Pensar a los presos como “subhumanos” es el pilar en donde se posan todas las aberraciones legitimadas intra y extramuros. Pensarlos como humanos, como sujetos de derecho, no es simplemente un lujo garantista. Los cambios, los avances y los desafíos de un nuevo modelo de encierro y el papel del Servicio Penitenciario. Opinan Irina Hauser y Sergio Wischñevsky.
El aula de la Escuela del Servicio Penitenciario Federal (SPF) parecía una cárcel. Los agentes sentados a ambos lados estaban en penumbra. Cuando la docente atravesó el pasillo central para darles una clase de “mediación”, la insultaron por varios segundos. La mediación es una técnica para atenuar conflictos dentro de las unidades de detención. La docente recuerda que esa palabra, “mediación”, era casi absurda para sus alumnos penitenciarios, que le decían con naturalidad que ellos tratan con “subhumanos”. “Los presos no son personas ¿Cómo vamos a negociar con animales?”, le cuestionaban. En el curso para prevenir la tortura defendían la habitual golpiza de bienvenida que les dan a los detenidos en su primer día. La clase fue no hace más de dos años, pero eso que la profesora vio y vivió es una parte básica del ADN de los penitenciarios, que componen la fuerza de seguridad más militarizada del país, un cuerpo que opone una gran resistencia a su democratización y a transparentar sus actos.
La fuga de los 13 presos del penal de Ezeiza calza en ese cuadro de situación, que es parte de un proceso dinámico donde han entrado en tensión dos modelos carcelarios en el que la estructura tradicional del SPF se ve “amenazada” y ejerce demostraciones de fuerza, o de poder. Como es evidente, y ha quedado planteado también en la investigación judicial, es prácticamente imposible pensar que la huida de 13 presidiarios por un estrecho boquete haya ocurrido sin la participación activa del personal del SPF de distinto rango. Más aún teniendo en cuenta que los presos atravesaron tres enrejados que fueron cortando, no andaban los sensores, no funcionaban las cámaras, ningún guardia vio nada pese a que incluso los presos salieron en distintos momentos y el perro de vigilancia desaparecióa la hora señalada. A este hecho se suma que un mes antes ocurrió la fuga de los represores Jorge Olivera y Gustavo De Marchi, cuando habían sido trasladados al Hospital Militar Argerich y los debía custodiar, además del Ejército, el SPF.
Uno de los signos iniciales o esbozos de cambio en relación al SPF se dio en 2007, cuando por primera vez se designó un civil para comandarlo, que fue Alejandro Marambio, el mismo que acaba de retornar a ese cargo. La presencia de alguien ajeno a esa fuerza implica un recorte de autonomía y una mayor sujeción obligada al poder político. Marambio cambió de puesto en 2011, cuando pasó a la subsecretaría de política penitenciaria, y lo reemplazó Víctor Hortel, que venía de la subsecretaría de Promoción de Derechos Humanos, y en ese momento encarnó la intención gubernamental de llevar al ámbito carcelario las reformas que se encaraban en el resto de las fuerzas de seguridad nacionales.
Para entender el entramado constitutivo de las cárceles siempre viene bien repasar a Michael Foucault, quien explicó cómo el viejo discurso de hacer sufrir al delincuente, mutilarlo, matarlo, se aggiornó con el más moderno sobre las sociedades de encierro. Separar lo “enfermo” de lo “sano”. La prisión moderna aparece a finales del siglo XVIII, el sistema dota a cada uno de su lugar para el disciplinamiento: escuelas para los niños, los adultos tienen el trabajo, a los locos se los pone en psiquiátricos, los enfermos van a los hospitales y los marginales son depositados en cárceles. Se esgrime la cárcel como sortilegio para paliar el miedo al monstruo contemporáneo: la inseguridad. Una fuga de presos agiganta y potencia ese fantasma.
De la cárcel del Cabildo a la cárcel del fin del mundo
Desde que los Cabildos funcionaban como lugares de detención y la Plaza de Mayo como espacio de exhibición de delincuentes engrillados para el escarnio público, dos paradigmas conviven en tensión en la historia de las cárceles. La Constitución Nacional estableció ya en 1853 en su artículo 19: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ella, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija hará responsable al juez que la autorice”. ¿Cuántas veces se ha incumplido este artículo? ¿Cuántos jueces se hicieron responsables por eso?
La discusión de fondo se sigue ubicando en la falsa dicotomía entre poner a salvo al ciudadano común o defender los derechos de los delincuentes. El 5 de febrero de 1855, el gobierno de Urquiza promulgó el Primer Reglamento para las Cárceles, un cuerpo legal acordado por el Superior Tribunal de Justicia de la Confederación: "para las cárceles y villas del territorio federalizado". En su artículo primero establecía: "Los presos se distribuirán de modo que en cuanto sea posible, ocupen calabozos diferentes”. De lo que se trataba, desde el fondo de nuestra historia, era evitar que la cárcel se convierta en una escuela de delincuencia.
