Las imágenes del libro "Without Sanctuary" muestran que los linchamientos tienen historia. Cuando los ciudadanos deciden ser juez, jurado y verdugo, más allá de la ley. En Argentina también: desde las patotas de principio de siglo XX hasta las noticias de ayer.
“Esa noche salimos a cazar negros/ cerca de la villa del Bajo./ Le dimos paliza a una parejita de quince./ Me acuerdo bien/ porque fue la primera vez que probé culo”, el poema de Santiago Llach se llama “Los Mickey” y la patota de pibes de clase alta de mediados de los años ’90 continúa una tradición no literaria sino social. La “patota” tiene su origen en las clases acomodadas porteñas que buscaban roña en los locales bailables o atacaban en grupo a personas solitarias o parejas de clases obreras que encontraban en el centro. En 1915 una patota, amparada en sus apellidos y en que la policía por ese mismo motivo no detenía, baleó a Carlos Gardel a la salida del Palais de Glace. La ciudad de los locos, de Juan José de Soiza Reilly, cuenta estas escenas en las que los “niños bien” salían a imponer el terror por los barrios; su protagonista es el abogado Tartarín Moreira, descendiente de Juan Moreira, e integrante de una patota.
Los linchamientos no son nuevos, lo que no los vuelve menos dramáticos. El uruguayo Ricardo Soca remonta la historia de las palabras a través de usos y etimologías. En La fascinante historia de las palabras se encarga de “linchamiento”. Para que el linchamiento sea tal tiene que haber una turba, brutalidad y no debe haber proceso ni sentencia legal. Proviene de la Ley Lynch, que debe su nombre a William Lynch que luego de la Independencia norteamericana se dedicó con un grupo armado a matar a presuntos delincuentes. El documento firmado por Lynch y sus vecinos de Pittsylvania decía: “Considerando el intolerable número de pérdidas que hemos sufrido a manos de hombres sin ley que hasta ahora han escapado de la justicia, hemos decidido infligir a los sospechosos que no desistan de sus prácticas perversas, los castigos corporales que juzguemos proporcionales a los delitos perpetrados”.
La violencia racial desatada en Estados Unidos duró desde 1882 hasta 1968. 4742 personas de color fueron asesinados a través de linchamientos. Se estima que muchísimos más fueron asesinados por otros medios menos espectaculares. Porque el linchamiento supone similares dosis de sadismo, crueldad y exhibicionismo. En el estado de Atlanta se llegaron a anunciar con día y horario en los diarios. Leon F. Litwack en la introducción al libro Without Sanctuary. Lynching Photography in America, cuenta el linchamiento de Sam Hose, entre muchos otros casos. Más de dos mil blancos de Georgia, algunos de los cuales llegaron en un tren contratado para la excursión desde Atlanta, se concentraron para ver la ejecución de un hombre negro.
“El evento asumió un formato bien conocido. Al igual que muchos otros linchamientos, también este resultaba ser un espectáculo público; al igual que sucedió en la mayor parte de los linchamientos, la culpa de la víctima no había sido probada en juicio; al igual que en casi todos los linchamientos, ni un solo miembro de la multitud ocultó su rostro bajo una máscara ni hubo alguno que intentara cubrir los nombres de los asistentes”. Los periodistas que cubrían la “actividad” jamás contradijeron la voluntad de la mayoría blanca y resaltaron el hecho de que estuvieran allí “algunos de los más prominentes ciudadanos”.
A Sam Hose lo untaron en querosén y grasa, le cortaron partes de su cuerpo antes de ser quemado vivo y, después de muerto, le sacaron vísceras y huesos que la multitud se llevó como souvenir. Una señora dio testimonio para el diario y dijo que la gente de Georgia es “intensamente religiosa, hogareña y justa”. Los nudillos de Sam Hose fueron exhibidos en la vidriera de una tienda de Atlanta.
Lewis Allan escribió el poema sobre estos linchamientos. Se llamó “Strange Fruits” y lo cantó Billy Holiday: “Los árboles del sur dan una hoja extraña/ Sangre en las hojas y sangre en las raíces/ Cuerpos negros se mecen en la brisa sureña/ Frutas extrañas cuelgan de los álamos”.
En los linchamientos de antes y de ahora la horda de ciudadanos se apropia del derecho de ser juez, jurado y verdugo. Pocos victimarios fueron llevados a juicio en el país del norte, los testigos eligieron ser cómplices de las muertes y no testificar. Los asesinos que actúan en patota han logrado impunidad durante mucho tiempo, funden en el grupo las responsabilidades individuales. En Argentina el fiscal Jorge Baclini, de Rosario, pidió las grabaciones donde se ve la muerte de David Moreira, para dar con sus asesinos.
De difícil lectura es “El niño proletario”, de Osvaldo Lamborghini. Toma el punto de vista del victimario para recrear el escenario canallesco y violento donde los tres jóvenes ricos torturan a Stroppani, presa del terror. “Nosotros –dice el narrador– quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación. Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación”. El proletario que “vale menos que una cosa”, es deformado, humillado y muerto. La mirada que se construye sobre los jóvenes de barrios marginales conserva el desprecio de clase presente en todos los linchamientos de la historia. La formación que esa mirada hace con ayuda de los medios sobre quienes considera “peligrosos” hoy se traduce en linchamientos y antes aplaudió el gatillo fácil.
El desprecio por la vida humana de los que atacan en grupo es porque probablemente no la consideran tal. La discriminación actúa sustrayendo características de humanidad en el que se construye como “otro”. Los pibes de gorrita en Córdoba lo saben y cada año hacen la Marcha de la Gorra, pero el intento de concientización no bastó para evitar el linchamiento de un pibe al que un grupo de vecinos bajó de una moto y linchó durante la protesta policial de diciembre en el barrio de Nueva Córdoba.
“Nosotros los del sur no nos igualamos con animales”, dijo un asesino de Georgia. Y Cátulo Castillo recuerda en Un teatro argentino para la nueva Argentina que unos patoteros “para mostrar la impunidad de algunos apellidos, una vez propiciaron la locura del negrito Raúl, enviándolo a Mar del Plata, en una jaula, con pasaje de perro”.