Lo dice Marcela Nisoria. Su esposo, Hugo Montefusco, era enfermero y falleció en la explosión de Rosario, hace un año. Ella y otras víctimas relataron a Infojus Noticias cómo les cambió la vida esa tragedia y cómo hicieron para seguir adelante con sus vidas. “La forma en que irrumpió este hecho en nuestras vidas nos shockeó”, dice Marcela.
El departamento de Florencia y su novio parecía una pequeña galería de arte. Se habían conocido en la Universidad Nacional de Rosario estudiando Bellas Artes. Una vez recibidos se mudaron juntos al edificio de Salta 2141, a cincuenta metros del bulevar Oroño. Néstor, hincha fanático de River, vivía con su esposa y su hijo Enzo –entonces de 4 años- en un departamento pegado al de sus suegros. Marcela daba clases de educación física en cuatro escuelas y era vicedirectora en otra. Llevaba 30 años de casada con Hugo, el padre de su hija, pero un tiempo atrás habían decidido vivir en casas separadas. Eleonora era la encargada de Piluso, un tradicional bar de Pichincha. El dueño era su hermano Carlos.
La mañana del 6 de agosto de 2013 en la cuadra de Oroño al 2100 se escuchóun zumbido. “Parecía la turbina de un avión”, recuerdan los vecinos. Unos minutos después, la explosión. La torre dos del edificio de Salta 2141 se convirtió en una montaña de escombros de 20 metros. A unas cuatro cuadras de ahí, Eleonora sintió que las paredes del bar temblaron. Cuando prendió la tele vio la fachada del edificio en el que vivía su hermano Carlos López y recordó que él le había contado que tenían problemas con en gas.
“Lo llamé al celular pero nunca atendió”, recuerda Eleonora en una de las mesas del bar Malos Conocidos, en la esquina de Oroño y Salta. En ese mismo lugar, un año atrás, se cruzó con el portero del edificio derrumbado. “Me confirmó que a mi hermano lo habían sacado destruido, con esas palabras”. Carlos fue el primero de una lista de 22 muertos que dejó la explosión. “Desde ese día nuestras vidas se convirtieron en un calvario, en un infierno. No podemos hacer el 50 por ciento de las cosas que hacíamos antes”, cuenta.
En la misma mesa, junto a uno de los ventanales que da a calle Salta, está Marcela Nisoria. Su esposo, Hugo Montefusco, era enfermero del Sistema Integrado de Emergencias Sanitarias (SIES). La noche anterior a la tragedia cenaron juntos en la casa de ella. Él le contó que a la mañana siguiente no trabajaría porque un compañero le había cambiado el turno.
“La forma en que irrumpió este hecho en nuestras vidas nos shockeó. Desde ese momento estoy con tratamiento psicológico y psiquiátrico. Todos los días son de dolor y padecimiento”, cuenta Marcela. “Yo tenía una vida normal, era profesora de educación física, trabajaba en cinco escuelas. Y ahora no puedo escuchar a dos chicos gritando. Me reintegré parcialmente a un cargo que tenía de secretaria, en el que me relaciono con adultos”.
Marcela guarda algunos pocos objetos de su esposo: un estetoscopio, una pipa, tarjetas de crédito viejas, un carnet y el título de la camioneta Chery Tiggo que estaba estacionada en la cochera del edificio. “Tenía hundido un poco el techo, las puertas todas cerradas. Cinco meses después de la explosión me enteré por trascendidos que la habían sacado. Cuando llegué me dijeron que no me habían avisado porque no sabían cómo comunicarse conmigo. Adentro estaban todos los compartimentos arrancados, se habían robado hasta las herramientas”, cuenta.
“En la comisaría había 30 billeteras de las víctimas. Estaban todas vacías. Hugo tenía 50 mil pesos guardados. Otro tenía 90 mil. No apareció nada, fue un choreo por donde lo mires”, se queja Marcela.
***
Constanza muestra una foto. Su hermana menor, Florencia Caterina, posa junto a su perro Marky en el departamento de la torre dos de Salta 2141. Viste uno de los 20 pulloveres que había utilizado para una de sus muestras artísticas. Detrás de ella hay pinturas, cuadros de colores. “Es todo lo que no está. Las obras que se perdieron, los libros”, cuenta Constanza.
En la explosión murieron Florencia y el perro. La familia solo pudo recuperar unos pocos dibujos que una señora encontró en un volquete y una libreta Moleskine que su novio Matías le había traído de Londres. Además del departamento, la pareja compartía una pasión. Se habían conocido estudiando Bellas Artes y junto a Ángeles Ascúa habían formado el grupo artístico la Herrmana Favorita: “Tres mentes aceleradas y ansiosas –la de Florencia, más que ninguna– que se interpotenciaron sin descanso”, escribió Rafael Cippolini, crítico y amigo.
“Florencia era el arte. Su vida era arte en sí mismo. Nunca dejaba de pensar de esa manera. Era siempre artista”, explicó su hermana. “Utilizaba el medio que necesitaba para explicar algo en determinado momento. No importaba si era pintura, dibujo, fotografía, una instalación.
La obra de Florencia estaba muy atravesada por lo textil. Entre los objetos que quedaron bajos los escombros había un hombre de tela en tamaño real que Florencia había tejido para una instalación. “Juntas teníamos el proyecto de tejer ropa. Nos habían regalado una máquina de tejer que no sabíamos usar”, contó la hermana. Quince días antes de la explosión, Constanza encontró en su casa -junto a la máquina de tejer- un trozo de lana tejida de 25 centímetros de largo y un mensajito escrito por Florencia: “Lo logré!!! Lo dejé para que lo veas pero fijate porq' del lado izq se trabó (habría que arreglarlo)”.
Constanza no pudo llevar adelante sola el proyecto. “Algún día quizás lo haga”, dice. “No está ella, no están sus chistes, sus ocurrencias, sus decires, ese arte continuo, sus retos –porque también tenía mucho carácter, pero queda ese hilo que nos mueve a nosotros a hacer siempre algo, que esté siempre presente en todo lo que hacemos”.
***
“Nosotros vivíamos en un lugar muy cómodo de la ciudad, en un departamento propio que adquirí con un crédito y el esfuerzo de toda mi vida”, cuenta Néstor Ferlatti, médico obstetra. La mañana del 6 de agosto del año pasado se levantó poco después de las once. Su esposa, Andrea Oliva, le avisó que había olor a gas. Cuando él salió al palier “ya no se veía nada, había una nube blanca”. La explosión lo encontró en la cocina. La pared de la habitación de su hijo Enzo se desmoronó y su cama quedó al borde del precipicio.
Néstor tiene una laguna en su memoria. Su esposa le contó que juntos rescataron a Enzo de entre los escombros. Que el niño apenas asomaba la cabeza. Él solo recuerda estar sentado en el living con su hijo en brazos. En el departamento contiguo vivían los abuelos de Enzo. Domingo Oliva, de 76 años, murió en la explosión.
Enzo lleva el nombre del ídolo de su padre, Francescoli. En los primeros años de su vida el niño fue hincha de River. Después de la tragedia cambió los colores. “Yo siento muy adentro que él homenajea a su abuelo haciéndose hincha de Newell’s”, cuenta Néstor.