La escritora, traductora y abogada Ana Arzoumanián, que trabaja sobre el genocidio y la diáspora armenia en la Argentina, presentará dos obras suyas en el exterior. En diálogo con Infojus Noticias, analiza la situación de los refugiados en el mundo y la cuestión del arte en relación con la justicia.
Ana Arzoumanian, escritora, traductora y abogada, trabaja sobre el genocidio y la diáspora armenia en la Argentina desde la literatura y la traducción de obras de las dos culturas, entre las que estableció un vínculo en los últimos años. Publicó poesía, narrativa y ensayos. Y, ahora, presenta dos obras en el exterior: la primera, en octubre y en Nueva York, es su última novela Del vodka, hecho con moras; la segunda, en noviembre y en la Feria del Libro de Estambul, es su libro El depósito humano, una geografía de la desaparición, que fue traducido al turco. Arzoumanian fue también gestora de traducciones, entre ellas, la del libro Malvinas, del poeta Mario Sampaolesi, que pasó al armenio, y El alambre no se percibía entre la hierba. Relatos sobre la guerra de Karabagh, de Levón Khecohyan y Hovhannés Yeranyan, que tradujo al castellano.
Su escritura, dice en diálogo con Infojus Noticias, está vinculada “a la cuestión de la justicia, que es una especie de distribución, dar a cada uno lo suyo. De manera muy íntima, siento que la literatura es una forma de repartir y que, al escribir, algo se repara, como en la justicia, al menos para mí”.
–¿Considera que el arte puede producir movimientos reparatorios, cuando la justicia no se expide?
–Lo jurídico es regla y reproduce. Si la regla no está, igual que en el cuerpo femenino, no hay posibilidad de producción y reproducción. Entonces lo que queda es trabajar esas zonas estériles con materiales artísticos y buscar la transformación uno a uno.
–Para subsanar algo de la tragedia acumulada…
–Claro. En el caso del genocidio armenio, no hubo juicio. Y sólo se corta algo del odio cuando hay juicio. Pierre Legendre trabaja el juicio como teatro, donde hay un actor –justamente se llama así también en el ámbito jurídico– más un demandante, más el juez. Tres en escena. El juez les dice que hablen y después habla él. El lugar dado a la palabra, los cuerpos presentes y una tercera parte que dice ‘tal es culpable, tal inocente’, algo reparan.
–¿El juicio es reconocimiento social de lo que, sin justicia, es puro odio y vergüenza?
–Sí, y cuando ese teatro o palabra que aplaca no existe, lo único que queda es que el arte haga algo. Que se arme otro teatro, el de la palabra, los cuerpos, la imagen. Un arte que le haga lugar a esos sentimientos y experiencias. En un juicio, lo primero que dice el juez es “hago lugar a la demanda”. Que haga lugar a la demanda es, sacado del contexto jurídico, hago lugar a lo que me pedís, escucho. Y el artista también puede decir “te doy lugar en esto”, sea en mi libro o en una obra.
–Pone en común hechos atroces que sino quedan en lo íntimo, inscriptos sólo de los cuerpos…
–Así es. El legado de la atrocidad es muy duro y, a veces, no se puede procesar y queda enquistado como odio.
Arzoumanian relata que su abuelo paterno llegó a la Argentina sólo con una biblia escrita en armenio, donde encontró un texto manuscrito que “cuenta que vino el Ejército, lo llevó él a la zona de la guerra y cuando regresó, no estaban más ni sus cuatro hijas ni su mujer. Eso me llevó a escribir Mar Negro, desde la historia de un fotógrafo porque acá, mi abuelo, se dedicó a sacar fotos en las plazas”. Por eso, afirma que de no haberse dedicado a la escritura, hubiera sido fotógrafa.
“El fotoperiodismo está tomando un lugar de denuncia y de testimonio mayor que el de la literatura. Están diciendo cosas, tienen un material muy combustible, que muestran al mundo. Por eso, están siendo tan perseguidos”, comenta.
–¿Cuál considera que es la mirada que aportan los fotógrafos en zonas de conflicto?
–Una fotógrafa americana que vive en Armenia, por ejemplo, fotografió a familiares de chicos que murieron en el servicio militar de frontera. Denunció muertes que nadie puede decir del todo, porque no es el enemigo azerí que los mata, sino el propio ejército. Con el ensayo fotográfico, pudo revelar lo que pasa. A su vez, hay un mercado que pide fotos más y más crudas.
–Como la imagen que circuló de Aylan Kurdi, el nene que apareció muerto en la costa de Bodrum...
–Claro, esa imagen de un nene muerto boca abajo –cuando lo que se hace cuando hay un muerto, es taparlo–, no se muestra o se pone en ciertas condiciones. ¿Qué es ese mostrar? En un ensayo que publiqué en el libro Hacer violencia. El régimen insurrecto en el arte, analizo la pornografía y el genocidio. El arte que trabaja con zonas de genocidio, muy al borde de lo pornográfico, que exhibe cuerpos en escenas sin intimidad, para provocar y traumatizar al espectador. La dificultad con este arte es que hay tan poco velado que genera el efecto contrario.
–¿Y qué sensación le generan las imágenes de los refugiados en el mundo?
–Me parece que hay que revisar las condiciones sociales, políticas y jurídicas de los refugiados. La condición jurídica de sujetos perseguidos en su país de origen, que huyen a lugares donde los cobijan y les garantizan movimiento. Pero a la posibilidad del libre movimiento hay que agregarle el derecho al trabajo, a la educación, a la salud, cosas que no están garantizadas si no se tiene ciudadanía. Ser refugiado es tener una ciudadanía en suspenso. Les dan derecho para estar un tiempo, para que luego regresen, pero el territorio donde habitaban pasa de manos y ya no es eso lo que era. Por ejemplo, ¿a dónde volverían los refugiados si Siria deja de ser Siria?
–¿Piensa que hay soluciones posibles a estos conflictos territoriales?
–Quizá Latinoamérica pueda inspirar nuevas formas. Por ejemplo, ahora que Perú le dio una salida al mar a Bolivia. Hay negociación, hay soluciones para conflictos duros como son los territoriales o jurídicos. Aunque quizá, la respuesta esté del lado del arte, que suele tener más coraje y se arriesga a decir y mostrar más.
JB/LL