La más simbólica y truculenta de las cárceles argentinas fue sin duda el penal de Ushuaia. Allí se condensaban los deseos de tener lejos al delincuente, con la idea de verlo sufrir, haciendo trabajos forzados o sucumbiendo al frio. La Argentina oligárquica la creó al ritmo de la llegada de los inmigrantes europeos. Funcionó entre los años 1904 y 1947. Delitos comunes o políticos confluían sin distinción. Convivían en ese cambalache desde el Petiso Orejudo a Simón Radowitzky. Resulta paradójico que la orden de clausurarla, durante el gobierno peronista, haya venido de Roberto Pettinato, padre del conductor de TV, quien fue un destacado penitenciarista, fundador del penal de Ezeiza y activo trabajador por el precepto de mejorar la vida de los presos para lograr una exitosa reinserción social. Bregó por la educación en las cárceles y fue quien eliminó el humillante traje a rayas. Por supuesto, con estas ideas, a partir del 1955 debió exiliarse.
El SPF todavía se rige por una Ley Orgánica, la 20.416, aprobada en 1973 durante la dictadura de Agustín Lanusse, que no fue modificada y apenas si se discutió en el ámbito legislativo. El Servicio está marcado por una formación dictatorial. Durante la última dictadura cívico militar todavía dependía del Ejército y la participación de penitenciarios en la desaparición de personas fue quedando a la vista con los años, y juzgada en procesos como el de los hechos ocurridos en el centro clandestino El Vesubio. Históricamente formó parte del aparato represivo del Estado.
Avances y desafíos
El SPF sigue manejando su poderío en las cárceles con la administración de la violencia y las prebendas. Todavía está lejos de ser una institución destinada a custodiar a los detenidos y facilitar su inserción en la sociedad.. El SPF tiene, además, su propio servicio de inteligencia, sospechado por los aprietes a los internos cuando presentan denuncias por situaciones de torturas o abusos.
Si bien en los últimos años no ha habido medidas que hayan implicado cambios revolucionarios, existen voces e indicios que pugnan por otro tipo de sistema carcelario, donde la función del SPF se limite a la custodia perimetral de los penales y el contacto con los detenidos esté en manos de organismos que desarrollen trabajo de carácter social, con médicos, docentes, asistentes sociales y mediadores, entre otros ejemplos.
Lo que sí se han concretado son signos de apertura novedosos, como el hecho de haber permitido el ingreso a las cárceles de actores como los organismos de derechos humanos, de partidos políticos e instituciones públicas, y se abrieron canales de diálogo también con los familiares de los detenidos. Todo esto implica que, aunque no funcionen las cámaras del circuito cerrado de los penales (como sucedía en Ezeiza) hay muchos ojos que ahora ven lo que pasa allí dentro.
Quizá esto explique también el aumento de denuncias penales por toda clase de situaciones no sólo en el penal de Ezeiza y otras cárceles: desde torturas y otros actos de violencia hacia los presos, pasando por planteos sobre la alimentación (consta la compra de alimentos de cierta calidad pero los internos reciben otros), el reparto y consumo de drogas intramuros, hasta la venta de artículos de perfumería y almacén dentro de la cárcel y los sistemas de privilegios que establecen diferencias entre los presos y le otorgan a algunos el manejo de los pabellones.
Para el SPF el panorama se volvió más irritante todavía a partir de la resolución que dispuso que los agentes penitenciarios ya no pueden ser defendidos por los abogados de la fuerza, con especial énfasis en los casos de torturas, sino que deben recurrir a la defensa pública o a un abogado privado. Hasta ahora han sido amparados también por varios jueces.
A la vez, se está instalando un nuevo sistema de registro de sanciones disciplinarias por el cual los presos pueden recurrir a un defensor oficial para que los asista desde el inicio y poder, por ejemplo, frenar una sanción antes de que se haga efectiva. También está en discusión una iniciativa que plantea modificar el registro de antecedentes para facilitar la inserción laboral de quienes van dejando la cárcel.
Pensar a los presos como “subhumanos” es el pilar en donde se posan todas las aberraciones legitimadas intra y extramuros. Pensarlos como humanos, como sujetos de derecho, no es simplemente un lujo garantista. Es la única apuesta posible para que la cárcel, como institución de la democracia sea un canal de resocialización y no un basurero humano que, se quiera o no, volcará consecuencias sobre todos.
Por moderados que hayan sido los cambios o que sean las ideas que circulan, todo se dirige a cuestionar –aunque a paso de hombre y con cuentagotas- las bases constitutivas del sistema. La puja entre dos modelos de encierro y del papel de SPF ha despertado una temeraria reacción corporativa, que el cuento de la fuga no logra disimular.