Lo dijo el represor Miguel Etchecolatz en una nueva audiencia en el juicio por La Cacha, en La Plata. Se refirió a "los que llegaban desde Cuba, no sólo personas, también ideas". El ex comisario intentó desligarse del asesinato de Marcelo Bettini, un militante de Montoneros.
El ex comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz volvió a dar la nota en el juicio por los crímenes de La Cacha. Sobre el final de la audiencia, volvió a pedir la palabra –como lo había hecho antes en éste y otros juicios- para ensayar un alegato lleno de apreciaciones políticas e ideológicas en el que se adjudicó el papel de víctima de la historia reciente: el objeto de la venganza jurídica de quienes fueron derrotados bajo la ley de las armas en aquél “estado de guerra”. “En todas las guerras de la historia ocurrieron excesos –dijo el anciano-, pero fueron la excepción y no la regla. Se señala como norma lo que es la excepción, y de ahí la arbitrariedad de estos juicios”, se quejó. Y aseguró que durante esa “guerra”, la justicia militar condenó a “más de trescientos transgresores, pero eso no tiene prensa”.
Etchecolatz, visiblemente recuperado del pico de presión que hace dos semanas lo hizo caer pesadamente al piso del estrado, se acercó al banquillo y apoyó sobre la pequeña tarima su vaso de agua. Con la voz carrasposa y el tono sereno, habló al micrófono para despegarse del asesinato de Marcelo Bettini –hermano del actual embajador argentino en España- y el fusilamiento de Luis Bearzi. “Quiero aclarar esta situación del homicidio de Bettini que se me endilga, y de Luis Bearzi. Haré una breve exposición sobre el accionar de las organizaciones armadas en esa época. La pastilla de cianuro era una de esas actitudes voluntariamente aceptadas”. Ninguno de los jueces lo interrumpió, a pesar de una historización que se remontó al derrocamiento de Juan Perón en 1955 para explicar el surgimiento de las primeras “organizaciones subversivas”.
Después enumeró “sólo cinco” manuales de procedimiento Montonero. “Todo revolucionario tiene un arma muy grande para defenderse en la tortura. No tiene que dar información. Nunca es un sacrificio hacerlo por el pueblo”, citó.
El 9 de noviembre de 1976, una patota de la policía Bonaerense lo emboscó en el barrio de Tolosa junto a su compañero Luis Bearzi, que quiso escapar y fue acribillado de tres tiros en el cráneo. Bettini tomó la pastilla de cianuro antes de ser detenido. La Cámara Federal de La Plata lo calificó como un homicidio y lo encuadró como delito de Lesa Humanidad, porque había actuado “coaccionado” para evitar la tortura y la muerte. El policía que dirigió ese operativo fue el jefe del servicio de calle de la Unidad Regional de La Plata, julio César Garachico, uno de los imputados del juicio. En ese momento, admitió hoy Etchecolatz, era director de Investigaciones de la policía bonaerense. “La tesis del homicidio de la Cámara Federal es muy interesante”, dijo con ironía.
La versión de Etchecolatz es que fue un enfrentamiento casual con una patrulla policial que los confundió con delincuentes comunes. “Si sabían que eran terroristas, habría ido más de un vehículo, y se los habría identificado con más vehemencia”, se defendió. “Se dijo que fue un fusilamiento. Se uso una ametralladora Uzi de 1200 balas por minuto. Si no se tiene apoyo firme, oscila. Por eso tres balas eran inevitables" dijo para negar un fusilamiento, demostrando ser un versado en armas largas. Pidió la autopsia sobre el cadáver, el peritaje del vehículo y de las armas.
La declamación siguió con fragmentos de testimonios, algunas inconexas, citas a generales golpistas y entrevistas de autocríticas postreras de montoneros exiliados. Unos minutos después, en un desborde de pasión, se despachó:
- Peligraba nuestra identidad cristiana. No íbamos a permitir la intromisión de insectos foráneos. En esa lucha, unos iban hacia la libertad y otros hacia la muerte. Esa es la verdad.
- ¿A qué se refiere con insectos foráneos?- preguntó Rozanski.
- Los que llegaban desde Cuba, de afuera. No solo personas, también ideas.
