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Infojus Noticias

25-9-2014|9:48|Olavarría Nacionales
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Tercera audiencia

Monte Peloni: los primeros testigos complicaron a los represores

"Yo entregué el cadáver", dijo Grosse, que decidió hablar. Un defensor pidió a una Madre que se quitara el pañuelo. Ayer declararon diez testigos, entre ellos, dos sobrevivientes: Carmelo Vinci y "Cachito" Fernández, hermano de Jorge Oscar. Por su asesinato está imputado Verdura. Ferreyra, en terapia intensiva.

  • Fotos: Sol Vazquez
Por: Juan Carrá, desde Olavarría

La audiencia llevaba ya casi siete horas cuando el capitán retirado Walter Grosse pidió declarar. A paso firme, subió al estrado y se sentó ante el Tribunal Oral Criminal 1 de Mar del Plata. Su voz sonó inapelable: “Yo entregué el cadáver de Jorge Fernández”, dijo. Y aseguró: cumplió órdenes del jefe de Regimiento y fue el general Calvi quien dio la directiva. Según el brevísimo relato de Grosse, al cuerpo hubo que retirarlo de la morgue de Banfield y luego llevarlo a Olavarría. Antes de volver a su lugar, “El Vikingo” dijo que más adelante dará otros detalles.

La tercera audiencia del juicio por los crímenes del centro clandestino Monte Peloni duró nueve horas y estuvo cargada de emoción. Además de Grosse, ayer pasaron por el estrado diez testigos. Fue la primera vez que declararon dos de los sobrevivientes, Carmelo Vinci y Osvaldo “Cachito” Fernández (y hermano de Jorge Fernández, cuyo asesinato también se juzga). También algunos familiares, quienes desde afuera nunca abandonaron la búsqueda de sus seres queridos. Lo que dijeron comprometió la situación de tres de los cuatro imputados: Ignacio  Verdura, Walter Grosse y Omar Ferreyra (el cuarto imputado es Oscar Leites). Las audiencias se retomarán el lunes 29 con nuevos testigos.

Cuaco, Jefe, Negro, Pájaro

Carmelo Vinci fue el primer testigo. Al hablar de los que no sobrevivieron, frenaba el relato, tomaba agua y seguía. Según declaró, estuvo todo el tiempo encapuchado o vendado. No pudo ver a sus captores. Una vez quiso espiar por un agujerito en la capucha y fue descubierto. “Me dieron tanto que no quise probar más”, dijo. Por el sonido, adivinó estaba en Monte Peloni y supo había un generador para surtir de luz eléctrica al viejo casco de estancia.  El oído para Carmelo fue su contacto con lo real: además del sonido del generador, escuchaba voces y apodos: Cuaco, Jefe, Negro, Pájaro son los que recordó ayer.

Compartió cautiverio con sus compañeros de militancia, torturados hasta que, por momentos, perdían la conciencia. “Nos tenían sin comer”. Al principio permanecían en una habitación con piso de madera, pero después montaron carpas en el exterior. El 28 de diciembre de 1977, fueron sometidos a un “consejo de guerra” en Tandil. Antes, les habían hecho firmar una declaración que no pudieron leer. El periplo terminó en la Unidad 9 de La Plata, a disposición del Poder Ejecutivo. “Salí en el 82,  al poco tiempo, fue a mi casa un tal Gómez, no sabía quién era, por su primo colectivero supe que trabajaba con él. Me fue a apretar. “Este si sigue así va a salir con las patas para adelante”, le decía a su primo.

La hermana de Carmelo, Rosalía, confirmó los dichos y dio detalles del secuestro, y del fuerte operativo militar que rodeó la casa la madrugada del 16 de septiembre de 1977.

El gran interrogador: “Uno llega a ver con los oídos”

Osvaldo “Cachito” Fernández,  sobreviviente, tenía la foto de su hermano Jorge Oscar colgando del cuello cuando se sentó ante los jueces -Roberto Falcone, Mario Portela y Néstor Parra-, y contó detalladamente cómo fue arrancado de la casa de los abuelos de su novia, donde dormía. Encapuchado, lo subieron a un camión y junto a otros detenidos fue trasladado a la Brigada de Investigaciones de Las Flores. Allí fue a parar a una habitación, donde lo desnudaron, lo ataron al elástico metálico de una cama y lo picanearon. “Notaba mucho la voz de una persona, era el gran interrogador, el gran inquisidor, la voz cantante”, dijo Fernández. La voz le ordenaba a los gritos que hablara de su militancia y de compañeros.

Según su testimonio, días después lo trasladaron a Monte Peloni. Con las piernas atadas con alambre, debió bajar dos escalones para entrar a una habitación donde lo volvieron a torturar con picana, en una cama de flejes metálicos. Junto a él estaba su hermano Jorge, también esposado a un camastro. Ahí volvió a escuchar esa voz. “Me gritaba si escuchaba y reconocía la voz de mi hermano” –contó-. “Uno llega a ver con los oídos”.

Fernández describió esa voz: “estridente, tiránica. Una persona imperativa, preguntaba con mucha violencia”. Años después, en democracia, volvió a escucharla en un programa de televisión. Un informe mostraba un acto en la Plaza San Martín en la ciudad de Buenos Aires. Un hombre arengaba a favor de la dictadura y discutía con un periodista. Fernández dijo: fue como si se abriera un archivo en su memoria. La voz del gran interrogador tomó cuerpo. Era Walter Grosse.

