María Pía López es socióloga, ensayista e investigadora de la UBA. En esta nota analiza la tragedia que "se inscribe, cotidianamente, en los cuerpos de las mujeres convertidas en víctimas de sus parejas". “¿Qué dice la serie que se actualiza día a día, que tiene los ardores del fuego, el salvajismo del combustible arrojado, el delirio de los golpes sobre la carne blanda o el disparo? ¿Qué indica el número que crece?”, se pregunta.
Hace unos meses, escuché a la mamá de Lola Chomnalez leer un texto de la jovencita que imaginaba qué sería cuando fuera grande: si equilibrista o psicoanalista. La mataron a los 15 años. Esa carta permanece menos como una botella al mar del futuro que como el testimonio ominoso de lo que significa una vida interrumpida, lo que implica de deseos y aperturas, de imaginación y posibilidades. Una vida por delante, se dice. Hoy apareció muerta, asesinada, otra niña, Chiara Páez. Aparentemente, la mató su novio. ¿En qué consiste la tragedia que se inscribe, cotidianamente, en los cuerpos de las mujeres convertidas en víctimas de sus parejas, novios o aspirantes? ¿Qué dice la serie que se actualiza día a día, que tiene los ardores del fuego, el salvajismo del combustible arrojado, el delirio de los golpes sobre la carne blanda o el disparo? ¿Qué indica el número que crece? ¿Y la multiplicación de escenarios, la cruenta proliferación de lugares aptos para el asesinato?
No protege el espacio laboral ni el bar vidriado, porque estamos ante una nueva composición de la relación entre lo visible y lo invisible. Muchas veces el asesino actúa como si el destino estuviera definido, su vida sólo orientada a la escena del sacrificio. Como ocurre con los asesinatos de ciertos grupos terroristas –como el EI- o como la punición del poder monárquico –que analizó, a propósito del pobre Damiens, Michel Foucault-, funcionan en tanto producen una lógica de expectación: construyen una escena para ser vista, que termina de completarse en esa visibilidad. La ejecución se presume castigo legítimo, por eso el verdugo la muestra: sea en nombre del rey, del estado islámico o del orden patriarcal que se supone rasgado cuando una mujer dice que no.
El femicida, muchas veces, construye una escena pedagógica: mata delante de otros, incluso puede matarse luego. Por eso no es un crimen pasional –decidido abruptamente- y mucho menos producto del amor –como cierto periodismo se empeña en caracterizar, como si amar no fuera un afecto de cuidado o deseo-. Un femicidio es un acto de violencia, puramente, que repone una enseñanza, un llamado al orden, un grito contra lo que se percibe como situación de modificación amenazante. Castiga en el cuerpo de la mujer lo que señala como rebeldía. Ante la lógica ascendente de los crímenes de mujeres en Ciudad Juárez, se multiplicaron las preguntas: ¿Cómo explicar algo que no parece obedecer a un plan centralizado y que sin embargo repite patrones?
Sergio González Rodríguez, en Huesos en el desierto, enlaza la serie de los crímenes con una situación de mayor liberalidad de las costumbres, producida por la existencia de mujeres jóvenes y asalariadas, esto es, que ya no dependen de los hombres para reproducir sus propias vidas y tienen una autonomía mayor a la que tenían en los pueblos de origen. Las nuevas libertades serían castigadas con el asesinato o la violación. O ambos. Rita Segato, cuando analiza el caso de Ciudad Juárez, lo ve indicio de una pedagogía del capital que se inscribe sobre los cuerpos de las mujeres y al mismo tiempo como máquina productora de signos y mensajes que se remiten unos a otros.
La pedagogía, en este sentido, no es sólo la del castigo ejemplar –que enseña hacia el colectivo atacado- sino la corriente que se establece entre asesinos. Así se hace, parece ser la consigna. Y es un así se hace moral y a la vez práctico, distribución de astucias, códigos, instrumentos. Por eso la visibilidad mediática siempre es problemática: porque el modo en que el sistema discursivo y la máquina de imágenes se arroja sobre cada caso está menos destinado a mantener vivo el reclamo de justicia –como sí ocurre en organizaciones militantes y familiares o amigos de las víctimas- que a expandir los efectos del crimen. ¿O no se expanden cuando se esparce como polen propicio los prejuicios sobre los modos de vestir, las prácticas sexuales o los estilos de diversión u horarios en los que circulan las víctimas? ¿No se termina de realizar ahí el acto pedagógico, cuando se sacan las moralejas y se convierte en manual, con la excusa del cuidado? ¿O cuando comienza a circular la idea de que mejor sería restringir las libertades para preservar la vida?
No es nuevo y a la vez lo es. Es novedosa la insistencia, el in crescendo, la multiplicación diaria de los crímenes de mujeres. No lo es el pensar el cuerpo femenino como objeto de legítima violencia, como muestra la historia de la violación y el estupro. Es nuevo, sí, el alcance y la coexistencia con modos más libres de vivir la diferencia entre géneros. Sin este contexto en el que se van hilando las legitimaciones discursivas y las enseñanzas prácticas entre asesinos, los guiños de unos a otros, y la idea general de una pedagogía colectiva a realizar, es incomprensible que un adolescente de 16 años mate a su novia de 14 y la entierre. Es decir que pase de haber cometido algo horroroso pero trágico a incluirse, con el intento de ocultamiento, en el colectivo de los verdugos.
RA