Dos fuentes judiciales que participan del proceso y –para no adelantar opinión- prefirieron el anonimato, coincidieron en que las intervenciones recurrentes de Etchecolatz, bajo esa clave de presunto “estado de guerra” que no existió –el poder de fuego del Estado volcado a la represión clandestina de las organizaciones armadas-, solo aporta hacia una confesión de parte de los delitos por los que llega al banquillo. “Negó conocer leyes para castigar a la llamada ‘subversión’, cuando claramente estaba el código penal vigente y la ley llamada ‘antisubversiva’, que es la número 20.840”, explicó una de ellas.
Cómo toda respuesta, Etchecolatz evocó una declaración judicial de Mario Firmenich –jefe montonero- ante el juez Pons en los ’80, y glosó una discusión parlamentaria de 1974 en el que un diputado de apellido Perette pedía la desaparición virtual del Estado de Derecho para enfrentar a las organizaciones revolucionarias: “Hay que perseguirlos hasta su guarida y matarlos como ratas, porque eso es lo que son. Ratas que no quieren la grandeza de nuestro país”, terminaba el lesgislador.
Minutos después, cuando la sala se desalojaba, desde el público llegó un grito:
- ¡Viva Montoneros!
Los acusados también se iban. El “Oso” Acuña se frenó sobre sus pasos. Miró hacia el fondo: había fuego en sus ojos. Un fuego añejo.
- ¡Viva el partido Nacionalista!
Hizo una pausa:
- ¡Ratas!
La reconstrucción
La irrupción del anciano ex comisario fue el cierre de una audiencia accidentada. A primera hora Clara Petrakos, hija de una pareja desaparecida y hermana de una beba -ya mujer- secuestrada del cautiverio de su madre en el Pozo de Banfield, no fue autorizada a exponer la investigación sobre las maternidades clandestinas. Después de crecer con abuelos que fueron padres y una hermana ausente, Clara necesitó unir los pedazos dispersos de ese horror, leyendo testimonios y acudiendo a juicios de apropiación, para adivinar el destino improbable de bebes como su hermana, Victoria, nacidos entre sombras que no escampan hasta hoy. Fue el origen de esa indagación paciente -juicios por la Verdad, fallos judiciales-, lo que impidió su declaración d hoy. El defensor oficial, Martín Adrogué, se opuso porque las sentencias que citaba como fuentes eran sentencias que no estaban firmes, como la del juicio por el Plan Sistemático de Robo de Bebés. El tribunal pidió cinco minutos para deliberar y al regreso, concedió por unanimidad la razón al defensor de los imputados.
- Quiero que entienda que no desvalorizamos en absoluto su investigación- dijo el presidente Carlos Rozanski, y avisó que el informe será incorporado como prueba.
- No lo comprendo, pero usted es el juez- dijo Clara. Y se retiró del estrado visiblemente molesta.
Después expuso María de Monserrat Olivera, que trabaja en un equipo de investigación que desde 1979 investiga el efecto traumático de los abusos sexuales en los centros clandestinos. “Se los cosificaba para usar a los prisioneros como esclavos”, dijo la psicóloga. “La conducta del violador no estaba originada en una patología mental ni conductas aisladas. Era una modalidad utilizada por la jerarquía de la dictadura en todo el país”, agregó.“los secuestrados vivían en un presente continuo, un pasado negado y un futuro imposible”.
Más tarde, Alfredo Tarruela, secuestrado junto a su compañera Alicia Esther Martelotti en el café de capital "Las Cibeles", torturados y liberados, dijo: “nos liberaron en los últimos días de diciembre de 1977, no me acuerdo el día porque no sé ni dónde pasé las navidades. Quedé perdido en el tiempo. Gracias a venir acá reconstruyo un pasado que es muy difícil, que sólo comenté con tanto detalle con ustedes, y eso me deja bien”. Alicia falleció hace poquitos días.
Cuando ya no quedaban testigos, y el presidente del Tribunal anunciaba la inspección ocular a La Cacha para el viernes próximo, el defensor oficial Martín Adrogué se acercó al jurado y, en voz baja, pidió que a su pupilo se le volviera a conceder la palabra. El Tribunal aceptó al instante. Etchecolatz, visiblemente recuperado del pico de presión que hace dos semanas lo hizo caer pesadamente al piso del estrado, se acercó al banquillo de los acusados y apoyó sobre una pequeña tarima su vaso de agua. Al hombre condenado por incontables crímenes contra la humanidad le quedó ese rictus, acaso de los años turbulentos en los que libró su “guerra”: lleva siempre consigo su propia botella.