Los dos sobrevivientes de Monte Peloni coincidieron: los represores tenían tres tipos de guardia: una neutra, en la que los detenidos parecían no existir; otra blanda, con ciertas licencias a los secuestrados; y una durísima, donde reinaba la tortura y el sadismo.

Fernández declaró que los secuestrados reconocían la llegada de la “guardia dura” por el sonido de un auto entrando al monte donde estaba el centro clandestino. Él presume que en el vehículo llevaban el generador eléctrico para usar la picana. Para Fernández, lo llamativo era que junto al sonido del auto y la guardia, también llegaba una voz particular, pero distinta a la del gran interrogador.

En democracia, el intendente de Olavarría, Helios Eseverri, nombró en su gabinete a Omar “El Pájaro” Ferreyra, sargento del Ejército en épocas de dictadura. Con la aparición pública del Pájaro, Fernández lo escuchó. Y sus oídos volvieron a abrir ese archivo: era la voz que llegaba con el auto y la picana.

Los secuestrados aprendieron que cuando llovía, ese auto que asociaban a la tortura, no podía llegar a Monte Peloni. “Llegamos a odiar el canto de los pájaros”, contó Fernández.

Las hermanas Fernández

Además de Osvaldo Fernández, ayer declararon sus hermanas Leticia y María del Carmen. También su hermano Mario, su cuñado Gerardo Vivas y su novia de entonces, Marisa Bellingeri. Contaron los caminos que siguieron para tratar de encontrarlos. María del Carmen “la Tata” contó, como una gran narradora oral, cada uno de los pasos desde aquella madrugada de septiembre de 1977 en que dos operativos diferentes secuestraron a sus dos hermanos, Jorge Oscar y Cachito.

La otra hermana, Leticia, se quebró en llanto: “Oscarcito era un sol de persona, un chico de 25 años que con pocas palabras lo decía todo”. A ella le cuesta hablar en pasado de su hermano: “es” un tipo muy centrado dice en su declaración, como si su hermano viviera en el relato que busca justicia.

Además de la madrugada de los secuestros, los familiares recordaron ante el tribunal la tarde del 21 de septiembre cuando los militares volvieron, los encerraron en un cuarto, y requisaron el jardín en busca de armas. Encontraron libros y revistas, material que Verdura usó para comunicar a la familia que Jorge Oscar era “subversivo” y por eso lo habían matado.

“Un militar alto que iba mucho a la casa de Llanos, el fotógrafo del Regimiento, que vivía frente a la casa de mi mamá”, recordó la Tata. Dijo que otros iban de camisa manga corta escocesa, vaqueros, cuchillo y pistola. Y aseguró que en ese operativo estaba Grosse.

La misteriosa entrega del cuerpo

Los Fernández escucharon por radio que Jorge Oscar estaba muerto. Verdura los había mandado a llamar al Regimiento. Fueron la madre, la Tata y Mario, otro hermano. Verdura pidió hablar con él porque era penitenciario. Según declaró, en esa reunión también estaba Grosse. Acordaron la entrega del cuerpo, se hizo días después en el cementerio. Una camioneta celeste dejó el cajón –Verdura le había pedido a Leticia que lo comprara– y debieron ponerlo rápidamente en un nicho. “Confíe que ahí está su hermano”, le había dicho Verdura a Leticia en esa reunión breve. 

La Tata contó que esa tarde en el cementerio Ferreyra iba vestido de civil y con anteojos negros; y trató de esconderse. Se conocían del barrio, él tenía parientes a la vuelta de la casa de su madre. Recordó además que en el certificado de defunción apócrifo de su hermano firmaba el médico policial Luis Seambelar. Con el otro hermano, Cachito, los Fernández se reencontraron en la Unidad Penal 9 de La Plata, a principios del 78.

Abogado de un represor pidió a una Madre quitarse el pañuelo

Rubén Argentino Villeres y Graciela Follini de Villeres están desaparecidos y forman parte del juicio. La noche que fueron secuestrados, los militares dejaron a su hijo Juan Pablo, de siete años, en la cama de su abuela, Pura Leopolda Puente de Villeres. Ella le tapó la cabeza con las frazadas para que él ya no viera más.

Después del conmovedor relato de Juan Pablo, su abuela entró a declarar. Llevaba en la cabeza el pañuelo blanco. Claudio Castaño, abogado del imputado Horacio Rubén Leites, pidió a los jueces que ordenaran quitar el pañuelo de Madres, por no ser “un símbolo patrio como la bandera y el crucifijo”.

Horacio Leites. Su abogado pidió a Pura que se quitara el pañuelo.  

El público se alzó en abucheos, y fue llamado al orden. El presidente del Tribunal desestimó el insólito pedido del abogado. Entonces Pura contó su calvario. Los lugares que recorrió, la falta de respuesta, las cartas.

“Hace 37 años y 8 días que seguimos esperando que haya una noticia sobre ellos”, había dicho minutos antes Juan Pablo. También se había referido a la trama que se tejió en Olavarría: “No hay dictaduras más feroces que las que se dan en pequeños territorios, en estos lugares aún hoy se convive con quienes fueron parte de un sistema organizado para desaparecer personas, torturarla y amedrentar al resto”. 

Ayer a la noche, después de una jornada que comprometió seriamente a tres de los cuatro imputados, uno de ellos, el Pájaro Ferreyra, tuvo una hemorragia. Y quedó internado en terapia. 

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