"Los HIJOS crecimos y fuimos a buscar. Buscamos nuestra historia, la de nuestros padres, la de sus compañeros. Buscamos la historia de su lucha. Buscamos a nuestros hermanos. Buscamos a los asesinos y los señalamos. Construimos, crecimos. Buscamos Justicia, Memoria, Verdad. Una tarea inmensa, en la que avanzamos mucho, pero que no cesa", escribe Josefina Giglio.
La primera vez que me junté con otros hijos no podíamos parar de reír y de llorar al mismo tiempo. Fue en noviembre de 1994 en la Facultad de Arquitectura de La Plata, donde ex alumnos realizaron un homenaje a los desaparecidos de esa facultad, en la que mi padre se había recibido. Muchos hijos de desaparecidos habían trajinado distintos talleres como el Julio Cortázar en Córdoba, o espacios de contención de los organismos de DDHH. Otros, en cambio, nos sentíamos únicos y abandonados en medio del desierto. Encontrarnos fue explosivo: fue como encontrar una familia enorme que no sabíamos que existía. Fue como un largo viaje de egresados sin fecha de regreso. Teníamos distintas edades, historias, pertenencias, pero descubrir que el dolor se podía transformar en lucha y que desde la injusticia podía exigirse juicio y castigo a los culpables, eso fue fundacional y nos permitió tejer la trama para reconstruirnos.
HIJOS comenzó en pleno menemismo. No había lugar a dónde ir. No había oídos para lo que queríamos contar. En mi historia particular fue una forma de democratizar el dolor –no era tan única después de todo- y sacudirme la queja, la inacción, la parálisis. HIJOS me enseñó que a la Justicia la hacen los hombres y las mujeres y que lo que ayer podía parecer un imposible –juicio, castigo y cárcel común a los responsables, restitución de los chicos apropiados, juicio a los cómplices civiles y económicos- podía transformarse en realidad. Y que valía la pena organizarse para lograrlo.
HIJOS también me dio amores y más hermanos. Me dio la alegría de estar juntos y el hombro para aguantar mejor la tristeza, los aniversarios insoportables. Me dio también un espacio político para discutir, asambleas eternas donde aprendimos que la palabra de todos es válida y que hay que arremangarse, porque tarea votada es tarea cumplida. La vida de cada compañero fue la enseñanza de praxis política más importante: teníamos un dolor común pero experiencias muy diversas. No era la misma vida la de un hijo crecido en Tucumán que en Capital Federal o en el DF mexicano. Y no estoy hablando de meras cuestiones materiales. Estaban los que conocían a fondo la historia de sus padres. Los que habían sido engañados durante años. Estaban los que habían crecido fuera de su país, con apenas hilvanes que los conectaran a una historia común. Los que habían nacido en cautiverio. Los que habían perdido a sus hermanos.
Ser en tanto colectivo
Logramos revertir esa marca en el orillo: ser hijos de desaparecidos, es decir ser hijos de la nada, ese no-ser, a afirmarnos en una identidad que nos proyectaba a futuro. "Somos los hijos" fue nuestro discurso de presentación en 1995, que leyó con vozarrón tembloroso Andrés Jaroslavsky en la decimoquinta Marcha de la Resistencia, y dimos un pasito adelante. Nos hicimos visibles. Tratando de representar y contener todas esas identidades crecimos. Crecimos a la par que crecía la organización.
HIJOS también fue la familia grande en la que nos cobijamos cuando encontramos los primeros restos de un papá desaparecido, los restos de Gastón Goncalvez, padre de Manuel y Gastón, y fuimos todos en un largo peregrinar a enterrarlo. Esos huesos nos daban la exacta dimensión del horror y la posibilidad amorosa del encuentro y el comienzo del duelo que no habíamos tenido y que también hacíamos, como todo, juntos. Colectivamente.
Era difícil explicar la horizontalidad. No había presidente ni secretario general. Éramos en tanto colectivo. Si alguien quería algo debía esperar que la asamblea se pronunciara al respecto. "Proponelo en la asamblea a ver qué dicen" era la llave mágica. Vení, sentate, poné el cuerpo. Ese también fue un aprendizaje. Otro fue la creatividad a la hora de poner de manifiesto aquello que la Justicia negaba y lo que la sociedad no quería ver. Y entonces, si no hay Justicia hay escrache popular. Y allá fuimos, en el primer escrache –dios mío, qué miedo- a por el Dr Jorge Magnacco que había firmado partidas los bebés nacidos en cautiverio y seguía trabajando en el sanatorio Mitre, de Capital Federal. Y después vinieron otros escraches, cada vez más resonantes, coloridos, cantados. La felicidad le fue ganando al miedo. A Videla, por ejemplo. Con qué alegría fuimos a escrachar a Videla.
Una tarea que no cesa
Organizarnos curó muchas heridas, pero no todas. Hace pocos días se suicidó un hijo apropiado que había recuperado su identidad. No es el primero. Las consecuencias de la dictadura perduran, inclementes. Son esquirlas en el cuerpo individual y también en el cuerpo colectivo, difíciles de sanar y de cuyas consecuencias no tenemos dimensión.
HIJOS abrió mi caja torácica, mi capacidad de emocionarme, de ponerme en el lugar del otro. Amplió mi repertorio de canciones. La que más me gusta y que nunca dejo de cantar es como a los nazis/les va a pasar /a donde vayan los iremos a buscar, porque eso hicimos los hijos. Crecimos y fuimos a buscar. Buscamos nuestra historia, la de nuestros padres, la de sus compañeros. Buscamos la historia de su lucha. Buscamos a nuestros hermanos. Buscamos a los asesinos y los señalamos. Construimos, crecimos. Buscamos Justicia, Memoria, Verdad. Una tarea inmensa, en la que avanzamos mucho, pero que no cesa. Y eso se ve los 24 de marzo con todos en la calle, con los HIJOS y los hijos de los hijos y más.
*Integrante de la regional Capital de HIJOS hasta 1999