A quince años de una de las mayores tragedias aéreas argentinas, Infojus Noticias habló con una sobreviviente y el hijo de una de las 65 víctimas fatales para reconstruir ese martes 31 de agosto de 1999 que conmocionó al país.
La noche del 31 de agosto de 1999 Miguel Ángel Correa tenía 25 años. Sentado en el living de su casa vio por televisión la bola de fuego en la que se había convertido el vuelo 3142 de LAPA, que descarriló en el aeroparque Jorge Newbery. “Pobre gente”, pensó. Al rato lo llamó su hermana y le dijo que su padre estaba en ese vuelo. Después de recibir el llamado, Miguel fue al aeropuerto de Córdoba. Los demás familiares habían hecho lo mismo. “Era un caos, un colapso de desinformación, gente que corría sin saber adónde ir. Gritos, llantos. LAPA no dio una sola información, cerraron sus ventanillas y no nos dijeron absolutamente nada, una cosa desesperante”, dijo a Infojus Noticias, quien ahora preside la Asociación Civil de Víctimas de Accidentes Aéreos. En la tragedia murieron 65 personas y 17 resultaron heridas.
Su papá tenía 47 años y se llamaba igual que él. Era abogado y había viajado a Buenos Aires para hacerle la personería jurídica a un gremio de la ciudad de La Falda. Quince años después de la tragedia, que aquella noche de martes sorprendió a los argentinos cuando las informaciones daban cuenta de un avión que había cruzado la avenida Costanera y había atropellado varios autos, la Corte Suprema de Justicia confirmó esta semana la prescripción de la causa. De los seis imputados, cuatro fueron absueltos. Los otros dos, condenados a tres años de prisión en suspenso.
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Sentada en el asiento 14D, del lado de la ventanilla, a la altura del ala y la turbina de ese Boeing 737, estaba Marité Hereñú. A los 37 años, volvía a su casa en Córdoba tras un congreso de micro emprendimientos en la Capital Federal. Licenciada en Comercio exterior, Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales, estaba impecable como siempre, con un trajecito y un par de botas.
Después del congreso pasó por la Embajada de Holanda por trabajo y de ahí se fue rápido porque tenía miedo de perder el vuelo. Llegó al aeropuerto, fue a hacer el check-in y consultó con una empleada de la empresa porque su vuelo figuraba con una duración mayor a los 45’ que demoraba el trayecto Buenos Aires-Córdoba. “La chica me dijo que no me preocupara, que estaba todo bien”, agregó.
El avión comenzó a carretear muy rápido, levantó la trompa y enseguida la bajó al suelo. La turbina se convirtió en una bola de fuego, llamas y combustible chorreando. “Me puse a rezar. Era todo silencio y oscuridad. Pensé, ‘qué raro, nos vamos a morir y nadie grita’”.
El accidente se produjo en 40 segundos. Marité tuvo los ojos cerrados cuando el avión comenzó la carrera que lo llevó a volar la valla de contención del aeropuerto, cruzar la costanera, atropellar autos, máquinas viales, y estrellarse contra el terraplén del campo de golf.
Cuando los abrió vio como sus dos compañeros de asiento se tiraban por un hueco que se había hecho al costado suyo. Ella hizo lo mismo. “Caí debajo de la turbina y me cayó combustible incendiado en el pelo y de ahí al cuerpo. Era una bola de fuego”, recordó desde su casa en Córdoba, a la que recién pudo volver casi cuatro años después de esa noche.
Al principio sintió un dolor muy fuerte pero después se le quemaron las terminales nerviosas y ya no sintió tanto y la dominó el shock por la situación. Corrió y escuchó que alguien le decía que fuera. Ella no vio quien la llamaba porque el propio humo que emanaba su cuerpo se lo impidió. Cuando el avión explotó, la onda expansiva le apagó el fuego de la espalda y la tiró al suelo, donde se le apagaron las llamas de la parte de adelante.
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La noche del accidente, la gobernación de Córdoba se hizo cargo de la situación y organizó un vuelo que salió para Buenos Aires y un listado con los heridos. “Mi papá no estaba en el listado y sobre los muertos nadie decía nada. No había datos certeros. Lo tenían que confirmar desde la morgue”, recordó Miguel que esa noche subió al vuelo que lo trajo a Buenos Aires con uno de sus tres hermanos. A pesar de que su papá no le respondía el celular tenía la esperanza intacta. “Uno como ser humano siempre espera que su ser querido esté vivo, deambulando, perdido, en algún lado”.
