Los relatos de vecinos y testigos sobre los instantes previos a la tragedia coinciden en una misteriosa sirena. Crónica desde la mirada íntima de los primeros afectados por la explosión que sacudió a la ciudad y dejó un saldo de doce muertos, 62 heridos y 19 desaparecidos.
El primer indicio de que algo andaba mal fue un zumbido inusual, misterioso, insoportable. Algunos creyeron que era el camión de la basura, otros una removedora de cemento. Después el fuerte olor a gas comenzó a inundar el edificio. Cuatro personas cargaron rápido bolsos y carteras, salieron corriendo a la calle y desde enfrente miraron hacia arriba: sabían que algo iba a ocurrir. Pilar, una vecina que vive en la esquina, llegó a la vereda y sintió que el olor a gas la ahogaba. Pensó en su perra, que había quedado en el departamento, y tuvo miedo de que le pasara algo. Volvió a entrar. Pero no llegó más allá del palier de la planta baja. Allí, parada junto al portero, vio explotar los vidrios de varios edificios, incluido el suyo.La explosión retumbó en todo el macrocentro y resonó en los rincones menos pensados de Rosario. Nadie se imaginaba que ése había sido el comienzo de un incendio de magnitudes incontrolables, que en las primeras horas dejaría un saldo inicial de siete muertos, sesenta y tres heridos. Todavía hay 19 desaparecidos y recién a las cinco de la tarde comenzaron las primeras tareas de rescate.
La explosión ocurrió en un edificio a cuatro cuadras del río Paraná, casi sobre el boulevard de palmeras que es una marca registrada de la ciudad: Oroño. El desconcierto, las corridas, los insultos, gritos, llantos y reclamos por las personas que podían estar enterradas entre los escombros ocuparon los primeros instantes. Después las sirenas de ambulancias, patrulleros y autobombas se fundieron en un ruido sordo mientras los vecinos reclamaban por retirar sus pertenencias, “algo de ropa”, insultaban a la intendenta -que se acercó en medio del caos y fue corrida junto con el resto del gentío que se apretaba frente al edificio por efectivos de Gendarmería-. El operativo agrupaba fuerzas nacionales, provinciales y municipales, y ni siquiera las autoridades tenían en claro quién estaba a cargo. Rosario había explotado.
Poco después de las 9.45 Flavia, desconcertada, se vistió con lo que tenía a mano, bajó a la calle y corrió. Unos segundos antes la había aturdido el estruendo que le sacudió la cama y le cortó el sueño. No sabía qué había pasado, pero por instinto siguió el rastro de vidrios rotos que se extendía por varias cuadras. Levantó la vista y se paralizó: a doscientos metros las llamaradas salían de un edificio. El sonido de las sirenas la hizo volver en sí, y caminó hasta el lugar de la catástrofe. “Había dos bomberos con una manguerita intentando apagar el fuego”.
Desde su departamento Miguel vio cómo las ventanas se desencajaban de los marcos. La onda expansiva de la explosión impactó en su edificio y reventó los vidrios del primero al noveno piso. Miguel corrió dos cuadras, se encontró con un joven que salía de una casa pegada al edificio de la explosión, con su novia en brazos. “Estaban los dos en bolas y dormidos. La chica tenía toda la espalda quemada y los ojos abiertos”. Entre varios los socorrieron y los acompañaron dos cuadras al trote, hasta la ambulancia más cercana, varada en medio del caos de tránsito del centro rosarino. Ella, una joven de 20 años, fue la primera víctima fatal.
Dos horas después las autoridades informaron de la muerte de más víctimas y enviaron a los familiares, que llegaban desesperados en busca de los suyos al Cemar (Centro de Especialidades Médicas Ambulatorios de Rosario). Allí se condensaban los partes médicos de los distintos centros de salud que recibían a los heridos. Pero no todos los desaparecidos aparecían en los listados. El paisaje era homogéneo: lágrimas, abrazos y gritos; consuelos y puteadas.
“Hoy a la mañana dejé a mi hermana durmiendo”. Adrián estaba de traje y corbata, parado detrás de las vallas, y se le caían las lágrimas mientras observaba el edificio que, anunciaban, podía colapsar.A pocos metros, Marcelo contemplaba la misma escena. Las manos le quedaron blancas después de buscar más de 20 minutos a su “patrona” entre los escombros. El techo del local de venta de cuadros -ubicado por calle Salta- donde trabajaba el hombre, se les vino encima. La dueña, Adriana Mattalone, se llevó la peor parte. Consiguieron rescatarla, pero murió poco después.
“No vayas para allá. No te van a dejar pasar. Viste lo que pasó ¿no?”, recomendaba un diariero a un cliente. En las cinco cuadras que separan el edificio de Salta 2141 y la sede rosarina del Gobierno de Santa Fe, todos hablaban de lo mismo. Ese edificio histórico, que durante la última dictadura militar funcionó como centro clandestino de detención, reunió al secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, con el ministro de Defensa, Agustín Rossi y los mandatarios locales: el gobernador Antonio Bonfatti y la intendenta Mónica Fein, ambos socialistas. Sus caras al ingresar al inmueble señorial revelaba el asombro por la magnitud de la catástrofe. Es que las responsabilidades por lo ocurrido todavía estaban poco claras.
Frente al edificio, una vecina evacuada juraba haber dado aviso a primera hora de la mañana al 911 por el olor a gas. Un comerciante de la misma cuadra dijo haber notificado a Litoral Gas –la empresa proveedora del servicio– una semana atrás.Así era la pintura de Rosario hoy, una ciudad que explotó cinco días antes de las elecciones.