A una semana de publicarse la foto del nene sirio que apareció muerto en la costa de Bodrum, el especialista en migraciones Pablo Ceriani Cernadas reflexiona sobre las políticas en la materia y rescata los avances que se dieron en el país a partir de la sanción de la Ley N° 25.871.
La foto del niño sirio ahogado en las playas de la península de Bodrum puso en el centro de la escena mediática y política el debate sobre la crisis migratoria europea y las violaciones sistemáticas a los derechos humanos de los refugiados. La muerte de Aylan Kurdi, de tres años, evidenció el fracaso de las políticas migratorias de los países dominantes. “Si hay una región que puede dar el ejemplo y ser el escenario para el desarrollo de un nuevo paradigma es Sudamérica”, destacó Pablo Ceriani Cernadas, investigador de la Universidad de Lanús e integrante del Comité de las Naciones Unidas para la Protección de los Derechos Humanos de los Trabajadores Migrantes y sus Familias.
Entrevistado por Infojus Noticias, el académico valoró los avances de las políticas argentinas, que posicionan al país entre los más avanzados en materia de políticas migratorias y derechos humanos. También se refirió a las “consecuencias positivas” de la integración migratoria para los Estados y de la necesidad de revertir los discursos xenófobos en la región.
–¿Cómo explicaría la diferencia entre migrantes y refugiados?
–Hay una explicación realista y otra jurídica. En este contexto, la diferencia entre migrantes y refugiados es una línea muy fina. Los refugiados, en términos estrictamente jurídicos, responden a lo que es la Convención de Ginebra (Suiza), de 1951. Tiene que ver con situaciones específicas de personas que escapan de violaciones masivas de derechos humanos, conflictos armados, persecuciones por origen étnico o político, etcétera. Los gobiernos marcan permanentemente la diferencia entre lo que se llama refugiado y migrante económico que, en términos realistas, es un concepto profundamente reduccionista. Conceptualizar como migrante económico a una persona que sale de un país, en determinadas circunstancias, niega una realidad caracterizada por la violación de derechos humanos elementales. Algunos sectores o gobiernos que plantean esta clasificación lo hacen con un objetivo determinado. Por un lado, quienes eventualmente entrarían dentro del concepto de refugiado podrían acceder a un trámite de solicitud de asilo, de estatus de refugiado. Y los otros, que no entran por ese procedimiento, son catalogados como migrantes económicos y la respuesta sería la deportación y, eventualmente, la detención. La mayoría de las personas que hoy salen de sus países, en busca de condiciones de vida mínimamente dignas, necesitan protección, sin excepción.
–¿Qué consecuencias tiene para un Estado la aceptación e integración de los migrantes?
–Una respuesta más integral y realista es lo que ha ido haciendo Argentina desde el 2003, con el cambio de la legislación migratoria y la prioridad de responder a la irregularidad a partir de la promoción de la regularización, en lugar de promover la deportación o la sanción. Las respuestas son muy claras: la persona, a medida que obtiene un permiso de residencia, tiene el permiso para trabajar. Eso significa más oportunidades y formalidad laboral, mejor protección de los derechos. Permite que los empleadores cumplan con sus obligaciones de aportes patronales. Eso supone la posibilidad de acceso a la vivienda, ya sea alquiler o compra, a un trabajador o familia que tiene mejores condiciones de vida, que consume. Que las personas tengan derechos y mejores condiciones de vida contribuye al desarrollo humano.
—¿Y qué consecuencias negativas tiene el rechazo o la exclusión de estas personas?
–Si no le damos los mismos derechos a un inmigrante generamos beneficios para la economía informal. Es mano de obra barata. En el ámbito del trabajo doméstico, de la construcción, de la agricultura, de la industria textil, se aprovecha esa informalidad y desprotección para obtener ganancias mayores. Por otro lado, la desigualdad de derechos y el no fomento de la regularización tienen una lógica electoral de corto plazo. Una posición más estricta frente a la migración obtiene ciertos réditos en términos electorales. Sobre todo en Europa, con el crecimiento de partidos de extrema derecha, y en Estados Unidos.
—¿Cuál ha sido el avance de la Argentina en materia de políticas migratorias?
–El avance se da a partir de la sanción de la nueva Ley N° 25.871 de Migraciones, que reemplaza a la llamada Ley Videla, una ley migratoria del ’81, caracterizada por el contexto de la doctrina de seguridad nacional. Esta ley se aplicó con el retorno de la democracia, desde el ’83 al 2003. Era una normativa que impedía la regularización, que veía a la inmigración como una amenaza y un peligro para la seguridad nacional, que obstruía a los inmigrantes el acceso a derechos básicos como la educación y la salud. Después de años de reclamos de instituciones sociales, de derechos humanos, académicas, sindicales, de la Iglesia Católica y evangélica –entre otros– y con el apoyo del gobierno de Néstor Kirchner, se da un cambio radical en la política migratoria. La nueva ley, en términos simbólicos, que no es poco, reconoce que la migración es un derecho humano. No se trata de personas que vienen por capricho y frente a las cuales el Estado decide si las deja entrar al país o no. Se trata de personas que ejercen un derecho, el de la movilidad: salir, transitar y entrar. En los artículos 7 y 8 de la ley se establece la igualdad en el acceso a la salud y la educación, la prohibición de establecer cualquier discriminación sobre la base de la condición migratoria de la persona. Además, la normativa establece garantías del debido proceso, acceso a la justicia, etcétera. E incorpora el Acuerdo de Residencia del Mercosur, aprobado en 2002, por el cual todas las personas sudamericanas tienen el derecho a salir de su país y entrar a cualquier otro país sudamericano, obtener una residencia por dos años y luego la residencia permanente. Ese acuerdo es un cambio de paradigma sustancial. No importa si son campesinos bolivianos de lugares rurales de extrema pobreza. No los puedo rechazar porque quiero un boliviano formado, con triple doctorado en informática y lo necesito para mi mercado de trabajo.
—¿Cuáles considera que son los desafíos para nuestro país y la región en materia de migraciones y derechos humanos?
–Hay uno que es para todos los países y tiene que ver con la xenofobia. Todavía arrastramos lógicas de épocas dictatoriales, incluso anteriores, de pensar al otro, que está del otro lado de la frontera, como una cierta amenaza o peligro. Es un problema extendido en la región por la transmisión de prejuicios a través de medios de comunicación y sectores políticos que no hacen otra cosa que profundizar los problemas y obstaculizar soluciones y políticas interesantes, como las que se han adoptado en la Argentina. Otro desafío es el de consolidar la construcción compleja de un nuevo paradigma. La declaración de los países sudamericanos es fantástica. Entre la retórica y la práctica hay países que tienen un nivel de coherencia más interesante, como Argentina, Uruguay y Bolivia, a partir de los cambios en la legislación. Pero, en otros países, como Ecuador, Brasil y Chile, la ley migratoria es de la dictadura. Hay proyectos en los tres países y esperanzas de que avancen en el sentido que ha transitado nuestro país, e ir poco a poco construyendo una región donde la migración esté considerada un derecho y la igualdad esté consagrada en la ley. Pero todavía falta. Si hay una región que puede dar el ejemplo y ser el escenario para el desarrollo de un nuevo paradigma es Sudamérica.
SO/LL