La represión a la guerrila el el monte tucumano empezó en febrero de 1975. Unos 4.000 efectivos enfrentaron a no más de 200 guerrilleros del ERP. Más de 40 capellanes castrenses ofrecieron entre 1975 y 1976 dos poderosas armas: el convencimiento a los militares de que la lucha era justa y la “asistencia espiritual” in situ.
Pasaron 40 años de una decisión política que constituyó uno de los primeros hitos del terrorismo de Estado en Argentina: el “Operativo Independencia”, el plan militar contra la guerrilla rural en Tucumán, iniciado en febrero de 1975. Un actor protagónico en ese proceso fue la Iglesia Católica, que justificó públicamente la “lucha antisubversiva” y envió capellanes militares a la “zona de combate”.
El cierre de ingenios azucareros decretado por la dictadura de Onganía había provocado en la provincia un deterioro de las condiciones de vida, desocupación y emigración. En ese contexto, fueron ganando protagonismo fuerzas opositoras como la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar (FOTIA) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). La radicalización política se manifestó en acciones como el “Tucumanazo” en 1970, el “Quintazo” en 1972, y la apertura en 1974 del primer frente de guerrilla rural del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brazo armado del PRT. A partir de la toma de la localidad de Acheral en mayo de ese año, la guerrilla alcanzó visibilidad nacional.
El gobierno de María Estela Martínez de Perón, progresivamente penetrado por la interna militar, implementó desde 1974 una serie de operaciones tendientes a desplazar al sector más radicalizado del peronismo y a las vertientes de izquierda que tenían legitimidad en el movimiento obrero, como el “Navarrazo” en Córdoba, el “Operativo Serpiente Roja del Paraná” y el “Operativo Independencia” en Tucumán. Mientras, clandestinamente la Triple A cumplía una función similar a las órdenes del ministro José López Rega.
1975 fue el año de la creciente gravitación de las Fuerzas Armadas en las decisiones políticas del gobierno constitucional. Significó para los militares la oportunidad de apoyarse en la crisis política y económica como trampolín para volver a erigirse como los únicos capaces de gobernar el país. En ese marco, el peronismo en el poder encontró en el Operativo Independencia uno de sus primeros intentos de sostener la gobernabilidad convocando a todos los sectores a unirse contra la “subversión”. Al mismo tiempo, la intervención militar obtuvo rápidamente un amplio consenso por parte de la sociedad civil.
El decreto presidencial 261, de febrero de 1975, ordenó “ejecutar todas las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán”. En otras palabras, terrorismo de Estado bajo cobertura legal: 4.000 efectivos enfrentaron en el monte tucumano a no más de 200 guerrilleros del ERP, además de los obreros organizados en los sindicatos del azúcar y cualquier activista citadino que pusiera en discusión los valores nacionales y cristianos.
El Operativo Independencia fue la primera intervención masiva de las FFAA en el exterminio de opositores políticos. Constituyó un “ensayo” de la práctica genocida que meses después se extendería al territorio nacional: inauguró los primeros centros clandestinos de detención, aplicó la tortura en los interrogatorios y la desaparición forzada de personas.
Foto oficial del Ejército Argentino: “Procesión en acción a la Virgen de la Merced tras el aniquilamiento de la subversión”.
“El Vicariato acompañará a los soldados al frente”
La Iglesia Católica no quiso quedarse afuera de la cruzada por la defensa del “orden cristiano” y puso a disposición del Operativo más de 40 capellanes a lo largo de 1975 y 1976. Su función era “fortalecer la moral de quienes combatían contra los elementos subversivos”. Así lo dejaba en claro el jefe del Ejército, Jorge Videla, quien en la directiva Nº 404 “para la lucha contra la subversión” incluyó los puntos referidos al “servicio religioso”: los capellanes conformaban aquella parte del personal militar que debía contribuir con “orientaciones concretas” a “contrarrestar el accionar destructor del enemigo que pretende socavar los fundamentos de nuestra formación espiritual”.
Hacía casi veinte años que el Vicariato Castrense participaba en la formación de los militares a través de sus obispos y capellanes. Pero en el contexto de 1975, colaboró además en la intensificación de un clima ideológico propicio a la intervención militar, concientizando a los uniformados que “librar la guerra al comunismo y la subversión”, además de un ejercicio cívico y patriótico, era un deber irrenunciable que tenían como “ejército cristiano”. La prensa de la época no escatimó espacio para difundir la prédica eclesiástica acerca de la grandeza del Ejército y la visión cristiana de la “guerra”, prédica que esta vez daba batalla en un territorio real y no sólo espiritual.
Con un gobierno debilitado y dentro de un clima de incertidumbre política, la estrategia castrense buscó alcanzar una imagen social positiva, por eso además de una fuerte presencia militar para garantizar seguridad, montaron lo que llamaron la “acción cívica y social”: construcción de hospitales, escuelas, rutas y hasta poblados nuevos. La colaboración eclesiástica, entonces, debía ir direccionada a ese objetivo. Algunos obispos influyentes (como Adolfo Tortolo o Victorio Bonamín, e incluso el nuncio apostólico Pío Laghi) visitaron el “teatro de operaciones” y respaldaron la tarea represiva.
