Declaró ayer en el juicio por La Cacha Liliana Beatriz Méndez de Cédola. Ella y su marido fueron secuestrados en septiembre de 1977 y trasladados a ese centro clandestino. Ninguno de los dos tenía una militancia activa. También dieron su testimonio varios testigos que trabajaban o habían trabajado en Astilleros Río Santiago, que tiene 43 obreros desaparecidos.
Treinta y siete años después, ante el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata, Liliana Beatriz Méndez de Cédola recordó aquella noche horrorosa en que sus captores la llevaron a conocer el infierno. Entonces la madre de tres chiquitos de uno, tres y cuatro años que esos tipos habían dejado tres horas antes con la vecina del primero. Y la compañera de un trabajador de Astilleros Río Santiago que habían secuestrado junto con ella en el baúl de un auto. Liliana fue torturada por los verdugos de La Cacha.
-Usted sabe que en este juicio estamos investigando una multiplicidad de delitos, y uno de ellos es la tortura –dijo el presidente del jurado, Carlos Rozanski, en la introducción a una larga pregunta. Todo en la sala era silencio-. Y dijo que había sido torturada con picana eléctrica, y que había sido durante un período de veinte minutos. Quisiera preguntarle, si no le molesta, qué es lo que pensaba en ese lapso de tiempo.
-Recé todo el tiempo el Padre Nuestro. Y ellos mientras me gritaban, me decían cosas.
-La insultaban mientras usted rezaba…
-Sí, porque yo rezaba en voz alta.
Liliana volvió a contar desde el principio –cómo lo había hecho en los Juicios por la Verdad y en la instrucción de esta causa- su propio cautiverio ilegal y el de su marido Eduardo César Cédola, fallecido en 2004. En el inicio del relato hubo una nueva interrupción del abogado defensor de Claudio Grande, Hernán Losino que, preocupado por la celebridad de su cliente, pidió esta vez que el testimonio de la víctima no se televisara. El Tribunal lo rechazó por unanimidad: después de consultar a la testigo si estaba de acuerdo, expresó que ese permiso al Centro de Información Judicial (CIJ) ya había sido discutido por los jueces y otorgado en las primeras audiencias.
Trece días de terror
Septiembre de 1977. La Plata era entonces un blanco indispensable para las Fuerzas Armadas: como capital de la provincia más populosa, había sido –aún lo era- un hormiguero universitario, gremial, administrativo. La represión ilegal golpeaba sus calles y sus casas con ferocidad, como alrededor de la una de la mañana del día 13, seis hombres, de fajina y de civil, con sus armas largas, golpearon la puerta del matrimonio.
-¡La policía, la policía!
“Les dije que esperaran un segundo a que me vistiera y casi tiran la puerta abajo”, recordó ayer. “Nos llevaron a mí y a Eduardo al comedor, y como se dieron cuenta que mis hijos dormían no prendieron la luz”. Uno inspeccionó los libros de una biblioteca paseando el haz de una linterna, mientras otros dos los tenían apuntados contra la pared, y el resto daban vuelta el dormitorio y la cocina. Ni armas, ni “material subversivo”. Difícilmente los tuvieran: Liliana no tenía militancia y Eduardo apenas una participación periférica en las asambleas de ATE de Astilleros, aunque había tenido un activismo fugaz durante la universidad y el trabajo anterior en el Hipódromo, y recordaba muy bien ese arrebato de pasión promediando el año ’72 cuando se había encerrado con otro en la cabina de transmisión de las carreras y habían puesto por los altoparlantes la marchita peronista.
Antes de llevárselos encapuchados, la patota llamó a la vecina del primer piso para dejarles a los chicos. “Ella le avisa a un tío de mi esposo que vivía a la vuelta, que le avisa a mis padres y a mis suegros”, relató Liliana. Los autos -un Falcon, un Peugeot 404, un Torino gris, y dos Peugeot blancos gasoleros nuevos- rodearon plaza Azcuénaga y tomaron por avenida 44 para las afueras de la ciudad, y aun en la oscuridad de la venda y del mundo entero, ella lo supo porque era el camino que hacían cada fin de semana para visitar a sus suegros. Después de cruzar dos vías de tren, llegaron al lugar que luego sabría que era La Cacha. Allí la dejaron a los pies de una escalera, ciega, oyendo los gritos de otros y separada de Eduardo, de quien no volvería a saber hasta unos días después.
