que los represores vigilaban el trabajo esclavo en el monte.
Los jueces cruzan un puente de maderas y troncos hacia "La Casa Chica".
Cerca de unos pinos, “El Sueco” señaló el lugar donde fue tomada la fotografía "La Parca", que ganó un importante premio de fotografía en aquella época. La modelo era Lucía Deón, una detenida que fue obligada a posar en los retratos de Orlando "Hormiga" González, un represor que presumía de artista sensible. La foto es nocturna y fantasmagórica: Lucía viste una capa negra, posando como la muerte, y una calavera enterrada en el piso la antecede como primer plano.
Media hora después, los jueces pisarán un tambaleante pasadizo hacia la “Casa Chica”. La “Capucha” estaba separada por un pequeño arroyo. Allí vive un casero de noventa años, entre cacharros, gallinas y perros. Al sótano sólo se entra con el cuerpo inclinado. Apenas se puede permanecer cinco minutos: moscas, olor a podrido y piso de barro. Sobre él los represores tiraron un naylon y luego las cuchetas, donde dormía la mayoría de los secuestrados. Una letrina, pegada al sótano, servía de baño. Aún se mantiene intacta. Los cautivos se enfermaban seguido por tomar agua de río. Andaban llenos de piojos y sarnas. A los guardias les daba asco entrar y deslizaban los platos por debajo de una puerta encadenada. “Era una jaula peor que Guantánamo”, recuerda Basterra.
Angel “Taita” Strazzer.
Un escondite con doble misión
La visita duró cerca de dos horas. En el regreso, se prepararon milanesas y el cansancio apagó las conversaciones. Sólo se escuchaba el ronroneo del motor del barco. Algunos sobrevivientes se aislaron, sin sacar la mirada en el oleaje vertiginoso del río. Otros seguían recordando la precisión de una anécdota en la isla, pero en voz baja, casi como en secreto. A nivel probatorio, la inspección ocular recogió evidencias físicas y pruebas testimoniales. “Se corroboró la doble misión que tuvo este lugar: esconder a los cautivos de la CIDH, y por el otro lado, mantener el trabajo esclavo de determinado grupo de cautivos. Además, hay secuestrados que siguieron trabajando en este lugar aun después del regreso de los prisioneros a la ESMA”, dijo el fiscal Friele.
Osvaldo Barros y Víctor Basterra recorriendo una habitación de "La Casa Grande".
Antes del retorno, a Marcelo Ardetti, hijo de Enrique Ardetti, desaparecido que también pasó por la isla, se le humedecieron los ojos. Basterra y “Cachito” le palmearon la espalda. Entonces Barros levantó la cabeza y llamó la atención de los presentes.
-Quiero decir algo que nunca dije. En “La Capucha” había una persona más.
Se refería al “Vasco” Urretabizcaya, un secuestrado que tras recuperar la libertad se fue a México. Nunca quiso declarar. Como falleció hace dos años, a Barros le pareció oportuno recordarlo. Allí, bajo el sonido de las chicharras y al rayo del sol, en un paraje tan remoto como abandonado, los secretarios del Tribunal tomaron nota de otra historia que nunca se había contando. Porque, a casi cuarenta años del inicio del terrorismo de Estado, la memoria aún sigue reconstruyéndose.