En una entrevista realizada en España, Bonamín formuló: “En 1975, cuando se inicia la guerra contra la subversión, el Vicariato, a través de sus capellanes, acompañará a los soldados al frente. Tratará de suavizar aquellas cosas que una guerra provoca siempre respecto a detenidos, torturas, etcétera, de que la lucha contra el terrorismo se hiciera sin odio; de infundir criterios y apoyo moral”.
El Operativo Independencia movilizó efectivos de diversas unidades militares y lo mismo hizo la jerarquía del Vicariato con sus capellanes: a lo largo de 1975 y 1976, el cardenal Antonio Caggiano y los obispos Tortolo y Bonamín comprometieron en la incursión a -por lo menos- 43 sacerdotes: 37 pertenecían al Ejército y 6 a la Gendarmería Nacional. Más de la mitad provenían del III Cuerpo de Ejército, que contenía en su jurisdicción a las provincias del centro y noroeste. 31 tuvieron una participación directa en Tucumán y 12 lo hicieron de un modo indirecto actuando en aquellas unidades que enviaban refuerzos desde otras zonas.
De los 43 que participaron, al menos ocho viven. Tres de ellos lo hicieron de manera indirecta: Luis Jesús Cortés (arquidiócesis de Córdoba), Carlos Luis Marozzi (Santiago del Estero) y Máximo Elpidio Orellano (Orden Mercedaria, Córdoba). El resto compartió la “trinchera” con oficiales y soldados: Mario Liborio De Leone y Rodobaldo Ruisanchez (Buenos Aires), Almacio Jorge Dechat (Santa Fe), José Horn (Mendoza) y José Eloy Mijalchyk (Tucumán). La oportunidad para avanzar en su indagación es tan posible como apremiante: el promedio de edad de todos ellos es 82 años.
Del diario personal del obispo Bonamín: 29/12/1975: “Con los capellanes castrenses del 1º Cuerpo de Ejército que se turnaron y turnarán en Tucumán. Problemas de conciencia de nuestros oficiales”.
Fueron testigos privilegiados de los hechos. Pero también conocían sus detalles los prelados y sacerdotes locales que no tuvieron participación en la “trinchera”: “todo el clero sabía lo que pasaba no sólo en el monte, sino en todo el ámbito del ‘Operativo Independencia’. Conocíamos de combates y de ejecuciones, de torturas y de masacres -especialmente en zonas azucareras-, sin embargo monseñor Blas Conrero (arzobispo tucumano) nunca se pronunció”, recuerda cuarenta años después Roque Carmona, ex sacerdote (miembro del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo) quien por reiteradas amenazas debió exiliarse en Venezuela a mediados de 1975. También fueron secuestrados los clérigos Oscar Gerván y Nelio Rougier (cercano al ERP), que aún están desaparecidos.
Los capellanes castrenses ofrecieron dos poderosas armas: el convencimiento a los militares de que la lucha era justa si quería salvarse la civilización cristiana y occidental; y por primera vez la “asistencia espiritual” in situ. La coyuntura bélica, que montaba lugares de detención clandestina y obligaba a los soldados a no ser piadosos con el enemigo, provocaba en algunos de ellos “problemas de conciencia”, según lo consignó el propio Bonamín luego de una “reunión con los capellanes que se turnaron y turnarán en Tucumán” (diario personal 29/12/1975). Por lo tanto, la novedad del acompañamiento eclesiástico radicó en la presencia de los sacerdotes dentro de los lugares de detención, con el doble objetivo de sacralizar las acciones militares y persuadir a los detenidos para que dieran información a los torturadores.
El ex sacerdote Raúl Sánchez, quien estuvo detenido en el CCD “La Escuelita de Famaillá”, denunció que al ser puesto en libertad, se encontró allí mismo con Joaquín Cucala Boix, capellán del Regimiento 19 de Infantería. Por su parte, el capellán de la Compañía de Arsenales 5, José Eloy Mijalchyk, no sólo aportaba información a las FFAA y de Seguridad sobre pobladores del lugar -luego secuestrados- sino que además visitaba asiduamente el CCD “Arsenales” e interrogaba a los detenidos. Capellanes de otras áreas militares que cumplieron funciones en Tucumán, como Eduardo Mackinnon (Córdoba) y Dante Vega (Bahía Blanca), replicaron luego en sus jurisdicciones la misma metodología.
El juicio y castigo
La fiscalía de Tucumán que conduce Pablo Camuña lleva varios años investigando el Operativo. La megacausa cuenta con más de 40 imputados -ex militares, ex gendarmes y ex policías- y tiene pruebas sobre delitos de lesa humanidad cometidos contra 500 víctimas antes y después del golpe de Estado de 1976. En 2013, la Cámara Federal de Apelaciones de esa provincia consideró probada la existencia de un “plan criminal” que violó el orden constitucional e “implantó el terrorismo de Estado” suprimiendo los derechos y garantías individuales. No obstante, rechazó la solicitud de los fiscales Camuña y Patricio Rovira de extraditar e indagar a la ex presidenta María Estela Martínez de Perón, que vive en España desde 1981.
En cuanto al componente eclesiástico, las fuentes históricas disponibles (prensa, documentación oficial del Vicariato Castrense, los diarios personales de Bonamín, entre otras) demuestran el lugar protagónico y de acceso a la información que tuvieron los capellanes castrenses en esta maquinaria represiva.