Al rato la sacaron de ahí por un pasillo exterior, lo recuerda porque llovía. Y la condujeron a la sala de tortura. “El lugar era más largo que ancho, cerca de la puerta había más gente, y me llevaron a un sillón donde me interrogaron sobre Laura Cédola y Manuel Monteagudo, la prima de mi esposo y el marido”. También la interrogaron por Vicky: “Yo dije que no la conocía”.
La desnudaron y la ataron a un elástico para los veinte minutos de suplicio. Después, la llevaron de nuevo al edificio principal de donde la habían traído. Ayer, treinta y siete años más tarde, Liliana se interrumpió un segundo para moderar un sollozo y recuperar el aliento.
“A Eduardo lo torturaron mucho”. Al día siguiente, oyó la conversación entre dos guardias que decían que a un detenido no había que darle una sopa porque se moría: “Era mi marido”.
Unos días más tarde, después de pedirle a un “guardia más accesible” –que cuando la llevaron a bañarse pudo ver y reconoció como “Palito”-, lo dejaron ver a su marido. La noche del 26 de septiembre, antes de irse, un represor se les acercó y les dijo que se levantaran la capucha: era petiso, de pelo algo rubio, tez morocha y bigotes.
El represor les habló de un plan en el que intervenían muchos países: Uruguay, Brasil, Chile. Lo último que les dijo fue que se quedaran tranquilos, que se iban a ir a su casa. Dos horas después los dejaron en un descampado con plata para un taxi.
La persecución en Astilleros
Varios de los nueve testigos que testimoniaron ayer por una nueva audiencia por los crímenes cometidos en La Cacha, tenían algo en común: trabajaban, o habían trabajado en Astilleros Río Santiago. Así fue con la familia Gallego –declararon Hernán, Estela y María Andrea- cuyos desaparecidos Jorge Moral y Mario Oscar Gallego habían trabajado allí. La fábrica de Ensenada cuenta en su historia negra con 43 obreros desaparecidos.
Eduardo Cédola se reincorporó a Astilleros en el mismo puesto: durante dos semanas se había esfumado y regresaba de pronto, como un fantasma temeroso, sin que nadie le preguntara nada. “Todos ahí sabían lo que había pasado”, le dijo Liliana a Infojus Noticias. “El interventor de su área era un coronel de apellido Álvarez”, dijo ante la pregunta de este portal. Cédola terminó por renunciar.
Con el regreso democrático Eduardo se recibió de contador y en los ’80 alcanzó un cargo en la Dirección de Inversión Pública del Ministerio de Economía. Allí tuvo otro tipo de problemas. “A Eduardo no le gustaba la corrupción. Un tipo llegó a amenazarlo diciendo que se tenía que ir de ahí sino se iba a ir al último rincón o a algo peor”.
Ese hombre era Humberto Petrei. Murió en 2012, en Córdoba, con 77 años recién cumplidos. En 1979, Petrei había sido director de Investigaciones del Instituto de Estudios de la Realidad Argentina y Latinoamericana (Ieral) de la Fundación Mediterránea que presidía un joven Domingo Cavallo, y más cerca en el tiempo, asesor de José Manuel de la Sota y Luis Juez.
Unos meses antes del secuestro, llegaron dos guardias de seguridad en la fábrica que le requisaron su escritorio mirando uno por uno sus biblioratos. Del otro lado del vidrio, según le dijeron, había un soldado que tenía orden de abrir fuego con cualquier mal movimiento. Hay un hombre, que Eduardo capacitó antes de que lo raptaran, que lo reemplazó en su trabajo de contaduría de la empresa.
-¿Cuál es su nombre?- preguntó Infojus Noticias.
-Lo sabía- respondió Liliana-. Ya no lo recuerdo.
Liliana y Eduardo se conocieron en un baile de fin de año del Hipódromo, donde Eduardo trabajaba y Liliana tenía una amiga íntima. Pasaron sus días juntos hasta que Eduardo murió. Pero después de La Cacha, nada fue igual. “Miedo, eso queda. Soledad. Nos quedamos sin amigos, sin trabajo, y la familia que no entendía lo que nos había pasado. A Eduardo le cambió el carácter: él era muy decidido a enfrentar todo, y después fue mucho más temeroso”.
Ayer tuvo, como cada sobreviviente, su pequeño bálsamo de justicia.