La mamá y la hermana de Marité sí sabían que ella se había salvado. Cuando ella estaba en el pasto se le acercó un contador que estaba practicando golf, y la acompañó hasta el hospital Fernández. Ella le pasó los teléfonos de su familia. Sentía que se moría y quería que la encontraran “antes de que fuera cenizas”.
En el Fernández la durmieron para ponerle el respirador. Se despertó un mes después en la sala de quemados del hospital Alemán. “Cuando abrí los ojos estaban el clínico, una psiquiatra y un psicólogo. Me dijeron que había habido un accidente, pero yo lo recordaba. Siempre lo supe, es difícil de explicar. Yo escuchaba cosas mientras estaba sedada, me acordaba del accidente”, detalló.
Lo que no le dijeron entonces fue que tenía el 64 % de su cuerpo quemado en profundidad.
- Lo que ves en el espejo no sos vos. Con el tiempo empezás a tomar conciencia. Veía a mi hermana y pensaba ‘si ella es mi hermana, esta tengo que ser yo’, pero no podía reconocerme. Le miraba una marca en un brazo que tiene mi hermana, se la miraba todos los días, para ver si de verdad era. Hasta que al final te convences de que sos vos. Es un proceso muy largo en el que te vas acostumbrando que eso nuevo, sos vos”, recordó.
Marité, su hermana y la madre de ambas pasaron los siguientes cuatros años al accidente en Buenos Aires, en medio de operaciones y rehabilitación. Durante el mes que estuvo dormida entró a quirófano, para que le limpiaran las heridas, una vez cada ocho horas. Las curaciones se mantuvieron a lo largo de los meses. “Uno de los mayores riesgos que tenés cuando estas quemado es el de las infecciones”, explicó la mujer. “En una de las manos tengo la palma y un dedo, la otra me la dejaron con los dedos rígidos como para poder agarrar cosas. Supuestamente no iba a poder volver a manejar y hacer los cambios y pude, es una fuerza que sacas, la vida sigue”, agregó.
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La mañana siguiente al accidente encontró a Miguel y otros familiares en la morgue judicial donde había decenas de cuerpos calcinados. “Aterrizamos en El Palomar y nos fuimos a un hotel hasta el otro día que fuimos a la morgue y dimos todos los datos y se comenzó con las autopsias”, recordó el hombre que apenas unos días después volvió a Córdoba en un avión “con 9 ataúdes”.
Uno de ellos le dijeron que era el que tenía el cadáver de su papá pero, como descubrirían dos meses después, no lo era. Una equivocación del Cuerpo Médico Forense confundió cuerpos y por eso se abrieron once causas judiciales.
Cuando volvió de Buenos Aires, Miguel organizó el funeral de su papá y lo enterró en el cementerio parque de la ciudad. Dos meses después tuvo que desenterrarlo, intercambiar muertos. Su papá tenía 47 años y le habían dado el cuerpo de un chico de 31. Las identificaciones se habían hecho por medio del cotejo de placas dentales y hubo falencias. “Todo el manejo que hubo demostró que no se estaba preparado para algo así”, explicó.
-Lo más difícil fue saber que no lo iba a ver más. No tenerlo cerca. Cuando mis padres se divorciaron, los cuatro hermanos nos quedamos con él. Era nuestro guía, nuestra raíz. Mis hijos no lo tuvieron como abuelo. Tienen 11 y 8 y nacieron y crecieron sin él. Es un golpe muy fuerte y es una sensación tremenda que te lo arranquen y no lo puedas disfrutar más.
Quince años después del accidente, Marité lleva “una vida bastante normal”.
-Si me ves y no sabes lo que me pasó, capáz que no te das cuenta. Hice cuatro o cinco años de terapia, pero nunca tuve sueños ni pesadillas. El entorno es fundamental. No te recuperas sin la ayuda de tu familia, tus amigos, la fe, en creer en algo, sea lo que sea. Los médicos, las enfermeras, son claves, algo que no se puede describir. Se crean lazos muy fuertes. Desde el accidente está jubilada y colabora en la bolsa de trabajo de Caritas.
Sobre el segundo en que decidió tirarse por el hueco, Marité piensa que fue la mejor decisión.
-Eso me salvó la vida. Cuando uno se sube a un avión sabe que puede pasar un accidente, pero por lo general los aviones explotan en el aire y te morís en un segundo. Nunca me imaginé que de estar en un accidente de avión iba vivir lo que viví. Esa sí que era una fantasía que no tenía. Es más, la primera quemada que conocí, fui yo.